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Sobre la vigilancia de los cuerpos y el control de la conducta en la era del Big Data

  • Writer: Florencia Franco
    Florencia Franco
  • Jul 27, 2020
  • 75 min read

Updated: Feb 15, 2021


Jimena Losada Lacerna, Sin título




Del tiempo de guerra al “tiempo Real”


En conmemoración a estos veinte años que actualmente se cumplen de la integración del Internet a nuestras vidas cotidianas, permitámonos hacer un ligero repaso sobre el contexto en el que esta herramienta se crea, dónde, por quién, con qué fines y cómo ha sido el desarrollo de su rápida evolución en lo que llevamos de milenio.


A partir del año 1942, comenzaba lo que posiblemente fuera la mayor competencia que la humanidad ha conocido hasta entonces por la fabricación de armas mucho más potentes que lograsen devastar una mayor cantidad de masa en una fracción menor de tiempo, dando así pie a lo que conocemos como “era nuclear”, la cual no podría haber existido de no ser porque, tanto los alemanes como los norteamericanos, habían descubierto la desmedida cantidad de energía que podía liberar un átomo de uranio a diferencia de cualquier otro elemento de la naturaleza. Esto significaba que este misterioso y poderosísimo elemento, capaz de generar una reacción atómica en cadena, podría, según los mismos físicos, haber dado tanto su inicio y forma a la Tierra, como su inminente destrucción.


Una vez uno de los genocidios más trágicos de la historia de la humanidad hubo por fin acabado, la carrera del desarrollo de armas nucleares continuó en esa siniestra y oscura tensión latente que conocemos como Guerra Fría. Durante esos años, a esta carrera nuclear se le agregó otra, que era parte de la misma, ya que respondía a los mismos fines militares: La carrera de la información, en la que tanto los americanos como los soviéticos destinaron su mayor esfuerzo a construir una tecnología que les permitiera acceder a la “información” del enemigo para lograr anticipársele tanto en estrategias políticas como tecnológicas y militares. De esta manera se iba forjando el escenario de lo que poco más tarde llamaríamos “revolución digital”.


Quizás podemos localizar el inicio de la carrera contra el tiempo en esta precisa época, durante esta peculiar carrera que acabaría dando como resultado la atomización misma del tiempo a través de la aparición de la instantaneidad, fenómeno en el cual el tiempo pasa por primera vez de ser simbólico a ser un “tiempo Real”. Podríamos decir que la instantaneidad se produce cuando el intervalo entre el punto de partida y el de llegada es similar o igual a 0.


De esta manera, la intención de “anticiparse “a un supuesto enemigo, tan propia de estos años fríos de tensión nuclear, marcaba el inicio de la aceleración del tiempo que vivimos cada vez con mayor intensidad y velocidad en nuestra sociedad contemporánea.

No debemos olvidar que, en medio de aquella vorágine del espionaje y la carrera por la información, en el año 1957, la Unión Soviética sorprende al enemigo “adelantándose” en la carrera espacial con el lanzamiento del Sputnik 1, el primer intento exitoso de poner en órbita un satélite artificial alrededor de la Tierra, al cual le seguirían otros varios, incluso uno que llevó a un perro dentro, la perrita Laika. Pero ¿Por qué motivo los soviéticos lanzarían un satélite al espacio en plena guerra fría cuando en verdad la carrera era más bien de características nucleares? ¿Qué tenía que ver el sputnik 1 con el armamento nuclear y sus fines militares?


Luego de que ambos bandos tuvieran construidas sus bombas nucleares y siendo conscientes a pesar de ello de los peligros globales de dichas creaciones en su intento por eliminar al enemigo, se llega al parecer de forma tácita a la conclusión de que el espacio geográfico no podía continuar siendo el escenario de la guerra por el poder, sino que se necesitaba de la creación de otro escenario, de un nuevo espacio en dónde la batalla por el poder continuase disputándose y por ende, para que ambos bandos continuaran comparando sus potencias y midiendo sus avances. ¿Y cuál sería ese espacio? En un comienzo, el interestelar, pues comenzaba la conquista del espacio sideral, de la luna y las estrellas. De esta manera, los vencedores de la segunda guerra mundial, no sólo demostraban que “tan lejos” eran capaces de llegar, sino que además habían conseguido otra forma de probar y demostrar su potencia tecnológica y militar, ya que los motores de un cohete capaz de poner en órbita un satélite o de llegar a la luna también eran “casualmente” capaces de lanzar una bomba atómica en cualquier parte del mundo. Gran parte del desarrollo tecnológico requerido para un viaje espacial era equivalente a los cohetes de guerra o a los misiles de largo alcance, por lo que de esta forma, la fuerza y la potencia de un país pasaron de medirse en el espacio geográfico al espacial, como más tarde lo haría al digital, que en esos años comenzaba poco a poco a gestarse.


Pero hay otro dato que es aún más importante: Estos satélites artificiales servían también al desarrollo del espionaje. El equipamiento a bordo de un satélite permitía espiar a otros países con cámaras de fotos y señales de radar por lo que, de esta manera, el equipamiento tecnológico y satelital de un país reflejaba colateralmente su potencia militar y su fuerza política. La carrera espacial es análoga a la guerra armamentística, por eso después del lanzamiento del Sputnik 1 los norteamericanos se empeñarían en llegar a la luna y mostrarle a todo el mundo como plantaban allí su flameante bandera.


Es en este escenario y en este contexto que Estados Unidos de América, como respuesta al lanzamiento soviético del Sputnik 1 y bajo el control del Departamento de Defensa, decide crear en 1958 la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación (ARPA) con el objetivo de mantener a la tecnología de los Estados Unidos en la carrera militar por delante de sus enemigos. Esta organización se encargaría fundamentalmente de investigar formalmente la industria aeroespacial, armamentística y nuclear como también la informática y la tecnología de radares. De esta forma surgía el primer embrión de lo de luego llamaríamos Internet.

Dicha agencia se encargaría de allí en delante de la investigación mediante ordenadores y de proyectos secretos de corto plazo llevados a cabo por equipos pequeños y constituidos expresamente para los mismos. No olvidemos que estos son los años de la creación de la cibernética - ciencia que tal y como su etimología indica apuntaría a gobernar a los hombres y lograr el control de los mismos.


En ese mismo entonces, el Gobierno de los Estados Unidos propuso que con el fin de “prevenir y proteger” su territorio de un ataque fulminante por parte de los soviéticos lo mejor sería crear una red de radares que transmitieran la información en “tiempo real” a través de líneas telefónicas convencionales, haciendo posible que la información que enviaban se procesase al instante. Vemos de esta manera, cómo la carrera nuclear a partir de entonces ya no sólo se desarrollaría en el espacio sideral sino que se iría desplazando al digital, al mismo tiempo que se iniciaría una vertiginosa carrera por lograr la obtención instantánea de la información, la inmediatez en la observación de la conducta del “enemigo” y la formación de este nuevo espacio que, al carecer de masa, era capaz de funcionar en ‘tiempo Real’. Es en estos días que comenzaba a generarse la más asombrosa licuefacción del tiempo que se haya visto en la humanidad, logrando por primera vez en la historia que el índice de intervalo de tiempo entre un punto de partida y uno de llegada fuera casi o igual a 0. De esta manera, el tiempo comenzaba a diluirse, disgregarse, aniquilarse, hasta devenir de un tiempo simbólico a uno Real.


Ahora, si tenemos en cuenta que el tiempo es aquello que separa al impulso del acto – a lo cual también se le llama razón - vemos que al intentar acortar ese espacio y llevar a 0 esa separación que el tiempo es en sí mismo, esa división entre el punto de partida y el de llegada, evitamos el proceso necesario que el razonamiento mismo constituye en su esencia. Justamente en eso consiste el tiempo real, en que el tiempo deje de ser simbólico y el acto – la acción humana - sea algo precisamente instantáneo sin mediación alguna del tiempo y la razón.


Los primeros ordenadores se crearon durante este período con el objetivo de diseñar estrategias y cálculos militares que permitieran espiar al enemigo y obtener la información necesaria del mismo para poder anticipársele estratégicamente. Recordemos que durante la guerra fría fue que se creó la CIA como otras múltiples agencias y servicios estatales de inteligencia que fueron parte de un boom del espionaje. Como es de esperar, sucede también que en este mismo período se desata un gran “terror generalizado” en la población producto del hecho de tener que vivir bajo la constante amenaza de la bomba nuclear, una bomba que como bien se sabía, era capaz de destruirlo todo en un instante.

Así fue como durante la guerra fría se llegaron a crear en los Estados Unidos innumerables bunkers y refugios subterráneos con el fin de “proteger” a la población de un inminente ataque nuclear y, siendo que el Gobierno no daba abasto en la ardua tarea de construir suficientes refugios para toda la población, los mismos ciudadanos se encomendaron durante largos años a la construcción de refugios subterráneos debajo de sus propios hogares que permitieran hacerle frente a un inminente ataque nuclear. En las escuelas, los niños hacían simulacros por si sucedía uno de estos ataques, mientras que en los hogares sus padres cavaban el suelo del baño para construir los escondites y sus madres conservaban alimentos por si tuvieran que pasar un buen tiempo resguardados de los efectos radiactivos de una bomba nuclear. Tal era el clima de tensión y alarma de esos años y ese contexto y no debemos olvidar que en este estado de terror crecieron toda una generación de hombres y mujeres, hijos de dos guerras mundiales.

Ante esta desmesurada paranoia colectiva, como no podría ser de otra manera, el espionaje pasó a ser una de las actividades más demandadas de la época, un oficio que consistía en proporcionar información anticipada, o en tiempo real, de los hechos que ocurrían en un determinado territorio. Al mismo tiempo surgiría también el llamado ‘contraespionaje’, con la intención de mal-informar al rival para llevarlo a idear estrategias fallidas. Ambos bloques, el occidental y el oriental, disponían ya para esos años sus propias agencias de inteligencia, la CIA y la KGB, la cual nace también en 1956. La información comienza a tener cada vez más valor y a ser cada vez más demandada.


La revolución digital es un proceso de elaboración de tecnología analógica, mecánica y electrónica mediante el uso de computadoras digitales que se encargan de comunicar dicha información y procesar los datos que estas arrojan en un tiempo cada vez más rápido. Por tanto, la Revolución digital amplía por completo los límites y el alcance de la nueva era de la información, teniendo como punto central la producción de masas y el uso de circuitos lógicos digitales y otras tecnologías derivadas como el mismo internet. Es en 1956 dentro de este mismo engranaje, cuando nacería el concepto de Inteligencia artificial (IA), una “dirección de ciencia moderna” que busca– hasta día de hoy- que las máquinas dispongan de un sistema analítico que les permita pensar racionalmente como un humano y llevar a cabo sus las tareas propias del mismo.


En la actualidad, vivimos en un mundo que cada vez precisa de más máquinas para todas las labores, incluso las más sencillas y cotidianas. Tenemos cepillos de dientes “inteligentes” así como robots que limpian nuestra casa, y la ventaja de ésta maquinización y mecanización de la vida es que se generan, como hemos dicho, muchos menos fallos, pues como dijimos, las máquinas no cometen tantos errores como el humano por no estar sometidas a dobles voluntades ni a ciertas contradicciones producto de ese atributo tan peligroso que es el lenguaje y la razón, la cual se basa en la contradicción y la alternancia. Las máquinas no están divididas, no están ‘castradas’ por el tiempo simbólico ni atravesadas por la muerte, por eso en todas ellas los procedimientos pueden ser instantáneos, los resultados exactos, precisos, y al menos aparentemente, más perfectos. En términos lacanianos podríamos decir que en el mundo de las máquinas y los ordenadores ‘la relación sexual existe’ ya que todo funciona como un engranaje que no deja nunca margen para errores, malentendidos ni angustias.


Hoy nos conducimos, y cada vez más, a la velocidad del click - que por cierto es lo más parecido que conocemos a la velocidad de la luz - por lo que no podemos no recordar a ese gran genio que fue Albert Einstein y su influencia en nuestra sociedad global contemporánea. Fue el propio Einstein quién, años antes de que comenzara la revolución digital, hizo ver al mundo que la energía y la masa eran equivalentes, planteando así las bases de la cosmología moderna y cambiando los conceptos que hasta entonces teníamos de la relación entre la luz y la materia, el tiempo y el espacio. El gran físico del siglo XX logró hacernos ver que cuando un cuerpo –masa- se mueve muy rápido – es decir, con energía - se produce un puente de unión entre la masa y la energía. Pues ese puente de unión es el movimiento mismo, esa entidad que hace que la cosa cambie de forma en el espacio. En su famosa fórmula E=mc2, Einstein demostraba que la energía de un cuerpo era equivalente a su masa multiplicada por la velocidad de la luz, es decir por el máximo movimiento de la misma conduciéndose a través del espacio, ésta a su vez multiplicada al cuadrado, es decir, repitiéndose a sí misma una y otra vez con insistencia.


Ahora, si esta fórmula fue la que en gran parte determinó el final del siglo XX y sentó las bases del porvenir de nuestro nuevo milenio, bien valdría la pena preguntarnos qué significación tiene a nivel filosófico, social y subjetivo y cuáles fueron los efectos de ésta en nuestra sociedad líquida.


Una característica importante de la masa de los cuerpos es que ésta se mide teniendo en cuenta la inercia, a saber, la resistencia del mismo cuerpo a modificar su estado ante el movimiento que ejerce otra fuerza sobre éste. La inercia es un concepto fundamental ya que es la propiedad que los cuerpos tienen de permanecer en su estado de reposo relativo o movimiento relativo, es una resistencia que ejerce la misma materia ante la posibilidad de la modificación de su estado a través del movimiento, es decir, del paso del tiempo. Sabemos que en la naturaleza de todo lo vivo no existe un estado de reposo absoluto o Nirvana, dado que los cuerpos con su masa, y por tanto su energía, están constantemente ejerciendo acciones e influyendo sobre otros, interactuando entre sí, dando como resultado un conjunto de fuerzas que constantemente se superponen y curvan el espacio-tiempo.

