En el Nombre del Padre
- Florencia Franco
- Jun 13, 2022
- 9 min read
Somos letras en un alfabeto de deseos
Andrés Borregales

El enigma del deseo
Salvador Dalí
Todos nos hemos preguntado alguna vez por el origen de nuestro nombre, por el significado que tuvo ese significante para nuestros padres a la hora de elegirlo, porqué nos pusieron ese y no otro, en qué -o en quién – se inspiraron a la hora de elegirlo. ¿Y qué buscamos leer ahí, detrás de la etiqueta significante, detrás – o delante – de esa materialidad lenguajera? Sin duda una respuesta a la pregunta (imposible) de qué soy yo para el deseo del otro, qué quiere el otro que yo sea, qué lugar ocupo en su deseo, qué quiere de mí, “qué me quiere”. El nombre propio será entonces un signo, una de esas vías posibles que aprovecharemos para indagar – e interpretar - aquello que significamos para el deseo del otro, respuesta que nunca conseguiremos responder en su totalidad ya que no hay significante que pueda responder por lo que se es como tampoco palabra que pueda nombrar el objeto último del deseo (porque no existe). Sin embargo, que no haya una verdad última ni un objeto nombrable no quiere decir que el individuo en su proceso de subjetivación no busque obtener señales, insignias y pistas en las sombras del lenguaje que le orienten en aquella respuesta que él/ella mismo/a es en esa cadena significante del discurso, en otras palabras, qué lugar viene a ocupar en la historia que lo teje (la historia de su familia, de su país, de su patria, etc.)
Al no haber una respuesta a esta pregunta advendrá entonces la angustia y también, en el mejor de los casos, el fantasma, esa bisagra que se articula sólo a partir de la famosa pregunta mencionada “che vuoi?” sobre el Otro, ese lugar del lenguaje en el cual el sujeto busca saber lo que concierne a su propio ser. El fantasma será, como respuesta lógica frente al enigma del deseo del otro, un mediador entre el objeto inexistente de ese deseo y las propias identificaciones imaginarias del sujeto que ha sido nombrado (por otro).
Lacan indagó sobre las tres dimensiones del fantasma, conforme a los tres registros, y así como encontramos su dimensión imaginaria en la cual el sujeto se encuentra sujetado a ciertas imágenes e ideales, en el caso del Nombre podríamos leer algo de aquellos anclajes que el sujeto construye en función de la dimensión más simbólica, ligada al campo de la palabra y el lenguaje, la cual por supuesto siempre está interacción con los otros dos ejes dimensionales. Este aspecto, tal y como expresa Miller, aparece como “más escondido”, a diferencia del imaginario, y esto está en concordancia con que el fantasma se inscribe en una determinada historia que “obedece a ciertas reglas, ciertas leyes de construcción que son las leyes de la lengua” (Miller, 1982; p. 29)
La dimensión simbólica puede escapar a las apariencias y no aparecer en el primer lugar de la experiencia, encontrándose pues presente en tanto que ausencia, contrario a lo que ocurre con el registro imaginario, siempre representado en positivo (positivizado). La dimensión simbólica del fantasma va allá de las imágenes y guarda relación con una cierta frase, relato, significante o axioma que revela un modo singular de goce donde se orienta un modo de relación con los objetos y al mismo tiempo una manera de posicionarse ante el deseo del otro.
Plantearé a modo de ejemplo dos casos (no clínicos) en los que el Nombre juega un papel fundacional en el proceso de subjetivación. El primero de estos, es el caso del mismísimo Salvador Dalí, el segundo el de un amigo mío de la infancia.
Salvador Dalí nació en 1904 nueve meses después de que el hijo primogénito de sus padres, a quién nombraron y bautizaron como Salvador Galo Anselmo, muriera de un catarro gastroentéritico infeccioso. Según el mismo artista este hecho que en sus palabras fue “una cosa buena que me hicieron, aunque terrible al mismo tiempo, eso fue llamarme igual que al hermano muerto”, le marcó y condicionó profundamente a lo largo de su infancia y juventud. ¡¿Y cómo no?! Si el mismo pintor contaba que a los cinco años sus padres lo llevaban a la tumba de su hermano y le decían que él era “la reencarnación” del muerto allí enterrado, cosa que creyó durante bastantes años.
En la entrevista que le hizo al artista Soler Serrano en 1977, Dalí dice textualmente “durante toda mi niñez y juventud viví con la idea de que era parte de mi hermano mayor, mi cuerpo y alma llevaban el cadáver adherido de este hermano muerto porque mis padres hablaban constantemente del otro Salvador y de su notable inteligencia”.
