Un cuento, de Fernando Pessoa
- Florencia Franco
- Mar 14, 2021
- 13 min read
Updated: Jun 4, 2021
Esclavos cardiacos de las estrellas,
Conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama
Tabaquería, Fernando Pessoa

El cuento: https://ciudadseva.com/texto/un-cuento/?fbclid=IwAR2gn_hjboLA-d7H4KHByu2x0kAJlllLcEpMbuPWRY41IqUw-3CHyxC8V4Y
En gran poeta portugués nos presenta en esta oportunidad un mini relato titulado “Un cuento” en el que nos presenta la dramática historia de un niño nacido y acostumbrado a vivir “a la sombra del ruido de las fábricas” al que un día, por una razón que nunca se nombra, se ve obligado a marcharse al campo, en donde se encuentra con la nostalgia de un exilio que resulta insoportable y que lo lleva a arrojarse debajo de las vías del tren.
Resulta que cuando este niño llega al campo una señora, a la que le cuesta creer su tan profundo malestar, le pregunta: “Pero, ¿es que no te gusta la serenidad del campo?” A lo cual el niño responde: “¿Por qué tiene que gustarle a uno la serenidad?”
La señora sostiene su punto de vista e insiste: “¿No te gustan la luz, el aire, los árboles, tan bonitos y tan verdes?” a lo que el niño no vacila en expresar “A mí no, señora, ¿por qué habrían de gustarme las cosas verdes? ¿Por qué el sol ha de ser más bonito que las lámparas eléctricas? Si me dijesen el porqué, tal vez me gustaran”.
Resulta evidente que este niño está tan acostumbrado a vivir en la ciudad que ha naturalizado, del mismo modo que la señora el campo, la artificialidad de la urbe, siendo ésta su verdadero hábitat. Esto nos revela varias cosas. En primer lugar que el ser humano es susceptible de naturalizar lo artificial ya que lo artificial es parte, paradójicamente, de su propia naturaleza. Nos encontramos aquí con una paradoja existencial y a la vez con una pregunta ¿Qué es natural y qué no en el humano?
Por supuesto que si pensamos en el campo lo asociamos inmediatamente con algo que es “natural” pero nosotros, humanos occidentales contemporáneos, hijos de la tecnología y el internet ¿Cuántos en verdad sabríamos hoy orientarnos en el mar o en el desierto guiándonos por la posición de las estrellas? ¿Podríamos guiarnos a estas alturas en el mar como lo hacían los fenicios, sin GPS ni mapa sino sólo por las corrientes marinas, las aves y los astros? Seríamos capaces de vivir de nuestras propias cosechas? ¿Cuántos saben hoy cosechar, trabajar la tierra, leer las señales de la naturaleza o interpretar el lenguaje de nuestro cuerpo? Posiblemente, hemos logrado que la naturaleza - incluso la propia, la interna, la orgánica - se convierta en algo demasiado ajeno, extraño y desconocido como para saber habitar en ella sin la ayuda de ciertos artificios.
El niño exiliado de la ciudad contempla el campo con una gran sensación de desconocimiento y sobre todo con la convicción de “no pertenecer”, la noria, los bueyes tirando del carro, el sol y los árboles, todo le resulta casi perturbador, ajeno, atemorizante, irritante a tal punto de que prefiere la muerte. Dentro de aquél panorama que le resulta tan hostil sólo un objeto se le presenta familiar y le ofrece al menos una pizca de esperanza: “El tren, la vela que cruzaba por el horizonte de su vida de exilio”. Posiblemente el tren representa un alivio por dos motivos: En primer lugar es un artificio – un artefacto creado por el humano – y por otro, porque es la única vía que encuentra para escapar de esa nostalgia que siente ya sea a costa de su propia vida.
Antes de pensar en todo aquello que El tren simboliza en el cuento pensemos por un segundo en la cuestión del exilio. ¿A qué exilio se refiere Pessoa exactamente? ¿Es tan sólo al exilio de la ciudad o puede ser incluso a un “exilio primordial” al que estamos sujetos por el hecho de ser humanos?