La inercia se define como la resistencia que oponen los cuerpos ante la aceleración o desaceleración, es decir, ante el movimiento, tal y como si la materia – esa que es siempre la misma - se defendiera ante las transformaciones que trae consigo el movimiento, y por tanto, la dimensión temporal. Buenos ejemplos de inercia los podemos hallar en nuestra propia vida cotidiana, en esos actos que tendemos a repetir como si estuviésemos siendo arrastrados por una misteriosa fuerza inercial que nos lleva a repetir y a volver a pasar siempre por el mismo lugar. Es un concepto similar a lo que en psicoanálisis llamaríamos goce, una fuerza enigmática que hace que ciertos actos tiendan a repetirse en el tiempo cual si estuvieran fijados o programados para repetirse a modo de eterno retorno de lo mismo. Pero no olvidemos una cosa, tal y como la física indica, una fuerza que se opone no puede hacerlo sino respecto a otra fuerza, otra fuerza que introduce cortes o cambios en ese continuo de repetición inercial y que marca por tanto una separación, una división de la cosa en sí misma, y eso es justamente lo que hace el tiempo. Si tenemos en cuenta que, como bien dijo Andrés Borregales, “el tiempo nace en el lenguaje”, podemos evocar que es justamente el hecho de estar provisto de lenguaje lo que hace que el humano sea un ser dividido siempre entre la naturaleza que lo habita y la “artificialidad” a la que está destinado por ser un hablante, ésta última tenida en cuenta en su etimología, a saber, “resultado de hacer arte”, de crear e inventar, de hacer.


El tiempo mismo se podría definir como aquello que separa, que divide una cosa de sí misma, siendo una variable que permite determinar la posición de un elemento en el espacio y su velocidad, es decir la distancia – en un espacio – dividida por el tiempo en que se recorre: V=D/T. El tiempo es movimiento, una sucesión que transcurre a una cierta velocidad, lo mismo que la palabra para la psique humana, la cual actúa como Ley que se inscribe en el psiquismo y que adviene, como toda Ley, a marcar una oposición, una alternancia, una división de una cosa de sí misma que a su vez permite que la cosa fluya, como el río.

Por tanto, mientras el espacio es una banda extensible – una banda ancha – que alberga en sí la característica de la simultaneidad, el tiempo - y la palabra - representan los cortes de esa extensión, de ese continuo y es esta dimensión la que va introduciendo la posibilidad de un orden lógico en el que una cosa – o mejor dicho, un hecho - se sucede con otro formando de esta manera un “horizonte de sucesos”. Einstein nos diría que el tiempo mismo es una abstracción a la cual llegamos por la variación misma de las cosas, estando todas ellas al mismo tiempo vinculadas entré si en una sucesión de causas y efectos.

El gran físico que durante la segunda guerra mundial envió a Freud la famosa carta “¿Por qué la guerra?” para expresar su incomprensión e impotencia respecto a la misma, fue quién demostró, a través de las más brillantes fórmulas matemáticas, que el tiempo no podía aparecer aislado de la mente ni acompañado por un objeto inmutable, sino que más bien, éste se presenta mediante una sucesión perceptible de objetos mudables.

Tanto el tiempo como el espacio, que funcionan constantemente interactuando como partes de una misma mecánica, son algo relativo y dependen siempre del observador - en términos de Einstein - o del sujeto, en términos más psicoanalíticos y su posición en el espacio. Lo que nos interesa es que el tiempo es un concepto vinculado a la posición del observador del evento y su estado en movimiento, el tiempo por tanto depende siempre del sistema de referencia del observador y por esto mismo es que no existe un tiempo único absoluto, pues cada quién mide su tiempo en función de su lugar en el mundo, es decir, en función del espacio que ocupa. Existe un “tiempo propio”, a diferencia del antiguo supuesto que planteaba la mecánica clásica en la que sólo existía el tiempo absoluto y universal para todos los observadores, sin tener en cuenta esa otra dimensión asociada, el espacio, el punto de referencia.


Entonces ¿Qué relación encontramos con estas teorizaciones acerca del tiempo y nuestra sociedad moderna? Que el Internet, creado como dijimos con fines militares para obtener información en tiempo real justamente posibilita la aniquilación misma del tiempo, de esa separación entre una causa y su efecto, ya que el llamado “tiempo real” impide esa división propia entre un suceso y otro, obstaculizando por completo este corte, que no olvidemos, es la fuerza que contrarresta a la otra fuerza, la de la inercia, la de la pulsión, en la cual todo es casi instintivo, instantáneo.


Hemos comparado anteriormente la invención del Internet con la del fuego, pues así como con el fuego hemos sido capaces de hacer cosas poéticas, maravillosas y vitales como el arte de cocinar, también fuimos capaces de crear armamento militar destinado a la destrucción total de millones de almas como a la devastación de invaluables patrimonios culturales humanos como los que actualmente han acontecido en Siria, cuna del alfabeto cuneiforme, del cual se desprende nuestro propio alfabeto y prácticamente todos los existentes, asunto más que significativo en nuestros días. Por tanto, el porvenir, tanto de nuestra vida íntima como de nuestra sociedad, estará condicionado al uso que hagamos de estas dos herramientas, el internet y el fuego, y la clave no será nunca evitar hacer uso de las mismas sino más bien aprender a hacer uso de las mismas sabiendo pasar de ellas.


Ahora bien ¿Alguien hoy en día podría creer que el boom del espionaje acabó aquellos días con la caída del muro de Berlín? Es decir ¿Podríamos realmente sostener que hoy no quedan vestigios de esos años de simulaciones, espías, amenazas, infiltrados y sobre todo de ese ‘estado de terror’ en el que la población vivió durante algunas décadas? Es importante en este punto destacar que a la Guerra Fría le sucedió inmediatamente el terrorismo global, fenómeno que inaugura nuestro milenio a partir del atentado que todos recordamos del 11 de setiembre del 2001. A través de esta nueva forma de “combate” continuaría una suerte de batalla entre oriente y occidente que luego se esparciría a lo ancho del globo y a lo largo de lo que llevamos de milenio.


Al respecto del terrorismo moderno, como fenómeno, tal y como la misma palabra lo indica tiene como función la propagación de la confusión, la alarma y el terror en la sociedad. ¿Y esto a qué se podría deber? Pues sencillamente a que una sociedad asustada es una sociedad más fácilmente manipulable, “vigilable” y controlable. El miedo es el mejor amigo del poder, siendo de hecho su reverso, ya que cuando un individuo se ve asaltado por el miedo lo primero que experimenta es la sensación de parálisis e indefensión ante el peligro, lo cual conlleva a que aumente exponencialmente la necesidad de encontrar alguna figura protectora que le socorra. La voluntad de poder se sirve del miedo y su objetivo en nuestros tiempos siempre es vigilar y controlar, no sólo el cuerpo, sino lo que éste hace, a saber, la conducta.


¿Cómo no sería lógico entonces - ante estas constantes amenazas que sembraban el terror, sumado a la creciente inseguridad de todas las grandes urbes occidentales modernas producto de la exagerada desigualdad en la distribución de la riqueza – tomar la decisión de colocar en todos los centros neurálgicos de cada ciudad cientos de cámaras de vigilancia como de desarrollar infraestructuras de seguridad cada vez más “inteligentes”? Aquella horrorosa sensación de terror ante la posibilidad de ser atacado por el ‘enemigo’ que se respiró durante aquél largo período que fue la Guerra Fría y la carrera atómica, se ha desplazado a nuestros días a la vida diaria de toda núcleo urbano ya que como dijo Bauman las ciudades en nuestro mundo líquido han devenido en “los basureros de los problemas engendrados globalmente”. Hoy en día vemos que el principio de inocencia se ha invertido: “hoy se es culpable hasta que se demuestre lo contrario” y por tanto, como afirma el sociólogo “el mundo actual pareciera conspirar contra la confianza”. Hoy, cualquiera puede ser un terrorista, de manera tal que nos hemos acostumbrado a vivir en un perenne estado de alarma.


Con la intención de estar más protegidos y más seguros, nuestras ciudades están desde hace veinte años cada vez más llenas de cámara-ojos por todas partes que supuestamente “velan” por nuestra integridad, sin embargo, bien valdría la pena preguntarnos ¿Ha mejorado desde la aplicación de este método Benthamiano nuestra seguridad en las grandes urbes en las últimas dos décadas? ¿Estamos en verdad hoy, en estas supuestas ciudades modernas e “inteligentes” más protegidos y seguros que hace 20 años atrás?

En las Smart cities la vigilancia es el nuevo pan nuestro de cada día, sin embargo las estadísticas parecieran indicar que la seguridad más bien en todas ellas no ha cesado sino de agravarse. Según el índice global de victimización que se llevó a cabo a través de la encuesta de victimización del ayuntamiento de Barcelona, la década de los 90 fue aquella en la que los ciudadanos se sentían más seguros y hoy en día la percepción general es que la seguridad no hace sino empeorar desde entonces. Lo mismo se aplica en la gran mayoría de ciudades europeas y latinoamericanas, al punto de que estas últimas requerirían de un análisis puntualizado y exhaustivo ya que es donde se puede ver con perfecta claridad este tipo moderno de ciudades valladas, amuralladas y vigiladas - el fenómeno de los barrios privados - que no contribuyen a la solución de una problemática sino a la segregación y a la exclusión entre los mismos integrantes del pueblo latinoamericano.


¿Y cómo no pensar que esto podría guardar alguna relación con el desmoronamiento de la autoridad y las instituciones que se encargaban de impartirla? Teniendo este dato en cuenta, recordemos que a finales de los 70, uno de los grandes filósofos del siglo XX, Michel Foucault, nos señalaba que las disciplinas estaban cediendo paulatina y sigilosamente su lugar a unas nuevas formas de poder y como efecto, las mismas instituciones disciplinarias – desde la familia hasta la escuela, pasando por el hospital y la prisión– estaban desde hacía años demostrando sus grietas y fracturas estructurales, amenazando con su inminente desmoronamiento.


En su maravilloso escrito ¿Qué es la autoridad?, Hanna Arendt manifiesta que más valdría la pena preguntarse por qué fue la autoridad y no que es, siendo que ésta ya se había desintegrado casi por completo en el mundo moderno. La crisis de la autoridad, cada vez más amplia y honda, como nos señalaba la pensadora política del siglo XX, es también la crisis de las instituciones modernas. Con respecto a la institución escolar, Arendt nos recordaba “El hecho de que incluso esta autoridad prepolítica que regía las relaciones entre adultos y niños, profesores y alumnos, ya no sea firme significa que todas las metáforas y modelos antiguamente aceptados de las relaciones autoritarias han perdido su carácter admisible”.


Entonces, si las instituciones que se encargaban de “disciplinar” la conducta humana de las próximas generaciones se han difuminado al caer los grandes ideales de occidente ¿Cómo funciona hoy el aparato del poder en una sociedad global en la que los gobiernos están cada vez más aliados a las grandes corporaciones y en la que los miembros de la polis pasan a ser tenidos en cuenta sólo en tanto que consumidores de productos y servicios?


Las grandes corporaciones ejercen una fuerza gravitacional desmesurada sobre los gobiernos, a tal punto que éstos últimos orbitan desde hace algún tiempo a su alrededor tal y como lo hace la Tierra con el Sol. De hecho, Estado y Corporación en este moderno mundo líquido cada día son más una y la misma cosa, pues el Estado ha pasado de dedicarse a los asuntos públicos a ser casi una compañía que busca extraer un rédito, un beneficio de sus integrantes, ya no ciudadanos , ni miembros activos de la polis, sino consumidores.


“Las sociedades disciplinarias eran entonces lo que ya no éramos, eran lo que dejábamos de ser*”, expresaba Deleuze al advertirnos sobre cómo en las sociedades de control la empresa reemplazaba a la fábrica, a la escuela, al hospital e incluso a la Iglesia. Esto es posible ya que las empresas en nuestros días funcionan exactamente con las mismas bases religiosas que cualquier otra institución, es decir, instituyendo al hombre en una práctica, en un hacer, y por eso es que funcionan y que pueden reemplazarlas a todas.

La vigilancia en la era del control ya no se ejerce, como es natural, a través de las agonizantes instituciones sino a través de las nuevas tecnologías, puestas al servicio de la sociedad de consumo de masas. Las tecnologías electrónicas guardan una estrecha relación con el fenómeno de la vigilancia permanente siendo la herramienta que permite controlar el movimiento de los cuerpos y lo que éstos hacen, sus actos, su conducta. De hecho, si buscamos la etimología de “Cibernetike” veremos que significa “arte de gobernar a los hombres”.


El problema que comenzamos a tener a día de hoy es que Las máquinas, artificios puestos al servicio del consumo masivo, ya no son tan utilizadas por el hombre como el hombre es utilizado por las mismas máquinas, y cada vez más. Los efectos de este fenómeno los vemos en nuestra vida diaria, en la cual dependemos de dispositivos que nos hagan saber nuestra posición en el espacio y a orientarnos en el mismo, que nos ayuden a despertarnos y a organizar nuestras agendas y actividades, logrando de esta manera, que los sujetos vayan maquinizándose paulatinamente hasta perder toda la espontaneidad que les es propia en función de su condición de humanos y volviéndose por tanto lo que no son, algo mecánico y repetitivo, predecible y controlable.


Este es un fenómeno que nace también durante la Guerra Fría y del que Hanna Arendt nos hablaba ya el siglo pasado en su libro “La condición humana”: “Desde hace algún tiempo, los esfuerzos de numerosos científicos se están encaminando a producir vida también artificial, a cortar el último lazo que sitúa al hombre entre los hijos de la naturaleza”.

Hoy, que todos llevamos un GPS y un cuentapasos en nuestros bolsillos, una cámara-ojo en las manos, un localizador en el coche y en la cartera ¿Cómo podría extrañarnos que algunos se refirieran a la nuestra como una sociedad paranoica?


La desmesurada exposición de la sociedad contemporánea producto de la disolución de la privacidad y la intimidad, ha conseguido menoscabar con la esfera del homo privatus y hoy estamos constantemente cediendo nuestros datos y derechos de privacidad hasta para leer el periódico por la mañana a compañías que pretenden elaborar psicoperfiles para que sus ventas sean más directas y eficaces.


Vemos por tanto que actualmente, en nuestra desaforada lucha por la ganancia y el “plus” de goce, estamos paradójicamente cediendo nuestra información personal, nuestra privacidad, nuestro dinero, nuestro tiempo y también y por sobre todas las cosas, nuestra inteligencia, a las máquinas.