La influencia de este nombre cuyo peso sobre él es tan intensa le lleva a anunciar, con el rigor metafórico del artista, la siguiente enunciación: “yo nací doble” y relata con increíble brillantez “cómo esa insignia en su propio nombre le llegó a obsesionar de modo tal que tuvo que hacer grandes esfuerzos para demostrarse que era él el que existía y no ese hermano muerto”. A modo de anécdota remarca que este hecho le inspiró a cometer las más incoherentes exhibiciones y extravagancias, posiblemente como intentos imaginarios de nombrarse a sí mismo y liberarse de una vez de ese muerto reencarnado que era hasta entonces para responder al deseo de los padres.
Es evidente cómo Dalí leyó en el nombre que para él habían elegido sus padres el sello de un deseo que éstos pretendían para él: ser el reemplazo viviente de ese hijo fallecido que aún no podían acabar de enterrar.
Pero el pintor fue capaz de darse cuenta de este asunto escabroso y resolverlo de la siguiente manera: “Para poder nombrarme a mí mismo antes tuve que matar a ese otro muerto, fue así como me nombré como el Salvador del arte moderno”.
Dalí, habiendo leído en las sombras del lenguaje ese deseo que portaba en su nombre, se encomienda entonces a la misión de “salvar la pintura moderna de la confusión y del caos“ en los que consideraba que había sucumbido. Vemos entonces que el pintor logra a través de su arte – su escabel - ir más allá de ese deseo de sus padres - de ubicarse como el reemplazo del muerto y tapar una carencia no elaborada por vías simbólicas – y transformar su destino en uno más acorde a su singularidad “ser el Salvador” – su propio nombre hecho verbo – el único salvador ¿De qué? Del arte y a través de éste, hacer gozar (y desear) también a otros. Un gran ejemplo de sublimación.
Recordemos a Dalí cuando decía “Picasso es español, yo también; Picasso es un genio, yo también; Picasso es comunista yo tampoco”. Si bien conserva cierta ironía nos quedaremos de momento sólo con la idea de que los grandes artistas pueden haber tenido muchas características comunes y otras muy diversas, pero en lo que coinciden es en el hecho de “haber matado al padre”. Tanto el mismo Salvador Dalí como su contemporáneo Pablo Picasso dicen en entrevistas que “en el arte hay que matar al padre”. Esta metáfora representa el hecho de que el artista logra al menos parcialmente desprenderse de ciertos ideales impuestos ya caducos o en desuso y deseos transmitidos que no son más que “sueños ya soñados”, y alcanzar esa autorización necesaria de ser quien realmente se es.
Es por esto que la condición de artista es, a mí parecer, muy propia de la posición femenina, no sólo porque parte de la falta como condición sine qua non, sino también porque se acerca a la naturaleza de lo que ese sujeto es más allá de las identificaciones fálicas e imposiciones culturales.
Artista es aquél que, como Dalí, se autoriza a hablar su propia lengua, toma a su cargo la misión de defender la autonomía de la experiencia subjetiva y de proporcionar las bases existenciales de la propia condición humana.
Nietzsche en el Zaratustra dijo “no hace falta tener el don, hace falta autorizarse a utilizar ese don”. El artista es aquél que logra lo que la mayoría se conforma con soñar: autorizarse a utilizar su don para crear una obra propia – un obrar singular - y con ésta su propio nombre, es por esto que el artista puede ser equivalente a un Adán que, así como se nombra a sí mismos nombra las cosas del mundo.
Hemos visto cómo el nombre Salvador marcó al pintor en varias aristas de su persona tras haber leído – interpretado - allí un deseo de sus padres, que en este caso el sujeto se niega a encarnar de forma literal y lo modifica, adaptándolo a su propia singularidad, para que el deseo del otro y la identificación narcisista puedan dialogar y anudarse, aunque sea parcialmente.
Un Nombre es, según Lacan en el seminario XXIII, un acontecimiento del decir, un decir que logra abrochar algo del orden de lo real al del campo del lenguaje. El nombrar en sí mismo es un acto que como operación tiene el fin de hacer entrar eso que no tiene nombre en el campo del lazo social. Es por esto que muchos niños, muy elocuentemente, buscarán allí, en ese significante primordial que para él eligieron sus padres, una tentativa respuesta al qué me quiere – qué quiere el Otro que sea. Lo que cada sujeto haga con esta respuesta puede responder a una infinidad de formas que dependerán del deseo y modalidad de goce de cada individuo particular pero no podríamos negar que, como Lacan decía, “el Nombre tiene una superioridad sobre los semblantes”.