El humano es ante todo un exilado de la naturaleza, lo cual ocurre por ser la única especie provista de lenguaje, “el bien más peligroso que se le ha concedido a los hombres” según Horderline, posiblemente por ser la más indefensa y débil de todas las criaturas que habitan la tierra. El resto de animales, como sabemos, habita en la naturaleza y se bastan con ella, ejemplo de esto es que encuentren su hogar en ésta sin necesidad de alterarla de forma dramática, logrando acomodarse perfectamente en una cueva o en las múltiples formas de escondites que proveen la vegetación y la Tierra. Ciertamente, algunos animales e insectos tienen la cualidad de elaborar y hasta edificar toda una forma de arquitectura propia, como es el caso de los ingeniosos hormigueros con sus complejos túneles, avenidas y sub avenidas o los mismos diques que construyen los castores, pero la diferencia entre estos animales y el humano – también animal aunque no todo- radica en que éste último, a la hora de “construir” su hábitat, transforma inevitablemente a la naturaleza y la altera profundamente, siendo justamente ésta la paradójica “naturaleza” de nuestra especie.
Los humanos somos la única especie exilada de la naturaleza, tal y como se nos demuestra en el mismo mito del Génesis bíblico. Adán y Eva son exilados del Jardín del Edén luego de atreverse a comer el fruto prohibido, el fruto del árbol de la ciencia, del bien y del mal, es decir, el fruto del saber. Desde el comienzo, vemos entonces que el lenguaje – y con éste el saber - transforma a la naturaleza, la altera y la perfora, pues tal es la “naturalidad” de nuestra especie. Por tanto, mientras todas las demás especies funcionan conforme a la naturaleza - sus hábitats, ciclos y ritmos vitales se adaptan a ella – y están provistos de instinto – un saber natural que no pasa por el lenguaje - los humanos somos la única especie provista de una “otra” naturaleza, una naturaleza que nos es igual de propia y natural que la que consideramos a simple vista “natural” pero que al mismo tiempo nos aleja de ella. He aquí la gran paradoja de nuestra especie y lo que la hace diferente de todas las demás.
Los humanos somos por tanto siempre médiums entre dos “naturalezas” aparentemente opuestas y mientras los demás animales construyen hábitats para resguardarse y preservar su vida, cosa que también hacemos nosotros, los humanos nos vemos irremediablemente llamados a construir un mundo, un mundo artificial elaborado a nuestra medida que nos sirva de sustento, garantía y compensación ante la falta inaugural de “instinto”. El mundo es sólo mundo humano, ya que no existe para las demás especies, y está edificado conforme a ciertos ideales, de ahí el lugar fundamental que ocupan los dioses en la construcción de nuestra civilización y del paso de bestias a seres supuestamente “civilizados”. Todos nosotros, por el hecho de ser humanos, nos vemos íntimamente llamados a establecer un diálogo entre ambas naturalezas y conseguir – en la medida de lo posible – una armonía entre éstas.
Como sabemos gracias al psicoanálisis, los humanos incluso antes de hablar somos primero objetos del lenguaje y por tanto podríamos decir que somos objetos de la tecnología, porque la primera tecnología no fue el iphone, ni el ipad, tampoco el ordenador ni la máquina de vapor sino el lenguaje como tal en tanto que téjne y logos. Los humanos no sólo estamos llamados a satisfacer nuestras necesidades biológicas (“naturales”) sino que también nos vemos conminados a hacer -a través de nuestros actos - y a saber – a través de nuestro deseo.
La primera tecnología es el lenguaje y en este sentido los humanos somos objetos de la tecnología.