Hoy tenemos ciudades cada vez más “inteligentes”, teléfonos más inteligentes, televisores más inteligentes, cafeteras inteligentes, cepillos de dientes inteligentes, cámaras inteligentes ¡Somos la sociedad de la inteligencia artificial! Pero eso sí, sólo artificial, porque nosotros, humanos, nos estamos volviendo cada vez más estúpidos.

Y por cierto, cada vez más fácilmente manipulables.



Nuestras Smart cities: ¿El sueño de Bentham?


El padre del Utilitarismo, Jeremy Bentham, a finales del siglo XVIII soñaba con una construcción arquitectónica que imaginaba como una gran colmena en la que absolutamente todas las celdillas pudieran verse desde un sólo punto de vista central. Su gran ilusión era lograr que todos los puntos de la colmena pudieran ser vistos desde un único punto del espacio, lo que sería equivalente a decir que el objetivo mismo era conseguir que una sola mirada fuese capaz de mirarlas a todas.


Veamos lo que el propio Bentham expresaba en relación al invento arquitectónico que luego daría forma a todas las instituciones disciplinarias modernas que conocemos, tal y como nos logra hacer ver Foucault en su estudio sobre el panóptico:


“Si se hallara un medio de hacerse dueño de todo lo que puede suceder a un cierto número de hombres, de disponer todo lo que les rodea, de producir en ellos la impresión que se quiere producir, asegurarse de sus acciones, sus conexiones, y de todas las circunstancias de su vida, de manera que nada pudiera ignorarse, ni contrariar el efecto deseado, no se puede dudar que un instrumento de esta especie, sería un instrumento muy enérgico y muy útil que las gobiernos podrían aplicar a diferentes objetos de la mayor importancia”


No deberíamos dejar de tener en cuenta que Bentham era además de filósofo, jurista y discípulo reconocido de Adam Smith y David Ricardo, padres de la economía moderna. Esto no debería extrañarnos, siendo que tanto el capitalismo como el utilitarismo confluyen en la idea de que las mejores acciones humanas son aquellas que producen más felicidad y mayor bienestar, al mismo tiempo que maximizan, por supuesto, la “utilidad”. Bien valdría hacer un análisis profundo de estos dos conceptos “felicidad y bienestar” que, tanto el utilitarismo como el sistema capitalista, adoptan y pretenden llevar a la práctica sin preguntarse demasiado por lo que son o significan. De momento sigamos con el sistema carcelario perfecto que ideó Bentham para vigilar y controlar la conducta de los presos y de este modo prevenir el mal y la injusticia.


El panóptico es un edificio redondo, repleto de ventanas enrejadas y celdas solitarias que pueden ser vistas desde una torre que yace en el centro del círculo. La idea de esta torre no era solamente que el guardián pudiese verlo todo desde un solo punto del espacio - sin moverse mucho y sin necesidad de tener una presencia demasiado amenazante - sino además la de confundir la mirada, en el sentido de que, dentro del panóptico, uno nunca podría realmente saber cuándo estaba siendo mirado o no. El objetivo principal de esta construcción era que uno sintiera que estaba siendo mirado todo el tiempo por una mirada omnipotente y omnipresente y que se lograra de este modo, sin necesidad de la presencia física de ningún guardián, modificar apropiadamente – en función de la norma – la propia conducta. Sabemos por el mismo Bentham que, si bien esta joya arquitectónica había sido pensaba expresamente para construir prisiones, también se concibió desde el inicio de gran utilidad para la construcción de escuelas, manicomios, hospitales, fabricas, y toda institución que tuviese como finalidad la observación y regulación de la conducta humana.


De esta manera, las instituciones se convierten poco a poco en una suerte de teatro moral, cuyas representaciones inscriben el terror ante la “mala conducta” y el delito. Dentro del panóptico, cada persona puede ser al mismo tiempo un vigilante, y por qué no, un criminal, lo cual es igual a decir que allí todos son sospechosos y la confianza brilla precisamente por su ausencia.

Tal y como nos recuerda Bauman en “Amor líquido”, la nuestra es la sociedad del “no confíes en nadie” y la vigilancia y el control se proponen como los paliativos ante una problemática en la que no se quiere indagar. “Al encontrarse con un desconocido, se requiere en primer lugar vigilancia, en segundo lugar vigilancia, en tercer lugar vigilancia” expresaba el gran pensador de nuestro tiempo.


El sueño y la ilusión de Bentham radicaba fundamentalmente en que todo individuo que viviese dentro del panóptico lo hiciese estando constantemente atemorizado, en una suerte de perenne estado de alarma ante la posibilidad de estar siendo mirado, con el objetivo de que de este modo el individuo mismo lograse regular y controlar su propia conducta, adoptando la función de “guardián de sí mismo”.


¿No nos suena esta idea filosófico - arquitectónica algo familiar? ¿Acaso no vivimos hoy en día en nuestras ciudades siendo mirados desde todos los ángulos por cámaras-ojo que forman parte de cada rincón de nuestras Smart cities? ¿No se han convertido en las últimas dos décadas nuestros núcleos urbanos en un plató semejante al de la Casa del Gran hermano donde en cada esquina hay cámaras que nos miran con el pretexto de que vigilan y protegen a los ciudadanos?


Michael Foucault en “Vigilar y castigar” nos decía que el fin último de este sistema arquitectónico y óptico consistía en inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantizara el funcionamiento automático del poder, siendo lo esencial de este tipo de control panóptico que el individuo se sepa vigilado y viva bajo la sensación de estar constantemente siendo mirado. El panóptico, como nos dice el filósofo, es una máquina que sirve para disociar la pareja ver-ser visto, ya que, o bien se ve todo sin ser mirado o bien se es mirado por una mirada absoluta sin que se la vea. Vemos entonces esta íntima relación entre poder y mirada y aprovecharemos para recordar que sobre todo ésta última guarda una estrechísima relación con la pulsión, por lo que podemos evocar que el poder mismo tiene un carácter pulsional, es decir, sexual. La mirada, como hemos visto, se relaciona directamente con el goce y el goce con el poder. Se goza mirando y siendo mirado, como también se goza dominando y siendo dominado. Ambos son los polos de la pulsión y conllevan a equivalentes resultados.


Como bien dijo Foucault, Ciudad apestada, establecimiento panóptico*. El mismo apartado en el que aborda la cuestión del invento de Bentham comienza haciendo mención de las medidas adoptadas a finales del siglo XVIII en el momento en que se presentaba la peste en las ciudades. En este apartado queda constatado como el miedo es el combustible del poder, el motor que le da su fuerza y entereza, quien hace al poder ser lo que es ya que le brinda su consistencia.


Esta relación miedo – poder, no sólo la encontramos en el dúo “gobernantes y gobernados” sino también en el núcleo de toda vida social, a saber, la familia. Las primeras relaciones de dominación no son políticas, sino familiares, y no se desarrollan primero en el espacio público, sino dentro de la misma casa, con esos primeros otros que constituyen esta célula madre de nuestra sociedad occidental. “El poder está presente en los más finos mecanismos del intercambio social” nos recordaba con astucia Roland Barthes en su lección inaugural en el College de France del año 1977.


Por este mismo motivo es que Freud en su gran escrito sobre “Lo siniestro”, nos relata a través de una prosa magnánima el famoso cuento de 1817 de Ernest Theodor Amadeus Hoffman,“El hombre de Arena”, un cuento que devino en leyenda popular y se le solía contar a los niños de su época para que sintieran miedo y por defecto, se durmieran más rápido. El Hombre de Arena sería el equivalente al Viejo de la bolsa u Hombre del saco del folclore infantil hispanoamericano pero con la particularidad de que éste maléfico personaje – he aquí lo oportuno de esta historia - no se llevaba a los niños en su bolsa sino que se conformaba con arrancarles los ojos y luego dárselos de comer a unos maléficos pájaros de pico engarfiado. Es interesante porque a través de esta leyenda infantil Freud nos hace ver al menos dos cosas que no deberían menoscabar nuestra atención: Por un lado la estrechísima relación entre la mirada y la angustia de castración, pues para el niño perder los ojos no sólo equivale a perder la vista – órgano a través del cual, como hemos dicho, se goza - sino que también equivaldría a perder la mirada del otro y por tanto – en la representación de la criatura – a dejar de existir para esos otros por los cuales quiere ser constantemente mirado, obteniendo a través de esas miradas el amor y el reconocimiento que precisa para ser y crecer. Freud al respecto nos dice que “el sentimiento de lo siniestro es inherente a la figura del arenero, es decir, a la idea de ser privado de los ojos”.


Por otra parte, esta misma leyenda nos permite recordar cómo la creación de estas figuras espeluznantes eran utilizadas con los niños por sus propios padres para despertar en ellos el miedo y lograr ejercer una acción que de otra manera no podían ejercer, como por ejemplo la de hacerlo dormir o que volviera a casa temprano. Vemos así cómo través del miedo, se conseguía dominar al niño, y por eso este método era más que habitual hasta no hace mucho tiempo atrás en la crianza.


En “Lo siniestro”, Freud nos conduce a ver cómo las primeras angustias son despertadas a través de lo que al niño le es precisamente más familiar, aquello más primordial que por causa de la represión ha devenido reprimido y, poco después, vuelve a asomarse como si lo hiciera silenciosamente desde las sombras. Lo siniestro tiene que ver con haber gozado de un objeto que luego más tarde deviene prohibido, siendo el mejor ejemplo de esto el mito trágico por excelencia de la antigua Grecia, el de Edipo, quién acaba justamente arrancándose los ojos luego de saber que había asesinado a su padre y elegido como objeto de amor a su madre.


Vemos en nuestros días cómo la situación de pandemia ejemplifica perfectamente esta relación entre miedo y poder que comentamos, ya que ante la incertidumbre y el pánico social, el poder comienza a ejercerse por completo como un eclipse que acaba tapando todo el sol: en las noticias nos enteramos a qué hora se puede salir a hacer ejercicio, tomar el sol, hacer uso del espacio público, ver a la familia, etc. Esto sucede porque el miedo refuerza la consistencia del otro “protector” y al mismo tiempo nos vuelve ciertamente más sumisos ante ella. Esto nos revela que muchas veces, incluso siendo ya adultos, aún somos ese niño asustado debajo de la sábana que teme - ya sea por el viejo de la bolsa, el hombre de arena o la oscuridad - perder la mirada del otro. Edipo no encontró peor castigo para sí mismo que justamente el de arrancarse los ojos.


Como hemos visto, durante la pandemia, cada día nos despertamos con el parte de fallecimientos del día anterior, los medios de comunicación exhiben las estadísticas y las cifras de los nuevos contagiados, para luego “informar” las nuevas medidas que se han tomado desde las autoridades basadas en la palabra de los “expertos”, medidas que por cierto determinarán el porvenir de la vida social, psicológica, laboral, económica y muchas veces hasta sexual de toda una población. La ciudad apestada, violentamente penetrada por la jerarquía, la vigilancia y la inspección, es la utopía – nos dice Foucault – de la ciudad perfectamente gobernada. “Para ver funcionar las disciplinas perfectas, los gobernantes soñaban con el estado de peste”, bien podríamos decir hoy, con este constante estado de alarma, que se ha intensificado con esta pandemia pero que en verdad surge con la llegada misma del Mundo moderno, el cual nace, siguiendo a Hanna Arendt, “con las primeras explosiones atómicas*.


¿No vivimos acaso hoy en un creciente estado de <Inseguridad generalizada>, un estado de alarma en donde el miedo es el protagonista de este reality en que ha devenido nuestra vida cotidiana? El ismo del terror es una de las características más predominantes del siglo XXI, el cual como dijimos se inaugura con el “ataque terrorista” que tiró abajo, de forma instantánea, uno de los grandes símbolos del Mundo moderno y por tanto de la sociedad contemporánea: Las torres gemelas. Dijimos antes que el miedo era el motor que ponía en marcha esa compleja maquinaria que es el poder, pues pensemos por un instante en el pequeño niño asustado por el Hombre de Arena ¿Qué hace cuando de repente algo ha conseguido asustarlo? Busca inmediatamente a sus padres o algún otro protector que lo asista y sirva como garantía.


El ismo del terror tiene como intención, tal y como su nombre mismo lo indica, generar terror en la población y esto tiene una razón de ser y es que la gente asustada es, como hemos dicho, más propensa a la sumisión.


En relación al dúo miedo - control, Bauman en su escrito sobre “Terrorismo y religión” dejó constancia de que en nuestra modernidad los llamados “terroristas” y sus víctimas compartían mismo lugar de residencia, lo cual daba pie a las “fortalezas asediadas en las que se están convirtiendo las ciudades multiétnicas y multiculturales” logrando que cada parte contribuya instaurando el miedo, el odio y cientos de prejuicios en la otra, acabando de esta forma encerradas en una moderna y líquida danza macabra que no hace sino fomentar el fantasma del asedio.


En palabras del propio Zygmund Bauman:


“La cultura del control colonizará más áreas de la vida, con o sin nuestro permiso, debido al deseo comprensible de seguridad combinado con los efectos de la adopción de un cierto tipo de sistemas de vigilancia. Los habitantes de los espacios urbanos, ciudadanos, trabajadores y consumidores – gente sin ningún tipo de ambición terrorista – verán como sus opciones de vida quedan cada vez más limitadas por las categorías a las que pertenecen. Es una historia vieja con ropa nueva de alta tecnología”


Dado que la adultez no es sino la continuación de la infancia, muchas veces cuando tenemos miedo, todos volvemos a ser ese pequeño niño aterrorizado ante la amenaza del Hombre de Arena y a veces - más en un mundo como en el que vivimos hoy - todos volvemos a tener miedo de que nos saquen los ojos. Curiosa frase si tenemos en cuenta que, al menos en Argentina, la expresión “le sacaron los ojos” equivaldría a decir que le han estafado o que hay un abuso en la relación precio/valor de un producto o servicio que hemos adquirido.