El otro caso tiene hasta cierta comicidad. Veamos un ejemplo en el cual el nombre escogido y la historia que yacía detrás de éste fueron elementos suficientes para la constitución de un síntoma de inhibición, más específicamente una fobia.
Se trata de un amigo mío, a quién le daremos el nombre de Ghazi para conservar su origen árabe. Ghazi sufre desde la infancia de un gran temor a los aviones, a tal punto que se le hace imposible viajar y debe renunciar a todo tipo de viajes (cosa que sueña poder hacer algún día). Un día, en una de mis despedidas la noche antes de viajar a España, Ghazi me dice: ¡Cuánto quisiera poder viajar, disfrútalo por mí! Cosa que se repitió con varios amigos del grupo en diferentes momentos.
Durante muchos años Ghazi se tuvo que contentar con mirar las fotos y oír las anécdotas de los viajes de los otros. Cuatro años después de aquella despedida, estando yo de vacaciones, Ghazi me llama una mañana con gran euforia para decirme “me estoy yendo a tirar de un avión”. Ante mi gran asombro, me explica que estaba por arrojarse en paracaídas desde el cerro Arco y que, si bien no me podía explicar por qué, tenía la convicción de que “eso” – ese acto, ese salto al vacío desde su miedo - le ayudaría a vencer la fobia a los aviones.
Su método se asemeja mucho a uno de los utilizados por los cognitivo – conductuales al que llaman “exposición” y lo cierto es que en este caso funcionó. Ghazi obtuvo el resultado que esperaba. A partir de ese día superó su “fobia” y decidió emprender un viaje por el mundo en el cual aún hoy, luego de un año y medio, continúa inmerso. Recuerdo que me comentó que se sentía liberado. ¿Liberado de qué? Me pregunté, porque inmediatamente tuve la sensación de que esa expresión iba más allá de los aviones y el salto en paracaídas en sí.
Fue recién seis años más tarde que hablando justamente del tema de los “nombres” él recordó algo que daba sentido a toda esta historia: sus padres le habían puesto Ghazi en honor a un amigo del servicio militar de su padre, comandante de las fuerzas aéreas, que había tenido durante la guerra de las Malvinas un accidente en avión que lo condujo al hospital. Allí en el hospital se conocieron con su padre, que también había resultado herido. La deducción no fue muy compleja: Ghazi había tenido que librarse del destino del soldado herido en la guerra, ese en el que se habían inspirado sus padres, ese que llevaba a cuestas como una cruz clavada en su propio nombre. Ese salto al vacío, ese acto, le bastó para matar a ese otro Ghazi y nombrarse a sí mismo, no como un soldado convaleciente sino como un viajero incansable.
He allí la gran liberación, la sensación– como dijo él mismo Ghazi – “de haber vuelto a nacer”.
No olvidemos que cuando todo niño emite una demanda ésta nunca puede ser satisfecha en su totalidad lo cual deja inevitablemente la presencia de un resto imposible de satisfacer. Es justamente esta imposibilidad la que da lugar a esa X que representa la incógnita que el deseo mismo es. Por ende, podríamos decir que todo deseo es deseo desconocido, incógnita inaprensible para el sujeto.
El deseo en juego aquí en la pregunta por el nombre podríamos pensarlo como un deseo de saber ¿De saber sobre qué? sobre el deseo mismo, sobre lo que el Otro desea para mí. En esa cadena de preguntas y respuestas que funciona a modo de teléfono descompuesto se construirán la identidad y la personalidad.
Es inevitable que el sujeto se interrogue sobre lo que el Otro manifiesta como deseo ignorado, lo cual hemos intentado ejemplificar con los casos expuestos en función de los nombres, el sujeto se pregunta por aquello que el Otro es incapaz de responderle y esto es necesario que así ocurra para que justamente pueda ponerse en marcha la constitución del fantasma.
Considero que estos casos en relación al Nombre que eligen los padres son simples formas de ejemplificar cómo opera la dialéctica del deseo en el ser hablante siendo que el deseo es siempre el deseo del otro. Tal y como Lacan nos dice en "Función y campo...": el deseo del hombre encuentra su sentido en el deseo del otro, no tanto porque el otro guarda las llaves del objeto deseado, sino porque su primer objeto es ser reconocido por el otro.
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