Los humanos somos irremediablemente insertados en el engranaje que implica el lenguaje y cada palabra afectará y transformará cada fibra de nuestro cuerpo y naturaleza. Al mismo tiempo, es través de este código artificial como nos adentramos en el lazo social – única manera de hacer comunidad - y esta “ganancia” por supuesto no nos sale gratis - nada lo es - sino que nos cuesta un “pedacito de carne”, o según el mito bíblico, una “costilla”, un hueso, siendo que el otro es siempre “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Génesis 2:23). El humano, al alienarse al otro del lenguaje, hace un gran sacrificio: Sacrifica un trozo de su goce a cambio de una pizca reconocimiento.
El lenguaje, primer “código”, tanto civil como penal, es la Ley por excelencia, y al mismo tiempo adopta rápidamente la forma del laberinto, es decir, de un artificio edificado precisamente para perderse. De aquí el mito del Minotauro, mitad bestia mitad hombre, que se alimenta de carne humana y que por ser tan despiadadamente monstruoso y representar un peligro para los mortales, el rey Minos le da la orden a Dédalos de construir un laberinto del que jamás pueda salir. He ahí otra gran paradoja de nuestra esencia humana: Es a través del lenguaje - la razón - que nos perdemos, pero a la vez es la única vía posible de encontrarnos con el otro y dejar de ser bestias.
Los humanos oscilamos continuamente entre estas dos “naturalezas”, la del mundo natural y la del lenguaje (artificio), que no son sino la del “mundo exterior” y la del "mundo interior”, la de nuestras propias pulsiones - lo más parecido que conocemos al instinto pero que no es un saber natural ya que las pulsiones están alteradas por el significante siendo que La palabra se in-corpora (se hace cuerpo) - y por otro lado las palabras y con éstas los ideales – que siempre vienen del otro, del discurso (de la cultural y la época).
Es menester recordar que en los años en los que vivió Pessoa comenzaba a pensarse y erigirse este mundo en el que vivimos y que hoy tan “natural” nos resulta pero que nada “natural” le parecería a Sócrates, a Descartes o a Newton si lograremos revivirlos con un acelerador de partículas.
Pessoa trabajará a lo largo de toda su obra el cambio dramático que significó para la especie y la vida cotidiana de la misma la llegada de la Era industrial, proceso del que aún hoy mismo somos parte y que continúa reforzándose con el pasar de los años. En su Oda triunfal Pessoa nos dice:
Yo podría morir triturado por un motor
Con el sentimiento de deliciosa entrega de una mujer
Poseída
¡Echadme dentro de los fogones!
¡Metedme debajo de los trenes!
¡Apaleadme a bordo de los barcos!
¡Masoquismo a través de maquinismos!
¡Sadismo de no sé qué moderno y de mí y de ruido!
Vemos aquí aparecer nuevamente un símbolo clave: El tren. Como dijimos, el niño del cuento, abrumado del silencio y la naturalidad del campo, se arroja convencido a las vías del tren. ¿Por qué el tren?
El tren es un punto Aleph en el relato ya que nos abre las puertas a innumerables universos: es un artificio humano, es la idea misma del progreso encarnada en la máquina, es unión, es el ícono por excelencia de la revolución industrial, símbolo de la racionalidad del mundo, al tiempo que es un médium que conecta diferentes espacios, algo que transcurre entre espacios, es movimiento, el tren es el tiempo.
El tren es el tiempo - movimiento - que transcurre entre diferentes espacios – por supuesto inamovibles - y por este motivo es también símbolo por excelencia del cine, “séptimo arte” que se encarga de contar un relato a través de una serie de imágenes - espacios - que se suceden en constante movimiento, que ruedan y transcurren en el tiempo. El tren es ida y vuelta, es ausencia y presencia, es reencuentro y despedida, es ir y volver, es la alternancia más descarnada, es por tanto también La palabra.
El Tiempo y el lenguaje pertenecen al mismo registro, siendo dos caras de una misma moneda, o mejor dicho, dos superficies que conversan de manera constante dentro de una misma dimensión: La simbólica. El niño del cuento, que ha perdido por completo su conexión con lo natural, abraza lo artificial que ha devenido natural para él y prefiere morir debajo del símbolo por excelencia del artificio y del progreso de la misma manera en la Sócrates optó por la cicuta antes que ser exilado de Atenas.