Hoy, sabemos que estamos siendo constantemente vigilados, de hecho nos exponemos voluntariamente a ello, lo consentimos a cada momento, porque de esta forma nos sentimos más protegidos y seguros pero el problema radica en que muchas veces caemos en la trampa de creer que mientras más poderoso sea ese otro que supuestamente nos protege o mientras más cámaras- ojos se coloquen en las calles hasta que consigan “observarlo todo”, más seguros estaremos, pero la historia y la estadística – que a veces para algo sirve - nos demuestra que esto no necesariamente estaría resultando ser de esta manera, siendo que en los últimos 20 años, como dijimos, los ataques terroristas no han hecho sino aumentar conforme han aumentado también las cifras de inseguridad en las grandes urbes, la desigualdad de la riqueza, las guerras en los países que aún tienen reservas de petróleo, el narcotráfico, la trata de personas y así podríamos continuar. En este respecto deberíamos ir con más cuidado pues podría sucedernos que ese “padre poderoso” del que esperamos ayuda y protección sea en verdad un “padre devorador”, como Saturno que devoraba a sus hijos, o un padre tenebroso, que insufla terror a sus hijos para dominarlos más eficientemente y ponerlos dormir.


“El panoptismo es capaz de reformar la moral, preservar la salud, revigorizar la industria” Esta gran máquina de ver en la que han devenido hoy nuestras “smarts cities” es lo más parecido a un enorme plató donde la sociedad entera se exhibe a sí misma como un espectáculo hecho para ser mostrado ante una mirada soberana que está en todas partes - aunque seguro finalmente en ninguna-, una mirada que es como el ojo electrónico de Dios, mirada omnipotente y protectora a la que aún no hemos renunciado, pese a decir, y sólo decir, que Dios ha muerto. Quizás Dios murió, quizás es cierto que lo matamos, pero entonces si algo podemos tener por seguro es que nos quedamos con sus ojos.

Quizás sea nuestro temor al otro, a lo extraño, a lo unhemlich, a ese gran desconocido que, en esta sociedad de la apariencia y el parecer, hemos devenido ante nosotros mismos, el que ha contribuido a que en la actualidad tengamos vigilada la atmósfera a través de drones minúsculos, el planeta por pequeños “satélites paloma”, capaces de tomar hasta dos fotografías por segundo desde el aire, cámaras de alta definición que vigilan cada esquina del espacio público, etc.


Desde que el terror-ismo invadió nuestras vidas en la inauguración de este nuevo milenio, estamos siendo filmados y grabados constantemente y desde todas partes por un ojo que nunca vemos pero que sabemos que siempre está allí, como el ojo de Dios, que todo lo ve desde las alturas y logra que uno regule su conducta en función de esa supuesta mirada. Las cámaras de vigilancia no son sino el reemplazo de los ojos del Señor, ojos que están en todo lugar, observando a los malos y a los buenos (Proverbios 15:3), ojos que observan los caminos del hombre ya que El ve todos sus pasos (Job 34:21)


Pero así como cuando creíamos que arriba en el cielo estaba Dios y en verdad luego supimos que allí más bien no había nada – recordemos la escena en la que Jesús en la cruz mira el cielo y pronuncia las significativas palabras Eli Eli lama sabactani – resulta que sucede ahora algo similar: Si todos nos hacemos ver y todos estamos siendo mirados constantemente, entonces ¿Quién nos mira? Si todos somos vigilados ¿Quién vigila? Si todos somos controlados ¿Quién controla?


La cuestión es que aquello que más terror genera dentro de nosotros es justamente la representación de una total ausencia de mirada, ya que dicha ausencia nos delataría que allí donde esperábamos encontrar alguien en verdad no hay nada. En este caso, nuevamente el mejor ejemplo es el que Freud nos da con el Hombre de Arena, pues al quitarle los ojos al niño le quita en realidad también posibilidad de verse siendo mirado, les arranca la mirada de ese otro que funciona como garantía de que está ahí. He aquí la estrechísima relación entre mirada y castración, advertida tanto por Freud como luego por Lacan. Estar “castrado” equivaldría aceptar que no hay una mirada que pueda verlo todo, que no existe ese otro que, como Dios, es garantía de protección y seguridad. No olvidemos que el Otro, con O mayúscula, es decir el gran otro completo, “Dios”, el Otro como lugar significante, es por excelencia aquél que me ve*. No por otra cosa Agar le puso por nombre <El Dios que me ve>, pues de decía: <Ahora he visto al que me ve> (Génesis 16:13).


Hoy creemos no ser religiosos pero, pese a no definirnos como tales, muchas veces no acabamos de aceptar que todavía no hemos renunciado a la “mirada de Dios”, del Padre, al hecho de que siempre una figura que nos representamos como “superior” o “protectora” nos esté viendo y cuidando, pues para evitar la falta total de esta garantía de un otro protector, seguimos buscando y creando una mirada paternal que esté “afuera” para garantizarnos y enseñarlos el camino que debemos andar. “Yo te haré saber y te enseñaré el camino en que debes andar; te aconsejaré con mis ojos puestos en ti.” Salmos 32:8

Pero ojo al piojo, no olvidemos que los ojos del Señor están sobre los que temen y sobre los que esperan su misericordia. Salmos 33:18


Hoy, tememos muchas veces que “nos saquen los ojos” pero sin embargo, nos exponemos públicamente a ello exponiendo a diario en las redes sociales fotos de nuestros viajes, hijos, reuniones familiares, etc. así como aceptamos sin pensarlo - ni leer detalladamente las políticas de privacidad de cada página web que visitamos – suministrar gran parte de nuestra información personal y privada a empresas que lo que buscan es generar de nosotros un perfil que luego será vendido a otras compañías y al mismo Estado. No olvidemos que al ceder nuestra información cedemos con ella gran parte nuestro poder, pues como la Guerra Fría nos enseñó, la información no es otra cosa que poder en su estado más puro.


Sabemos que en la actualidad se construyen dantescas minas de datos como resultado de esta concesión de información privada, minas construidas en base a nuestros datos personales que no por casualidad hoy han devenido en uno de los recursos más valioso del mundo. En mayo del 2017 The economist anunció que las acciones de Facebook y Twitter en la bolsa llegaban por primera vez en la historia a cotizar más que las petroleras. La situación es la siguiente: Los datos personales de una población hoy pueden valer más que un barril de petróleo.


Hoy, la identidad ha pasado a concebirse en función de la suma de ciertos datos que definen a un ser humano en tanto que consumidor y permiten la elaboración de un preciso psicoperfil – como bien ha indicado Byung Chul Han - susceptible de ser vendido a cualquier empresa que esté dispuesta a pagar por ello, o al Estado en caso de precisarlo para salirse con la suya en según qué ocasiones. No olvidemos que durante la Primavera Árabe las empresas de telefonía móvil y telecomunicaciones transaron con el Gobierno para bloquear la mensajería de la población a escasas horas de las movilizaciones organizadas para derrocar al régimen egipcio de Hosni Mubarak, lo mismo que sucedió en las movilizaciones de China, en las cuales el Estado fue quién ordenó cortar los servidores.

Y posiblemente no haga falta conducirse hasta Egipto o China, siendo que en esta misma cuarentena del año 2020 llegamos en algún momento a escuchar que el Estado podría comprar a las empresas las conversaciones de wasap para tener un conocimiento certero de la salud y los desplazamientos de los ciudadanos, al menos sabemos que existe la posibilidad de que algún día suceda. Pareciera ser, que el temor a que alguien “viole la Ley” puede justificar y cada vez más la vigilancia permanente, escudándose a través de la promesa de “prevención” y “protección”, tal y como ocurre actualmente en China en donde los nuevos “avances” tecnológicos son también utilizados para monitorear a los ciudadanos por medio de la Inteligencia Artificial y el reconocimiento facial.


No deberíamos subestimar el alcance de las nuevas tecnologías y del internet – podríamos estar jugando con fuego - y no deberíamos desestimar que éste último es también espacio, el nuevo espacio público y privado, y así como en calidad de miembros de la polis, solemos exigir y clamar por nuestros derechos de privacidad en el espacio que consideramos “real” y “geográfico” ahora deberíamos también extrapolarlo al espacio digital, en el cual estamos constantemente dejando nuestras huellas y permisos para la consiguiente elaboración de psicoperfiles de consumidor. Todo aquello que buscamos en las redes, al igual que sucede en las calles, habla de nosotros, de nuestros hábitos, de nuestras preferencias, de nuestros objetos predilectos, de nuestro goce, de nuestra conducta y esa información nos vuelve tan fácilmente predecibles como controlables.


Hoy, nuestros datos valen más que nuestra propia persona en tanto que sirven a la racionalidad líquida consumista moderna, pasando de este modo nosotros mismos, humanos, a adquirir la dignidad que por nuestra condición debería correspondernos sólo en tanto que consumidores. En la actualidad la dignidad se compra ya que sólo se obtiene en tanto que habiéndose convertido al credo de la compra y del consumo*.


La dignidad humana ha sido reemplazada por la dignidad del consumidor y casi sin darnos cuenta, esta fiebre consumista nos está llevando a agotar incluso las condiciones vivibles del espacio geográfico que habitamos, destruyéndolo con nuestros restos constantes y la desmedida contaminación que generan muchos hábitos de nuestra vida consumista y por supuesto no sólo hacemos desaparecer el espacio, sino también el tiempo, pues éste muere hoy en los brazos fríos de la instantaneidad.


Si algo está tan claro que no hace falta ser vidente para confirmarlo, es que de continuar con este estilo de vida acéfalo, la sociedad de consumo acabará consumiéndose a sí misma en lo que canta un gallo.


Del cuerpo a la máquina y del ser al consumer


Vivimos una época de “respuestas”, de ilusiones, de apariencias y certezas. Nuestro tiempo es el “tiempo de los expertos”, y a este respecto deberíamos tener mucho cuidado y estar sumamente atentos puesto que muchos son hoy en día los “curas y predicadores del evangelio” que han reemplazado la sotana por la bata blanca y la Biblia por los manuales de clasificación diagnóstic. Hoy, los nuevos profetas que ya no predican desde los altares de las iglesias sino desde los mismos laboratorios.


Estos predicadores de bata blanca infiltrados en la Ciencia, han logrado que hoy tengamos más respuestas que nunca antes en la historia, tantas respuestas que incluso hay más respuestas que preguntas y justamente el problema radica en ello, en que tengamos sólo las respuestas pero hayamos olvidado las preguntas. Hemos calumniado el arte mismo de preguntar, al punto de que hoy nadie quiere preguntas, sino que exigimos respuestas, respuestas inmediatas, eficaces, exactas, que no conlleven ningún riesgo y por supuesto, que nos digan precisamente aquello que queremos escuchar. Pues a esto en verdad se le llama “ilusiones”.


Las preguntas dividen, requieren de un esfuerzo, son un llamado al pensamiento - recodemos a Sócrates y Platón - en cambio las ilusiones enmiendan, “completan”, relajan, simulan, engañan. Hoy todos queremos ganar sin perder y esto sólo puede suceder en un mundo de ilusiones, es decir, de engaños, ya que nada se gana sin perder algo al mismo tiempo. Hoy, poco interesan las reflexiones, las investigaciones verdaderas y la curiosidad ya que sólo parecieran tener valor las cifras y los datos que nos brindan respuestas fehacientes, matemáticas, a través de las cuales hacemos interpretaciones a las que luego llamamos “verdades científicas”.


Por este motivo es que Hanna Arendt nos alertaba acerca de que las “verdades” del moderno mundo científico, si bien podían demostrarse a través de complejas fórmulas matemáticas o tecnológicas, no se prestaban nunca para la “normal expresión del discurso y del pensamiento”. Al parecer desde ese entonces – recordemos que esta gran pensadora vivió el nacimiento de la Inteligencia Artificial de cerca - ya se podía vislumbrar cómo el humano iba delegando a las máquinas que éste mismo creaba su propia capacidad de pensar y razonar tal y como si las dejase de necesitar. De esta manera, el discurso mismo, y no solamente como cadena temporal significante sino también su propia estructura, comenzaba a aniquilarse y consumirse a través de la aceleración misma del tiempo y la consiguiente delegación de la propia inteligencia y el trabajo a los artificios tecnológicos. Al respecto Hanna Arend nos decía “Dondequiera que esté en peligro lo propio del discurso, la cuestión se politiza, ya que es precisamente el discurso lo que hace del hombre un ser único”.


Frente a este insólito asunto pregunto ¿En qué momento fue que le declaramos la guerra a la condición humana?


Quizás, hoy no nos guste recordar que La verdad nunca es un punto de llegada sino en todo caso un punto de partida. Quién busca la verdad lo hace porque la ama, y por supuesto, porque la sufre. Hoy, en nuestra desaforada lucha por acortar los caminos y cruzar todos los puentes a máxima velocidad ansiamos la verdad pero siempre y cuando no tengamos que pasar por el camino que conduce hacia ella, un camino que como todos los demás está provisto de obstáculos, sorpresas y riesgos. Queremos acceder a La verdad, como al resto de nuestros objetos y objetivos: en tiempo Real. El asunto es qué buscando obtener respuestas en tiempo real hemos llegado en nuestros días a tener más respuestas que preguntas, pues éstas se anticipan a la falta originaria – de saber – que hace surgir a la pregunta. Una de las características más notables de nuestros tiempos líquidos es que nadie se las quiere ver con la falta ni mucho menos con ese misterio que es la propia alteridad - nuestra condición más humana - por eso evitamos a toda costa cualquier tipo de cuestionamiento, sobre todo aquél que nos confronta con nosotros mismos. De esto nos alertaba en “La condición humana” Hanna Arendt cuando decía:


“Ese hombre del futuro – que los científicos fabricarán antes de un siglo, según afirman- parece estar poseído por una rebelión contra la existencia humana tal como se nos ha dado, gratuito don que no procede de ninguna parte, que quisiera cambiar, por decirlo así, por algo hecho por él mismo. No hay porqué dudar de nuestra capacidad para lograr tal cambio, pero tampoco poner en duda nuestra actual capacidad de destruir toda la vida orgánica en la Tierra”.


Hoy buscamos desesperadamente conseguir que la vida sea supuestamente mucho más cómoda y más fácil, y en función de ello creamos máquinas que nos ahorren el trabajo de hacer y de pensar. Pero ¿No son éstas justamente las labores propias del humano? ¿No es el hacer y el pensar lo que hace verdaderamente humano al humano?