El niño "elige la muerte al exilio”, al exilio de las máquinas y las calles estrechas, prefiere la muerte al exilio de los “grandes salones de las iluminadas fábricas” lo cual nos dice que es un joven que no puede ni pretende vivir sin ese mundo que artificial que le es tan propio, tan natural. Está demasiado convencido de no querer atravesar el desarraigo, demasiado seguro de no querer vivir en el campo, y entonces recurre al único acto de libertad que le queda: escoge la muerte. El personaje elige la muerte al destierro de la vida artificial y “tecnológica”, única vida que conoce y en la cual sabe vivir.
A simple vista dicho acto puede parecernos una locura pero si un día de estos cayera estrepitosamente el internet producto de una lluvia de meteoros o una tormenta solar vaya a saber en qué estado quedarían las vías de los ferrocarriles.
Hoy, casi cien años después de que Pessoa escribiera este cuento ya no sabemos cómo habríamos de vivir sin las herramientas que ha puesto a nuestro servicio la tecnología, sin este mundo artificial que hemos creado y del que hemos hecho nuestra propia naturaleza. Si destruyéramos todos nuestros objetos tecnológicos y este mundo artificial, sin duda seríamos todos extranjeros, forasteros del planeta, exilados de la Tierra.
En nuestros días estamos de a poco siendo “exilados” del espacio físico que solíamos habitar y casi sin darnos cuenta nos hemos desplazando hacia un nuevo espacio habitable: El digital. ¿Llegará un tiempo en el que el humano no sabrá ya vivir en otro espacio que no sea este del mismo modo en que el niño del cuento no sabe vivir en el campo? No lo sabemos pero lo que si es seguro es que la ciudadanía está dejando paulatinamente de ser “nacional” para volverse “digital”.
¿Acaso no parece esta nueva realidad sacada de una película de ciencia ficción? ¿No es nuestro mundo actual un mundo supersónico que se asemeja a las más descabelladas ideas de los más atrevidos literatos de ficción de todos los tiempos? Fijaos que interesante que la palabra Robot nos llega directamente de la ficción, de un escritor checo llamado Karel Čapek que escribió una obra de teatro llamada RUR en 1920 en donde representaba la historia de una empresa que construía humanos artificiales orgánicos con el fin de que trabajaran por los humanos mismos y aligeraran la carga del trabajo pero al final de la historia son los robots los que terminan tomando las riendas del asunto y esclavizando a los humanos. La palabra robot, inaugurada en esta obra por primera vez, viene del checo “robot/robota” que significa “trabajador forzado o esclavo”. ¿Acabaremos siendo esclavos de las máquinas que nosotros mismos hemos inventado para aminorar el peso del trabajo ? ¿Acabaremos muertos debajo de las vías del progreso? Os dejo a vosotros las respuestas.
La línea entre “ficción” y “realidad” es demasiado difusa, incluso demasiado confusa, ya que mucho de lo ficticio es real y mucho de lo real, ficticio. A la misma conclusión de los poetas han llegado los psicoanalistas: Toda realidad es delirio y todo delirio está construido con la misma materialidad significante de eso a lo que convenimos en llamar “realidad” . Según la óptica geométrica, por ejemplo, el ojo humano no distingue entre imagen real e imagen virtual sino que una y otra son para éste órgano exactamente lo mismo. Esto ocurre porque lo virtual y lo Real no son dos cosas diferentes ni opuestas, como se podría pensar a simple vista, como tampoco son dos opuestos el adentro y el afuera, lo lejano y lo cercano, la realidad y la ficción, lo hetero y lo homo, lo banco y lo negro, la izquierda y la derecha, etc. etc., lo mismo ocurre con “lo artificial y lo natural”.