Al parecer, en nuestra época este trabajo preferimos relegarlo también a las máquinas, y lo mismo hacemos con nuestra propia inteligencia. Hoy, no sólo cedemos nuestra inteligencia a estos objetos electrónicos para que piensen por nosotros sino que al mismo tiempo le exigimos a nuestro cuerpo que actúe como una de estas máquinas de autómatas finitos y no sólo en los trabajos - en los cuales cada vez se toleran menos las fallas humanas- sino también en todas las demás áreas de nuestra vida cotidiana, de manera tal que hemos logrado como sociedad una tolerancia cero hacia el error, mientras pretendemos que nuestro cuerpo responda igual que los artificios programables que hemos sido capaces de crear: sin errores, de manera perfecta e infalible. Debido a esta curiosa pretensión vemos cómo el cuerpo humano y su hacer, es decir su conducta, al pretender ser infalible y exacto como las máquinas se torna cada vez más maquinal, más automático, repetitivo, configurado y cómo no, programado.


Los autómatas finitos no fallan porque están elaborados por un alfabeto finito en función de una transición exacta que comienza en un estado y finaliza en una serie estipulada de estados finales. De esta manera, imitando el comportamiento de las máquinas, lo que logramos es convertirnos en hombres y mujeres programados para encarnar un ideal que nos aleja del ser más propio, de aquello que nos conecta con nuestra propia condición y de esta forma, somos cada vez más máquinas y menos humanos, más programables y menos espontáneos, más influenciables y menos libres.


El concepto de sacrificio hoy está sumamente “pasado de moda” y se suelen considerar más “inteligentes y más vivos” a aquellos que menos trabajan y más ganan, de hecho, una tendencia de moda de la actualidad es jubilarse antes de los 40 años o montar una empresa para que la lleven otros y nosotros no tener que hacer nada, aspiración que sólo podría ser posible en la sociedad de las ilusiones, pues es lógicamente imposible ganar sin perder, responder sin preguntar, triunfar sin esforzarse, habitar sin correr riesgos y vivir sin morir.


Nuestra sociedad actual se encuentra de pie sobre una base de arenas movedizas, una base falsa que no nos lleva sino a las puertas del fracaso y la desilusión constantes, siendo esa perfección y felicidad absoluta a la que aspiramos un imposible que no hace más que desgastarnos día tras día.


Somos una cultura afianzada en el consumo y al parecer en el consumo como acto encontramos una forma de burlar nuestro deseo, puesto que el acto propio de consumir actúa como una sucesión inagotable en la que a cada instante uno cree que encontrará el supuesto objeto de “su felicidad”, es decir, el objeto que completaría la falta en ser. Claro que todos en el fondo, detrás de nuestras máscaras, sabemos que esta completud nunca sucede y que a los pocos días o semanas de haber encontrado ese ‘objeto de la felicidad’ pronto habrá pasado a apilarse en el trastero o el garaje y a formar parte de la inmensa colección de objetos desechables. Junto con la desaparición de esa ilusión que causa la novedad del objeto pronto aparecerá en la imaginación otro objeto que esta vez sí, será el objeto de "la felicidad", formando de esta manera una interminable cadena de ilusiones que no cesa de repetirse ad infinitum. Pero ojo al piojo, no olvidemos que esta cadena deja restos, nuestros océanos y la capa de ozono dan cuenta de ello.


El consumo, como acto propio del humano, parte de la necesidad de incorporar algo del mundo exterior - bien pueden ser alimentos o un Ipad – al interior, parte así muchas veces de la ilusión de encontrar un objeto que colmase por completo la necesidad, de hallar un objeto que completase ese hueco que nunca se llena sino que vuelve siempre a estar vacío producto de una mal-dición incurable.


Pero ¿No solemos confundir fácilmente en nuestros tiempos necesidad con querer y capricho con deseo? Toda la cuestión del consumo masivo y salvaje de nuestros tiempos es producto de un no querer enfrentarnos a ese vacío que el deseo mismo es en su esencia, porque el deseo es siempre el más allá del querer, algo que no se deja engañar con objetos del mundo material sino que justamente precisa de la falta de éstos para poder existir. El deseo funciona en negativo, siendo su causa un objeto que siempre está ausente permitiendo así su continuidad.


Podríamos decir por tanto que el consumo es un acto ligado a la naturaleza humana, incluso podríamos pensar que nuestros propios impulsos orgánicos y naturales nos impulsan al consumo – de agua, alimentos, vestimenta, etc. – pero no olvidemos que la misma etimología de la palabra “consumir” nos revela que por este camino debemos conducirnos con-sumo cuidado, ya que podríamos llegar al desgaste total, al agotamiento absoluto.


Consumirlo todo es agotarlo todo, es precisamente hacerlo desaparecer.


Y a este respecto ¿Acaso no es el cansancio – o más bien el agotamiento - uno de los síntomas por excelencia de nuestra sociedad de consumo? ¿No es la depresión uno de los grandes síntomas de una sociedad global que aspira religiosamente a la felicidad? ¿No es el trastorno de desatención con hiperactividad (TDAH) síntoma de una sociedad hiper-estimulada y sobre-informada? ¿No es el autismo síntoma del exceso (y a la vez la pérdida) de ‘comunicación’ de nuestra sociedad digital y de la des-libidinización propia de los vínculos líquidos contemporáneos? ¿No es la anorexia síntoma de una sociedad que se atraganta de tanto devorar una nada?


Lo que sin duda se ve muy claro es que esta sociedad de consumo, en la que el valor siempre está en función de un plus – un plus de salud, un plus de belleza, un plus de seguridad, de protección, etc. – nos acaba llevando al lado opuesto, es decir, a la obtención de una instantánea insatisfacción y agotamiento que vuelve a reanudar el ciclo que lleva a consumir nuevos objetos que logren suturar una herida, aplacar la angustia, ocultar la verdad, crear ilusiones.


Cada época ha tenido sin dudas su propio punto de fuga, sus propias formas de expresar lo inconsciente y por tanto sus propias manifestaciones como cuerpo, como cuerpo social, en función del discurso que han habitado. Por eso es que el psicoanálisis nos recuerda, aún hoy, que los síntomas tienen la cualidad de hablar y que no son si no en sí mismos metáforas susceptibles de ser interpretadas por quienes las encarnan. En nuestros días no buscamos aminorar o aliviar la angustia a través de la palabra sino mediante el acto, el acto mismo de consumir objetos que nunca son la solución a nada, más nos conformamos con la apariencia de solución, siempre efímera y volátil.


¿Para qué enfocarnos en las soluciones, las cuales como es natural conllevan enfrentarse a la lucha de la búsqueda y el esfuerzo, si podemos recurrir a la practicidad? Hoy somos amantes de la practicidad y el facilismo ya que ambos nos permiten no preguntarnos por qué nos comportamos como nos comportamos, o si se quiere, por qué sintomatizamos como sintomatizamos, más bien nos dedicamos a convertirnos en “expertos” a la hora de clasificar respuestas, es decir, conductas, y si bien no reprimimos con la muerte una conducta u otra – como sí sabemos que se hizo durante la inquisición, en la era victoriana, durante la segunda Guerra Mundial, etc. – lo que hacemos hoy es reprimir a través de la constante patologización de la diferencia, hoy sancionamos, excluimos y segregamos a través del poder del diagnóstico, el cual es una etiqueta – o titular - que nombra una diferencia patologizada –y permite ofrecerle una “cura”, una “solución práctica”. Pero lo que está claro es que, ya sea con muerte, la patologización o la exclusión, seguimos juzgando y condenando la diferencia.


Si antes toda conducta que no fuera conforme a la norma-tividad de la época se aniquilaba mediante la condenación a muerte ahora se la aniquila otorgándole un carácter enfermizo, patológico, en definitiva, de un mal que ha de ser inmediatamente erradicado por medio de las indicaciones de un “experto” que conoce la cura, la cual generalmente se obtiene por medio de una píldora que el “condenado” deberá tomar por el resto de su vida. Hoy la condena a muerte no es una condena física sino psicológica, lo cual en ocasiones puede ser aún peor porque al menos con la muerte física el sujeto dejaba de sufrir pero esta muerte psíquica es aún más sádica, más dolorosa, más lenta y dura además todo el tiempo que el sujeto esté vivo. Hoy, los manuales de trastornos mentales están cada vez más llenos de trastornos crónicos para los cuales como única solución se ofrece y cómo no ¡El consumo! el consumo de una píldora que lo “soluciona todo”, y que por cierto deja al sujeto en un estado perenne de embotamiento.


Hoy, vemos cómo estos extensos manuales de psiquiatría, que cambian cada tres o cuatro años sus listas de trastornos en función de sus negociaciones con la colosal industria farmacéutica, apuntan a segregar la conducta en función de los estándares de la sociedad de consumo.


En esta dictadura de la felicidad, como la ha llamado Han, la angustia – el estado de ánimo más humano y real que existe, el único que no engaña según Jacques Lacan – es vista como algo que debe ser inminentemente exterminado, patologizado, eliminado y curado y por tanto el sujeto angustiado ha pasado de ser un sujeto ”normal” a ser considerado un enfermo, un trastornado que necesita consumir medicación psicofarmacológica para poner en “orden” los químicos que, pese a no haberlo podido demostrar aún, según estos predicadores de bata blanca son la “causa” de dicho padecimiento. Aún estos profetas contemporáneos se empeñan en demostrarse a sí mismos, sin mucho éxito, que estos químicos son causa y nunca efecto, buscando así la respuesta siempre en el mundo material, en lo tangible y visible a través de los sentidos .


Vemos entonces cómo en nuestros días se busca exterminar la angustia consumiendo, la gente compra en lugar de conversar, el médico recomienda un tratamiento farmacológico para el malestar corporal, el psiquiatría y el psicólogo un tratamiento psico-farmacológico para el malestar afectivo. El lema de los profesionales de la salud de nuestros días bien podría ser: “Tú no te preocupes que esta píldora lo hará por ti”, la misma lógica comercial que impera en todas las áreas de nuestra sociedad líquida individualizada de consumo, y que parte del hecho de que el sujeto está destinado a ser un consumidor y ser un consumidor es lo “bueno”, lo sano, y lo respetable, por eso se lo invita constantemente a consumir en lugar de reflexionar, de escuchar, de hablar o de explicar por qué hace lo que hace.


Nuestra sociedad da cuenta de haberle declarado hace algún tiempo la guerra a la angustia pero ésta, a diferencia de la idea que hoy sostenemos, es la raíz de nuestra propia psique, la fuente de toda sublimación, la razón de que exista el humor, la base misma del lazo social. La angustia es la marca de lo vivo en lo humano y así, hoy eludiendo el sufrimiento eludimos la condición misma de la vida. Por eso es que a veces acabamos siendo como los virus, los cuales no sufren sino que sólo se replican maquinalmente sin saber por qué lo hacen, multiplicándose en pos de alcanzar siempre un plus y nunca dispuestos a detenerse.

Nos estamos convirtiendo en una sociedad que tiene cada vez menos resistencia al dolor y a la angustia, y el peligro de ello es que, nos guste o no, toda vida conlleva, por innumerables motivos, su cuota de sufrimiento. La vida no sólo brinda muchas alegrías sino que también hace doler, ya que su esencia misma es siempre una lucha entre fuerzas – dolor y placer, amor y odio, goce y deseo, etc. – siendo a través de ese esfuerzo constante que logra sostenerse en el tiempo.


La filosofía oriental ha desarrollado por el contrario una relación muy diferente con el sufrimiento, ejemplo de ello es el budismo, sistema filosófico que recuerda constantemente que toda existencia conlleva sufrimiento, siendo justamente éste la primera noble verdad de la vida. Basta con imaginarse un parto, el acto de nacer de cualquier ser humano, para comprender por qué se nace llorando y nunca riendo.


Como decíamos antes, la nuestra pareciera ser la era de las ilusiones y justamente la angustia, como nos enseñó Lacan, es el único afecto que no engaña, por eso debe ser que hoy en día nos produce semejantes escalofríos escuchar siquiera nombrarla. Si escuchamos entrevistas de artistas o leemos sus cartas, en muchos testimonios veremos que si en algo éstos coinciden es que es de la angustia y no de la felicidad que surge la fuerza creadora, pues cuando uno anda muy rimbombante por la vida no se le ocurren grandes ideas ni le suelen surgir por lo general relevantes razonamientos, ya que cuando uno está feliz no necesita más nada que eso, felicidad. En cambio la angustia es una fuerza impulsora que se desata dentro nuestro y nos impulsa a movernos, a hacer.


Hoy, si algo angustia es la desmesurada cantidad de “certezas” que encontramos repartidas por doquier, que acaban logrando el efecto contrario: un desconcierto y descreimiento absoluto. Por esto mismo debemos recuperar la bella capacidad de dudar, siendo la angustia la causa misma de la duda.* Sólo así nos veremos llamados a buscar e investigar, a conocer o incluso a hacer Ciencia de verdad.


En nuestros vertiginosos y agitados días consumistas, en los cuales como dijimos se piensa que aquél que está angustiado es porque tiene una patología o padece un trastorno. ¿De qué forma nos defendemos entonces del miedo a la muerte, del temor a la soledad, de nuestras inseguridades y contradicciones más humanas, siendo que no se nos está permitido expresar ni sentir angustia alguna? Pues como no podría ser de otra manera, nos defendemos por medio del consumo y es por esto que podríamos asegurar que nuestro nivel de consumo nos revela, casi de forma exacta, el nivel de nuestra angustia ya que consumir es la manera contemporánea por excelencia de manifestar y canalizar esa angustia humana demasiado humana que por otras vías no se permitiría manifestar, o de lo contrario, se correría el riesgo de ser internado, psico-educado, programado, reestructurado, reseteado u obligado a consumir medicación.


Bauman en Amor líquido nos recuerda al respecto que “las ventas sacan provecho de la angustia”.


Como hemos visto hasta ahora, nuestra sociedad no sólo ha puesto a la tecnología – la gran herramienta del nuevo milenio –al servicio del consumo de masas, sino también, y cómo no, a la Psicología.


La Psicología dominante de nuestro tiempo es esa que ya no investiga sobre la psique sino que ofrece consejos de fácil aplicación y simples pasos para solventar las adversidades y “vencer” la angustia. Desde que surgió el boom de la psicología cognitivo conductual, en plena Guerra Fría y de la mano de la Inteligencia artificial, que los psicólogos ya no trabajan con sujetos ni pacientes sino con clientes dado que es una Psicología que ha contraído al parecer eterno matrimonio con el mundo business, empresarial, y por tanto en lugar de escuchar a las personas y acoger su mal-estar lo que hace es esforzarse por adoctrinar al “cliente” y ponerlo a funcionar conforme a las exigencias del mercado y las reglas de la sociedad de consumo. “Si no eres feliz comprando objetos entonces tendrás que consumir medicación, si tienes estrés tendrás que aprender a interpretarlo como algo positivo, si eres inseguro deberás fortalecer tu capacidad de enfrentamiento, si tienes pensamientos negativos deberás aprender a adoptar un possitive possitioning y si tienes ideas irracionales ellos se encargarán de reemplazarlas por unas nuevas más racionales que te hagan útil a la sociedad de consumo de masas.” Vemos que el resultado siempre es entonces un sujeto que deviene en cliente, es decir, en consumidor.


Esta “novedosa” Escuela de la Psicología, tan en boga en nuestros días líquidos ya que encaja maravillosamente con el sadismo del discurso del amo, abandona la visión humana del “cliente” haciendo una escalofriante analogía entre el cerebro humano y el ordenador, analogía a la cual han bautizado como “la metáfora del ordenador”, de manera tal que éstos científicos modernos se proponen abordar un aparato tan complejo como es el anímico tal y como si fuera equivalente a un software, buscando a través de sus técnicas codificar y programar la conducta humana en función de la dictadura de la felicidad y las exigencias de la sociedad de consumo. Si no eres un consumidor, la Psicología cognitiva te hará serlo ya sea a través de la “psico-educación” o la psicofarmacologia.


En esta comparación descabellada del humano con el ordenador se logra justamente deshumanizar la propia condición humana logrando que nada quede en los “clientes” de psykhé, de aura, de espontaneidad, y mucho menos de deseo. El humano para la psicología yoica actual ha sido reemplazado por el software (o el ordenador), el cuerpo por la máquina y la conducta por el algoritmo.


Muy lejos en el tiempo y el espacio han quedado aquellos verdaderos psicólogos cuyo propósito era investigar y comprender el “alma” de las personas, entender por qué sufrían, dilucidar por qué ciertos actos - incluso a veces perjudiciales para el mismo individuo -tendían a repetirse en el tiempo como si estuvieran fijados, éstos psicólogos no buscaban adoctrinar a nadie sino por el contrario, aliviar un alma sufriente y ayudar en todo caso a esclarecer la mente. La psicología actual no contempla siquiera el alma porque, como hemos visto, las máquinas no tienen ni tendrán jamás un alma, dado que ésta es la esencia propia del humano y no puede crearse de forma artificial, más por el contrario, aún sigue siendo para todos nosotros un misterio.


Las máquinas no aman ni podrán amar, no sueñan ni podrán soñar, no desean ni podrán desear y en estas mismas imposibilidades caeremos nosotros mismos en tanto sigamos adentrándonos en esta maquinización de la vida y de nosotros mismos, en nuestro desesperado intento por conseguir la perfección, la exactitud y la anulación de los riesgos propio de las máquinas. Éste es uno de los peligros que más nos acechan hoy como sociedad: acabar auto-consumiéndonos como sujetos y como especie, pasar de ser seres dotados de aura a ser máquinas programadas, de tener una identidad a ser sólo una cifra que sirve a los intereses del mercado, de tener personalidad a ser una suma de dígitos ya que la personalidad quedará limitada a una serie de datos que se suma a la gran nube y que definen al ser sólo en tanto que consumidor de cosas superfluas. Así como aniquilamos estos objetos, devorándolos desaforadamente, de la misma forma nos aniquilamos a nosotros mismos y nuestro entorno.


La situación es triste y lúgubre, ya no tenemos alma ni siquiera para los “expertos del alma”, y esto sucede porque ésta, al igual que La verdad, siempre se encuentra del lado de las preguntas, a diferencia de la conducta, la cual es en sí misma siempre una respuesta. Esto explica el alejamiento actual con el alma, así como con la pregunta, el misterio, y por el contrario, la gran fijación y el interés puesto en la conducta, la cual si que puede ser modificable, influenciable y controlable en función de los ideales e imperativos propios del discurso amo.


De esta manera, la totalidad del ser humano en los tiempos que corren se resumiría en la información y los consiguientes datos que éste va dejando a través del acto de consumir, lo cual da cuenta de la preocupante realidad actual en la que lo único que interesa del ser humano como tal en la sociedad es su perfil de consumidor ya que que sólo de esta forma es útil, productivo y aceptado como miembro de la polis. En esta instancia vemos hasta qué punto hemos creado, como dijimos, un mercado del vacío, sustentado a su vez en una economía de derroche en la que las cosas superfluas que adquirimos siempre han de ser devoradas, aniquiladas y descartadas.


Es claro el hecho de que en los últimos 20 años de nuestra historia se ha producido un notorio desplazamiento en torno a lo que adquiere y genera valor en la sociedad y por tanto también en aquello en función de lo que “nos ponemos a trabajar” o dicho de otra manera, en la forma en la que nos ganamos la vida. Hoy, en la sociedad del facilismo y la comodidad en la que los integrantes se contentan con ceder su propia labor a las máquinas ¿Qué lugar queda para el homo faber? ¿Qué lugar queda para el sujeto cuando lo humano sólo adquiere dignidad y relevancia en tanto que poseedor y devorador de objetos? ¿Qué lugar queda para el cuerpo en una sociedad que aspira a la emancipación de la labor?

Y por último y no menos importante: ¿Quién acoge la angustia de una sociedad regida por la “demanda universal de la felicidad”?


De la terapia a la programación y del psiquismo al algoritmo


Algo que no deberíamos dejar de lado al reflexionar sobre nuestra sociedad viral, es que durante los mismos años 50, mientras Alan Turing llevaba a cabo el Computering Machinering and Intelligence study que establecía las bases de la inteligencia artificial y al tiempo que comenzaban a diseñarse y construirse los primeros ordenadores, nace en la Psicología una nueva orientación que parte de la “metáfora del ordenador” y de la creencia de que la actividad mental es consecuencia de una serie de reglas equivalentes a las de un programa informático y la conducta algo muy similar al procesamiento de datos de un ordenador. De este modo, esta orientación llamada Cognitivo – Conductual, busca eliminar y desdeñar la tradición fenomenológica de Wilhelm Wundt y los métodos “introspectivos”, de esta manera la Psicología predominante en nuestros tiempos, no olvidemos que en matrimonio desde sus orígenes con el mundo empresarial, es en hoy en sí misma la herramienta principal de la Inteligencia artificial. Lo que esta orientación ha conseguido es eliminar la espontaneidad que permite la asociación libre del paciente y ha maquinizado por completo su praxis.


El psiquismo, ese complejo aparato que tantos dolores de cabeza le costó a Wundt, Freud o Jung, por nombrar algunos, pasa a ser con esta “nueva orientación” equivalente a un software, el cuerpo una máquina, el sujeto un cliente, y los actos pasan a transformarse en datos que dan forma a un determinado perfil de consumer, al tiempo que la conducta por medio de sus repeticiones va construyendo un algoritmo, susceptible de ser modificado a través de la “programación neuro-lingüística” u otras técnicas de “reseteo” del psiquismo.

Como hemos dicho, las máquinas no sufren y a falta de razón no pueden sentir angustia por lo que ésta pasa a ser considerada en el humano una patología de la cual debe ser librado, mientras que el síntoma - una metáfora – deviene rápidamente en trastorno y los “trastornados” deben ser inmediatamente curados con lavados de cerebro y/o tratamiento farmacológico. No olvidemos que es justamente en los años 50, que se produce también la llamada “Década de oro” de la psicofarmacología y, cómo no, del capitalismo.


De esta manera, la psicología cognitivo conductual logró posicionarse, primero en EEUU y luego en el resto de occidente, vendiéndose a si misma como una terapia “actual y revolucionaria” que curiosamente no exige “ningún trabajo” al cliente, nada de recuerdos, nada de historia, mucho menos asociaciones por parte del “cliente”, ningún esfuerzo, ni tampoco hablar del pasado. En la psicología cognitivo conductual la realidad es la misma que en el mundo de los negocios y por tanto “el cliente siempre tiene la razón” y nunca jamás se lo invitará a confrontarse consigo mismo, ni con sus angustias más apremiantes, pues la intención es que salga de allí con la ilusión de estar “satisfecho y contento", con el ego más inflado e ideas más “racionales” en función del discurso amo. La única condición para poder hacer un tratamiento de este tipo es tener fe en el “experto” y estar dispuesto a dejarse “neuro programar” o psico- educar por éste.


Digamos que este tipo de terapias, lamentablemente tan instaladas a día de hoy en nuestras instituciones de salud mental, se rigen por técnicas y métodos a través de los cuales se busca “resetear” a las personas para que encajen mejor en la American way of life y permitan de este modo que se continúe perpetuando y consolidando este monstruo que es la “cultura del consumo”.


Esto sólo podría ser posible en un mundo en el que todo el ámbito del saber está siendo puesto al servicio de la producción, promovido por innumerables predicadores del evangelio y productores de respuestas que se hacen llamar “expertos”, cuya función no es responder nunca ninguna pregunta ni demanda sino por el contrario impulsar y generar demandas, crear “necesidades”, en otras palabras, crear y fortalecer “consumidores” pues el ser sólo es para éstos “expertos” sólo en tanto que consumidor.


No hay nada más parecido a un virus que un consumidor pues en él no hay razón ni tiempo para preguntas sino sólo para una constante réplica mecánica que es como un aparato imparable de producción, de multiplicación de objetos superfluos que forman parte de una cadena en la que nada valen sus eslabones sino la producción constante e incansable de los mismos.


Todo el campo actual predominante de esa ciencia fundamental en la sociedad occidental que es la Psicología ha contraído en nuestros días matrimonio con las fuentes primordiales del poder y con el “discurso del amo”, esto es preocupante siendo que como dice Hanna Arendt en su escrito sobre la dominación total, “para los que aspiran a la dominación el hombre modelo es siempre el perro de Pavlov”, el hombre más dominable y controlable es sin dudas aquél que ha perdido su condición de humano y ha quedado reducido a ser un haz de reacciones en cadena que no están mediadas por ningún tipo de saber ni de razón, donde no hay ningún tipo de separación entre el estímulo y la reacción, donde la respuesta es automática y casi refleja, sino que hacen que el sujeto se comporte exactamente de la misma manera, generando respuestas condicionadas, volviéndose cada vez más predecible y controlable.


Estos actos que se convierten en reacciones en cadena, a los que tranquilamente podríamos referirnos también como pasajes al acto, sólo pueden darse con la previa eliminación de esa separación propia entre la idea y el acto, es decir mediante la aniquilación misma del tiempo y la palabra, eliminando por completo la razón. El perro de Pavlov no se pregunta por qué saliva ni se da cuenta de que está siendo objeto de un experimento que busca moldear su conducta, algo similar a lo que ocurre con el homo consumens, quién no se pregunta por qué compra lo que compra, si responde a una necesidad o a un capricho, a un querer o a un deseo, simplemente compra, sin premeditaciones y sin evaluar las consecuencias.

El consumo en sí mismo sirve justamente para no pensar, para intentar eliminar ese corte, esa separación que es en sí misma la razón y que llevaría a un sujeto a preguntarse por sus actos y las fuerzas que los motivan.


La contradicción está en que procurando constantemente encontrar la satisfacción a través de la obtención de objetos nos alejamos de la posibilidad de desear, desear algo que no fuese solamente del mundo de los objetos y artificios, no puede haber deseo cuando se está colmado de objetos, pues sólo se desea aquello que no se tiene, aquello que falta.

Al anteponer el goce, la satisfacciones efímeras, las comodidades y la inercia del placer lo que acabamos obteniendo no es sino una automatización propia de la vida ya que como dijimos el goce funciona como una fuerza constante, al igual que la inercia, y necesita de otra fuerza, como el Deseo, que lo intercepte e introduzca cortes y con éstos la novedad y la posibilidad de dotar de sentido, creando de esta forma un “horizonte de sucesos” en torno a un agujero negro que todo lo acapara y lo consume.


La sociedad viral es la sociedad automática, mecánica, la sociedad de la reproductibilidad técnica, orientada siempre en pos de la ganancia, del plus de vida, de la réplica acéfala, del código sin significación, de la metonimia sin metáfora, del placer sin deseo, del autoerotismo sin amor, de la apariencia sin esencia.


El discurso del amo, como nos señala Arendt, siempre ha pretendido y pretende volver al hombre superfluo ya que el poder total solo puede ser logrado en un mundo de “reflejos condicionados, de marionetas sin el más ligero rasgo de espontaneidad”. La diferencia entre los mismos individuos, le resulta al amo intolerable ya que éste por el contrario pretende lograr la “La individualidad absoluta”, fenómeno que evitaría que la gente sea libre de pensar, de preguntarse, de interrogarse sobre lo estatuido, sobre los intereses perversos del sistema que sostenemos y la responsabilidad de uno como parte de ese engranaje. El poder siempre atenta contra la diferencia justamente porque lo diferente es incuantificable, impredecible, indomesticable, incontrolable. No se pueden conservar los datos de las diferencias, sino solamente de aquello que suele repetirse en el tiempo, eso a lo que se suele llamar “patrones”, de estos patrones se extraen algoritmos que dicen mucho sobre nuestras relaciones con los objetos del mundo.


Como hemos evocado, a todo aquello que quede fuera del patrón consumista, a toda diferencia y extrañeza que escapa a la lógica del consumo en la actualidad se le ha dado por llamar “trastorno” y hay vastos manuales que agrupan los nombres y las descripciones donde se clasifica las conductas que escapan a la idea de hombre “sano y feliz”. Las causas de estos supuestos trastornos por lo general se atribuyen al organismo, a las neuronas y a los procesos químicos, encefálicos, a la genética, o a cualquier otra cosa que no involucre la responsabilidad sobre nuestros actos. El sujeto ha devenido en un organismo sin responsabilidad pero eso sí, con billetera.