Aquello que creemos entender por opuestos en función del régimen binario de concebir la “realidad” no son más que superficies que se comunican, entrelazan y conversan entre sí como lo hacen, según la perspectiva einsteniana, el espacio y el tiempo.
Por último, no podemos no reflexionar sobre lo que este cuento cierra diciendo:
“si le hubieran dicho que el sol era una gran lampara eléctrica el joven lo hubiera amado”. Por un lado es cómico y creo que nos recuerda que al final, lo que verdaderamente cuenta en el humano es precisamente el “cuento”, es decir, el relato, la historia, lo que convenimos en decir que la cosa es pero que sabemos que nunca es la cosa en sí.
“Pero es que nadie comprende a los niños” nos dice en la última frase. Si le hubiesen dicho que en verdad lo que importaba no eran “el sol” o “la lampara eléctrica” en sí, sino comprender que ambas no son sino metáforas, es decir, representaciones de la cosa, puras alegorías, pero nunca la cosa en sí, dado que nuestra percepción del mundo es siempre, como dijo Schopenhauer, una representación, entonces quizás el niño se hubiera salvado.
Creo que Pessoa intenta decirnos que el problema fue que el joven del cuento entendió el mundo de una forma demasiado literal, sin acabar de comprender que no era más que una gran metáfora, pero para habitar la metáfora - tropo tanto lingüístico como psicológico - hay que haberse encontrado con la falta de sentido original de la vida. La metáfora es traslación de sentido, es jugar con la falta.
La vida no tiene un sentido en sí, un sentido estatuido a modo de destino incuestionable para cada uno de sus ejemplares, sino que por el contrario, es justamente esta falta originaria de sentido la que hace de motor para que cada quién busque el sentido de la suya propia. Cada uno de nosotros está llamado a metaforizar su historia y no hay metáfora sin poesía. El humano es, y por naturaleza, un contador de cuentos, un poeta en potencia.
“Si le hubieran dicho que el sol es una inmensa lampara” ¡Si le hubieran dicho que todo lo que veía al rededor era una metáfora! entonces tal vez... tal vez hubiera optado por seguir viviendo y no suicidarse debajo de las vías del tren. Pero nuestro niño de la ciudad no estaba acostumbrado a las metáforas sino al ruido ensordecedor y a los velos enceguecedores del entretenimiento, quizás estaba demasiado acostumbrado a las respuestas pero no a las preguntas, habituado a la certezas pero no a la incertidumbre, familiarizado con las ilusiones pero no con el misterio, era amigo de las cosas pero enemigo de la esencia, asiduo a la metonimia y a la vida en serie pero no a la metáfora, es decir, al hecho indiscutible de que las cosas nunca sean lo que creemos que son. El mundo no es más que nuestra representación y este universo que sostenemos como si fuera una gran Verdad absoluta e inamovible no es más que un verso humano.
Un verso que no siendo verdadero del todo tiene mucho de verdad.
Esclavos cardíacos de las estrellas
Conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama;
Pero nos despertamos y es opaco,
Nos levantamos y es ajeno
Salimos de casa y es la tierra entera
Y el sistema solar y la via lacteal y lo Indefinido.
La vida es sueño, la realidad está teñida de ficción porque de ella surge toda realidad posible, todo invento - desde la maquina a vapor hasta un avión o una nave espacial - han sido antes de concretarse una ficción, una fantasía, una idea, un sueño. De aquí que la gran mayoría de artificios tecnológicos modernos hayan surgido antes en la ficción como fue el ejemplo de los robots. Sueño y realidad, realidad y ficción, se nutren mutuamente e interactúan de la misma forma en la que dinamizan el tiempo y el espacio einstenianos, la palabra y la imagen, lo virtual y lo real, y todo lo que hasta entonces - limitados por la perspectiva binaria del mundo - habíamos concebido como “opuestos”. Lo propio del humano contemporáneo será hacer dialogar a esos “polos”.
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