Lo que a veces se nos escapa es que al hacer caso omiso de lado la responsabilidad propia sobre cada uno de nuestros actos tanto como individuos como en sociedad, hacemos a un lado también la voluntad misma del sujeto y por ende su única cuota posible de libertad. Responsabilidad y libertad son dos caras de una misma moneda. El problema es que hoy todos queremos ser libres sin tener que soportar el peso de nuestra propia libertad.


Por eso es que Arendt nos recordaba que ninguna ideología que pretenda lograr la delimitación del curso de todos los acontecimientos del futuro – cosa que se pretende hacer a través de los datos y la creación de psicoperfiles – puede soportar el hecho de que los hombres sean creativos, sino que por el contrario, lo que se busca es que éstos no puedan producir nada nuevo, nada que previamente se haya podido prever, cuantificar, prestablecer, programar.


Nuestra sociedad actual pareciera haber devenido en una sociedad programada para consumir y cada vez nos vemos más urgidos – nos lo dicen las islas de plástico en los océanos, la contaminación ambiental, los daños en la capa de ozono, nuestros propios pulmones, etc – a tener que interceptar de alguna forma, que no sea a través del cuerpo, ese “algoritmo” a través del cual somos como los virus, entes acéfalos que sólo consiguen vivir sirviéndose de otros objetos y replicándose mecánicamente sin cesar, sin comprender por qué se hace lo que se hace, sin preguntarse, sin querer conocer la verdadera intención de nuestros actos y sin poder leer la verdadera demanda que subyace detrás de toda demanda, a saber, la de amor.


Muchas de las llamadas “patologías” de nuestra época no son sino alarmas, señales y por supuesto metáforas que se presentan como gritos en la noche para que logremos comprender cuáles son nuestros puntos de fuga, nuestras verdaderas necesidades y urgencias como individuos y como cuerpo social, lo cual sin dudas va mucho más allá de simples etiquetas diagnósticas.


Mientras las principales metas de la sociedad sigan siendo la “felicidad” y el éxito económico, sus individuos sólo valdrán en tanto que consumidores y sus cuerpos en tanto máquinas que, como partes de este gran engranaje que es el mercado, replican una y otra vez ese proceso del cual no se puede salir fácilmente dado que sirve como “creencia”, como doctrina de la cual “amarrarse intensamente”, de manera religiosa.


En este sentido hoy seguimos siendo, y víricamente, religiosos. Hoy sólo tenemos fe en el mercado y la palabra vacía de aquellos vendedores de ilusiones que se hacen llamar expertos.



El terror a la otredad y la consiguiente desintegración de los vínculos humanos

El siglo XX fue, en muchos sentidos, el siglo de la deconstrucción. Sobre todo en las últimas décadas pudimos ver la deconstrucción en la gastronomía, en la filosofía, en la arquitectura y cómo no, la deconstrucción misma del género, de los roles sociales y de la estructura familiar, la cual ya no responde al ideal fundando siglos atrás por los romanos. Por tanto, los millenials y los Z, somos hijos de la deconstrucción y no estaría de más recordar que ésta no apuntó ni consistió en un proceso de destrucción sino más bien en procesos de transformación y es por este motivo que nuestras generaciones encarnan las últimas grandes transformaciones del mundo y por supuesto, muchas de sus contradicciones más radicales.


Somos la última generación que nació y pasó su primera infancia sin siquiera imaginar que algún día viviríamos en una enorme red mundial conectada a través de delgados hilos de fibra de vidrio por medio de los cuales ciertos láseres impulsan datos casi a la velocidad de la luz. Asi tampoco imaginamos, al igual que ninguna de las generaciones anteriores, que nuestras vidas algún día dependerían en semejante medida de la tecnología y sus novedosos artificios-fetiche, aún menos que alguna vez, nosotros mismos devendríamos en objetos de la tecnología y del mercado.


Producto de la invención del Internet y las nuevas comunicaciones, el proceso de globalización iniciado en los tiempos de la colonización de América se aceleró en los últimos años de manera vertiginosa y exponencial, siendo justamente lo que define al internet la velocidad a la cual es capaz de hacer viajar la información ya que, como dijimos, el internet funciona a partir de la luz y viaja casi a su misma velocidad, que no es otra que la velocidad del instante, el tiempo 0, tiempo Real. Pero recordemos que si alguien lograse algún día viajar a la velocidad de la luz - a diferencia de lo que podríamos pensar por sentido común - no se movería precisamente rápido, ni tampoco experimentaría velocidad, sino que por el contrario, lo que sentiría sería la detención misma del tiempo. Por tanto, el más allá de la velocidad no es más velocidad sino detención y fijación.


La dilatación del tiempo, expuesta en la Teoría de la relatividad, señala que el movimiento a través del espacio es capaz de crear alteraciones en el flujo del tiempo, por lo que, cuánto más rápido alguien se mueva en el espacio físico más lentamente se moverá en el tiempo. Hemos dicho a lo largo de este recorrido que en la modernidad líquida aquello que puntualmente queda sometido a un proceso de licuefacción casi absoluta es el propio tiempo y todo lo que involucra la dimensión temporal, la cual no es otra que la del lenguaje y por tanto la razón. Por este motivo, hemos visto que en nuestra época si bien exigimos respuestas constantemente – y nos conformamos con ilusiones cuando éstas no son aún posibles - no toleramos todo aquello que tenga que ver con la interrogación, como tampoco con la reflexión y confrontación a través del diálogo y la dialéctica. Al aniquilarse sucesivamente el tiempo viviendo una vida a la “velocidad del click”, en la que todo sucede en tiempo instantáneo, lo que ocurre es que se dilata también ese espacio de tiempo necesario que precisa la razón para poder existir. Hoy, ese antiguo método de ejercitación del pensamiento propuesto por Sócrates en la antigua Grecia, a saber la dialéctica, se pierde en los dantescos mares de información y en la fiebre de los titulares, en las pseudo respuestas impartidas por un reducido número de predicadores que se hacen llamar expertos.


Al diluir la dimensión temporal y con ésta la razón – que por supuesto es diferente al entendimiento - acabamos degradando aquello que precisamente hace al humano ser humano, a saber, el discurso. A este respecto Hanna Arendt advertía que en caso de que siguiéramos el consejo de ajustar nuestras actitudes culturales al presente estado del desarrollo científico acabaríamos adoptando una preocupante forma de vida en la que el discurso deja de tener significado, siendo que las ciencias de hoy en día han obligado a adoptar un <lenguaje> de símbolos matemáticos, que consiste en puras abreviaturas y signos sin significación, tal y como sucede en el leguaje informático.


Lo que solemos suele ver en nuestros días es que las respuestas impartidas y desplegadas a lo largo y ancho del planeta por parte de estos supuestos “expertos” son muchas veces tomadas por “verdad”, quedando fuera de juego la posibilidad de reflexionar si realmente son las respuestas adecuadas a los conflictos que buscamos resolver, pero al haber perdido al arte de la dialéctica, en el momento en que un miembro de la polis se plantea debatir o cuestionar las respuestas establecidas y adoptadas como verdades, suele rápidamente ser juzgado como “ignorante” o “fascista”, dando como resultado una suerte de dictadura del pensamiento en la que no se permite en verdad a nadie cuestionar libremente y encontrar – como enseñaba Sócrates - una auténtica manera de pensar en conjunto a través del diálogo y de buscar llegar a acuerdos a través de la confrontación de ideas. De hecho, eso es a lo que alguna vez se le llamó comunidad.

En esta notoria aniquilación de la dimensión simbólica producto de habitar un tiempo real, no sólo vemos una clara sentencia a muerte de la metáfora en nuestras vidas sino también de una reciente pero acelerada disolución misma del lenguaje, el cual cada día deviene más en un código breve en donde la comunicación resulta ser una serie de frases cortas, superfluas, concisas y precisas, ejemplo de ello son nuestras conversaciones de wasap. La llegada del “chat” a nuestras vidas cambió radicalmente nuestra manera de comunicarnos en los últimos años, de hecho podríamos asegurar que la comunicación entre humanos no es la misma antes y después del chat. Bastaría comparar una carta - un método de comunicación nada instantáneo pero que aspiraba siempre a ser muy profundo hasta el punto de ser un género literario en sí mismo - con las nuevas formas de comunicación que surgieron luego de la invención del Internet, comunicaciones que son inmediatas, prácticas, cómodas, directas y concisas pero también por lo general superficiales, carentes de contenido y cada vez más similar al lenguaje de las máquinas.


En este punto, bien valdría recordarnos el carácter alienante del propio humano por el hecho de estar sujetado al lenguaje, el cual lo ha llevado muchas veces a lo largo de su historia a acabar siendo objeto de sus propias creaciones, como sucede por supuesto con la propia palabra, a través de la cual en lugar de hablar, tantas veces acabamos siendo hablados. En nuestros días, con las máquinas y los objetos del supuesto mundo material nos sucede exactamente lo mismo que con el propio lenguaje, debido a la alienación sin separación hemos acabado siendo su objeto predilecto. Ejemplo de ello es que durante la revolución industrial comenzamos a utilizar las máquinas para facilitar el trabajo del hombre pero luego vimos como poco a poco, casi sigilosamente, el propio hombre iba haciéndose a un lado mientras era suplantado por las máquinas inteligentes, siendo que éstas, como hemos dicho, fallan mucho menos, y además, ahorran al empleador los salarios, el tener que conceder vacaciones, licencias de embarazo, etc.


En resumidas cuentas: con las máquinas no hay nada que negociar, siendo que no tienen voluntad propia – son hechas y programadas por y para el humano en cuestión - y este es uno de los grandes problemas de nuestra sociedad actual: que nadie está dispuesto a tener que negociar humanamente, es decir a tener que establecer acuerdos, a tener que escuchar al otro e intentar al menos comprender su necesidad. Las negociaciones sólo pueden producirse cuando hay dos o más voluntades y lo cierto es que las máquinas nos ahorrarían ese esfuerzo de tener que ceder aunque sólo fuera en algo. Ahora, un dato importante: No olvidemos que es justamente en ese esfuerzo en lo que se basa el vínculo humano y por tanto toda posibilidad de comunidad y sociedad.


Es precisamente hablando y “negociando”, dando y recibiendo, ganando y cediendo, como se aprende a hacer lazo social siendo que éste se basa en la reciprocidad.


El lenguaje máquina, que posiblemente en breve llegue a ser más hablado en el mundo que el propio idioma inglés, es un lenguaje primitivo, de dígitos puramente binarios - o bits -, sucesiones de unos y ceros, pero nunca de dos. No existe el dos en el lenguaje informático porque en las máquinas no hay, como hemos evocado, división y eso es lo que el humano busca obtener a través de éstas: la erradicación completa de su propia división a causa del lenguaje. El asunto es que evadiendo la división, es decir, desmintiendo nuestra propia alteridad, no lograremos alejarnos de ella, más por el contrario, mientras más pretendamos alejarnos más nos la encontraremos de frente como una dura pared. Evitando la división subjetiva, a saber la otredad - condición propia del humano - perdemos nuestra propia humanidad, deviniendo nosotros mismos en un objeto-máquina que sirve a los intereses del consumo por el consumo.


Esta búsqueda incansable de la satisfacción instantánea del querer y de las ganas – sin inconvenientes, ni pérdidas, ni riesgos – en un mundo de cambios constantes, valores líquidos y reglas cambiantes donde la inestabilidad es el pan de cada día, nos lleva a vivir en el inagotable registro de la demanda, sin poder pasar nunca a un “segundo tiempo” en el cual podría surgir algo que consistiera justamente en un más allá del querer y de los placeres efímeros, es decir, algo que tuviera que ver con la dimensión del deseo, el cual no sólo apunta a la satisfacción instantánea sino más bien al amor y a la fuerza creadora de algo que pueda sostenerse en el tiempo. La dimensión del deseo implica al tiempo y también por tanto al otro, al próximo, al semejante, ya que el deseo es siempre – como enseñó Lacan – el deseo del Otro. En la dimensión del Deseo ya no hay sólo uno, sino al menos dos. Por este motivo es que en el registro el placer, siempre autoerótico, no se hace lazo social, como hemos dicho, eso sólo quiere gozar y la meta del mismo siempre es la satisfacción en el instante y en el cuerpo – en el espacio - en cambio el Deseo, es la base misma del lazo social y de toda comunidad, siendo el único sustento de la relación con el otro.


Eros, como afirma Levinas, es diferente de la posesión y del poder, no es una batalla ni una fusión, y tampoco es conocimiento”. Eros es una relación con la alteridad, con el misterio, con lo incierto, con lo que está ausente en el mundo que contiene a todo lo que es*…” Al intentar en nuestros tiempos satisfacer puras demandas inmediatas a través de los objetos del mundo cognoscible aplazamos y obturamos ese vacío necesario que es el deseo, así como también aniquilando el tiempo y el discurso, sentenciando al amor a una agonizante muerte lenta. Por este motivo, quizás podría ser un buen momento para recordar aquél bello mito griego de Psique y Eros, en el que la bella Psique cae en una trampa a causa de la envidia de sus hermanas y producto de ésta pretende atentar contra su amado Eros, quien al advertir la amenaza despliega sus grandes alas y se marcha tristemente de su lado. Más tarde, es la misma Psique la que, víctima de otro castigo, esta vez por parte de Afrodita, es tentada por su curiosidad a abrir el cofre de la belleza, acto que es posteriormente castigado por la diosa, que la destina a un sueño mórbido del que sólo puede rescatarla Eros.


Esta sublime metáfora nos revela que sólo el camino de la razón está plagado de espejismos y de engaños – por esto la imagen poética de la dimensión simbólica por excelencia, como lo han constatado los mismos poetas, es El laberinto, un artificio elaborado por el hombre expresamente para perderse – y que de estos repetidos engaños y espejismos sólo puede rescatarnos la dicha de encontrarnos con un hilo de Ariadna, es decir, una continuidad que sólo puede provenir del amor, del amor a un Héroe, y por tanto según la etimología popular*, del amor a Eros. Abrazar el amor es lo único que nos puede salvar de caer en el agujero negro del autoerotismo.


El amor nos confronta inevitablemente con la alteridad y la alteridad a su vez con el amor. Es en Eros, esa dualidad, donde no- todo es placentero, pues si algo nos garantiza el amor es que también sufriremos y que algo tendremos que ceder. En Eros no existen – a diferencia de lo que sucede en el mundo de las máquinas – instrucciones para amar, como tampoco manuales ni aplicaciones intuitivas que nos ayuden a saber hacer con él. Eros es una deidad dual - es hijo de la diosa de la belleza y el dios de la guerra - y hoy, en nuestros desproporcionados esfuerzos por superar o eliminar esta dualidad en nosotros - buscándole infinitos nombres y etiquetas a lo desconocido, buscando controlar lo que no tiene forma de ser controlado, luchando por hacer previsible lo incognoscible y procurando dar respuestas certeras al todo - nos encontramos estrepitosamente frente al desamparo que causa la individualidad, la consiguiente soledad y la angustia ante la falta de amor y por tanto, falta de la falta. Esto nos angustia porque en el fondo, detrás de todo este mar de objetos-fetiche inanimados en el que hoy nos ahogamos, todos buscamos en el fondo que alguien nos arroje un hilo de Ariadna. Incluso hasta el más perverso busca en cada una de sus demandas, aunque no lo sepa, amar y ser amado.


El amor se desvanece cuando el sujeto sólo busca el placer por medio de una constante serie de objetos-imagen-fetiche que sirven para su propia satisfacción autoerótica. Recordemos que el goce es completamente acéfalo y funciona como la inercia, propiedad que tienen los cuerpos de permanecer en un estado de eterno reposo, equivalente al del Nirvana o al de la muerte, pero como nos dijo Nietzsche la muerte es el placer supremo y todo lo que tenga que ver con el goce y por tanto con la pulsión es de por sí mortífero, no porque sea malo sino porque toda pulsión es pulsión de muerte*, siendo ésta la meta final de toda vida posible. Es el deseo y por tanto el amor, la única fuerza capaz de contrarrestar a esa otra fuerza y salvarnos de caer, como Narciso, en las aguas negras de la laguna Estigia en un intento de capturarnos a nosotros mismos.


No deberíamos olvidar que el amor tiene más que ver con servir que con imponer, con dar que con recibir, con perder que con ganar, el acto de amar está más relacionado con la renuncia que con la ganancia, es decir, con todo aquello que hoy tendemos a evitar con todas nuestras fuerzas por temor a perder, siendo que el imperativo es siempre ganar, siempre alcanzar un plus, una ventaja con respecto al otro. Respecto a esto debemos tener cuidado ya que nuestro miedo a perder podría acabar siendo nuestra propia perdición.

Las máquinas y los objetos están allí para satisfacer todo lo que tenga que ver con el registro de la demanda y éste, cabría advertir, es el registro donde permanece el sujeto perverso- o el infans - sin acabar nunca de pasar al “segundo piso” del grafo del Deseo propuesto por Lacan, en el cual el sujeto se dirige al Otro como presencia sobre un fondo de ausencia, lo cual nos daría cuenta de la instauración de una alternancia entre la ausencia y la presencia.


La sociedad de consumo es una sociedad que vive y se mantiene, al igual que el infans, en el primer piso del grafo, a saber, el de la demanda, siendo que allí aún no se ha registrado la ausencia de objeto y el sujeto es sólo un sujeto de la necesidad pero no del Deseo, donde hay significante pero no significación, tornándose imposible la alternancia y la dialéctica entre lo uno y lo otro. Por este motivo es que es precisamente “perversa” porque vela a través de la sucesión de objetos-imagen-fetiche la falta en ser.


Pero es importante que tengamos en cuenta que la angustia justamente se presenta al faltar la falta, es decir cuándo no se presentan separaciones, cortes, intervalos de tiempo, que intercepten esa inercia placentera y mortífera que es el goce. El soporte del aparato del deseo es siempre un objeto que falta, pues el Deseo necesita de un vacío, para poder ser. Por eso es que hoy, se ha visto notablemente afectado por la aspiración al “que no nos falte nada”, la cual acaba generando más angustias que las que logra en verdad evitar.

Otra cosa curiosa y realmente paradójica que nos sucede actualmente es que buscando a través de la Inteligencia Artificial la máquina- humano, nos acaba “saliendo el tiro por la culata” pues lo que acabamos obteniendo, y cada vez mejor, es más bien el humano-máquina, un humano que renuncia a ser y deviene en un artificio mecánico, totalmente incapaz de experimentar angustia como inhabilitado para sentir amor, que logra hablar pero nunca decir nada, que sabe muchos códigos y algoritmos pero no sabe expresarse ni comprender aquello que siente – como tampoco conoce el lugar desde el que habla- un humano - máquina que cada vez “falla” menos en sus procedimientos pero que a cambio pierde su espontaneidad, aquello que lo hace ser quién es.


El humano deviene a ritmo acelerado en objeto de la tecnología, cediendo su propia condición a cambio de obtener la eficacia de la máquina, renunciando al amor a cambio de la obtención de los placeres efímeros, escapando de la angustia pretendiendo alcanzar la felicidad, renegando del deseo en la búsqueda desmesurada del plus de goce, o plusvalía, si se quiere.


Reconocer nuestra propia alteridad, conllevaría asumir a ese otro que somos ante nosotros mismos, detrás de las máscaras y las apariencias. Implicaría pasar de movernos sólo en el registro del tener a hacerlo también al del ser, conllevaría adueñarnos de nuestro discurso y dejar de interpretar el de otro, decirle adiós a los influencers para comenzar a preguntarse por quién se es detrás de tanto objeto y qué se desea entre tanto fetiche consumista. Lo mismo implicaría des-acelerar nuestras vidas cotidianas, ya que el exceso de velocidad logra disminuir el espacio de tiempo en el que consiste todo trabajo de pensamiento, para pensar hace falta espacio, tiempo y por tanto, división subjetiva.


La individualización de la sociedad de consumo es sin duda uno de los asuntos más preocupantes de nuestros días, y esto guarda relación directa con la evitación a toda costa de la alteridad, ya que evitando la alteridad evitamos también, como hemos dicho, al deseo y por tanto el amor y los vínculos. La búsqueda del placer inmediato y la felicidad propia – imperativos fundamentales de nuestros días – es lógicamente incompatible con lo que Bauman llamó el “acta de nacimiento de la humanidad”, que no era otro sino aquél primer mandato de nuestra civilización que condensa todos los demás mandatos: “ama al prójimo como a ti mismo”.


Es este “salto de fe” el que garantiza que haya vínculo humano y éste no significa que debemos repartir abrazos a todo el mundo sino básicamente aceptar la otredad, aceptar que el otro también goza y desea y que lo hace, por naturaleza, de una manera diferente a la nuestra. Es un llamado a respetar el carácter único de cada sujeto particular y comprender que la dialéctica requiere siempre visión de conjunto, tal y como nos decía Platón en La República “el que tiene una visión de conjunto es dialéctico”, pues ha aceptado la alteridad que encarnamos y permite reconocer que esa pluralidad es la que hace posible el conjunto que es la vida, siendo ésta por definición una fuente inagotable de producción de individuaciones que constantemente se renueva a sí misma y nunca produce dos entidades exactamente iguales. Un bonito ejemplo de ello son las hojas de los árboles, las cuales nunca son exactamente iguales entre sí - cada una está provista de su propia carga genética, etc.- pero en su conjunto hacen el árbol. Otro ejemplo serían las estrellas, que en su conjunto armónico hacen el cielo.


Hoy, por el contrario, nos encontramos con que si alguien piensa “diferente” se evita inmediatamente el diálogo, rechazando la oportunidad de abrirse ante el otro e intercambiar diferentes puntos de vista, o intentar llegar a acuerdos, pues eso requeriría mucho trabajo anímico, riesgo y esfuerzo de pensamiento. ¿Entonces qué se suele hacer? Sencillamente lo que hemos hecho durante tanto tiempo a lo largo de la historia de la humanidad: Segregar, excluir, crear supuestas figuras en el exterior que encarnen nuestras propias angustias e inseguridades y de las cuales – al igual que un objeto fóbico – si uno se mantiene apartado entonces “no habrá a qué temer”. Este es por excelencia el tema que encabeza la lista de las problemáticas más apremiantes y profundas de nuestro milenio: El de los extraños llamando a la puerta*, el de otro, el de la propia alteridad. Hoy más que nunca antes, en pleno siglo de la Diversidad, estamos llamados a abrirnos ante la diferencia siendo que, como nos recordada Hanna Arendt , “La apertura hacia los otros es el prerrequisito de la humanidad”.


Hemos pasado ya por muchas revoluciones, muchas guerras y muchas batallas que se llevaron consigo las vidas de millones y millones de almas humanas y que no lograron llevar a nuestra especie más allá del terreno de la enemistad y las relaciones jerárquicas de poder, pues este recorrido de milenios sólo nos ha demostrado que a través del exterminio sólo se llega a la destrucción pero nunca a la resolución de ningún problema. Hoy, a veinte años de haber comenzado el siglo XXI, quizás nos esté tocando por fin vivir otro tipo de revolución, otro tipo de batalla cuyo campo es nuestro propio interior y que en lugar de confrontarnos como individuos nos confronta a nosotros contra nosotros mismos.


Tal vez nos haya llegado el momento de pasar de la batalla del hombre contra el hombre, a la del hombre consigo mismo.


El siglo XXI, como bien hemos visto, es el siglo de la eclosión del Nuevo Mundo, un mundo en el que lo “Normal” es la pluralidad y que a partir de ella es que - sin importar el territorio, la raza, el color, la orientación sexual, el género, etc. - todos estamos globalmente inmersos e involucrados en esta sociedad que gracias al internet ha devenido global y que aclama de forma urgente un nuevo contrato social, más acorde al nuevo modus vivendi que surgió con la deconstrucción de los grandes ideales que sostenían al mundo y la aparición de las nuevas tecnologías, un nuevo contrato que logre organizar nuestra sociedad de una forma más rizomática que vertical ya que sí algo sabemos es que no podemos permitirnos volver a construir un patriarcado, una estructura social encabezada por un solo Pater familia y por tanto un sólo y único líder, pues la familia de hoy en día ya no es más la familia romana, como tampoco lo es quizás la idea de democracia, o de patria, o de comunidad. Por eso mismo es que hoy nos sentimos llamados a volver a definir estos conceptos clave que se encuentran en la base de toda sociedad y a continuar nombrando y creando este Nuevo Mundo que es por definición un mundo múltiple, de constante mestizaje, y del que todos somos parte a partir de la diversidad que la vida hace posible al habitarnos.


Si algo podemos tener por seguro es que no deberíamos permitirnos continuar construyendo barreras, fronteras y muros ya que la experiencia nos ha enseñado que éstos métodos son poco eficaces para frenar la fuerza del deseo cuando se enciende dentro de uno, las peligrosísimas fronteras donde constantemente cientos de inmigrantes arriesgan su vida para pasar al otro lado son ejemplo de ello. Quizás la única certeza que hoy podemos concebir es la de no poder permitirnos el continuar matándonos los unos a los otros, apilando nuestros cuerpos en dantescas montañas de cadáveres, enviando generaciones enteras de jóvenes a guerras que sólo sirven a quienes concentran el poder o permitiendo que miles de niños mueran a diario en ese gran cementerio de extranjeros en el que han devenido las aguas del mediterráneo.


Si algo podemos tener por seguro es que no podemos continuar sosteniendo esta eterna guerra del hombre contra el hombre, en la que todos estamos enemistados contra todos, aunque llevemos máscaras para disimularlo.


Al parecer, en nuestros días, hemos dado vuelta el principio de inocencia y “todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario”, producto de una larga historia de genocidios y fracasos hemos roto el pacto con la humanidad, el compromiso con el otro. Quizás, los constantes velos de la sociedad del espectáculo y la maquinización de la vida, nos hayan llevado a creer que ya no nos necesitamos los unos a los otros pero lo cierto es que no tardaremos mucho tiempo en darnos cuenta de que estamos rotundamente equivocados. Las máquinas pueden ser de gran ayuda, como también la inteligencia artificial, pero si nuestra vida se vuelve artificial y nuestros cuerpos máquinas entonces estamos condenados a perder la causa de toda vida humana: El amor.


El amor siempre implicó e implicará un salto al vacío, un riesgo, y esto no podemos evitarlo a través de programas, algoritmos, aplicaciones, ni fórmulas matemáticas pues no todo podemos racionalizarlo ni matematizarlo a través de la tecnología y en ello radica hoy nuestra labor: en aceptar que siempre habrá algo en la vida que quede por fuera del entendimiento humano, por fuera de nuestra posibilidad de predecirlo, vigilarlo y controlarlo todo.


Hoy, de no repensar y rehacer los contratos sociales de esta nueva sociedad global, de no amigarnos con la alteridad y con el amor, de no querer renunciar ni un instante a los placeres efímeros, de no frenar esta aceleración de la vida que nos lleva a aniquilar el tiempo y el pensamiento, como de continuar cediendo nuestro trabajo y nuestra inteligencia a las máquinas, acabaremos siendo cada vez más como los virus: acéfalos, entes ni vivos ni muertos que necesitan siempre de otros objetos para poder existir, organismos replicables y multiplicables pero sin ninguna razón de ser, completamente incapaces de sentir y amar.

Hoy, quizás en el último coletazo de la era Territorio – Estado – Nación*, nosotros los millenials, zeta y todas las generaciones siguientes, estamos íntimamente llamados a consensuar el nuevo acuerdo de la humanidad, un nuevo pacto que devuelva la dignidad a lo humano y que sea más global, más propicio para un fenómeno que ya no tiene vuelta atrás: la “unidad planetaria de la raza humana”. Necesitamos un nuevo contrato social que parta de la renuncia a La verdad como única y absoluta, así como del desistimiento ante las respuestas universales y las garantías divinas. Un nuevo acuerdo que se enfoque en la pluralidad siendo ésta la que caracteriza al Nuevo Mundo, un mundo en el que no sólo se debería intercambiar y negociar con mercancías sino también con ideas, sentimientos, imágenes y palabras.


Necesitamos un nuevo pacto que contemple la multiplicidad de las partes que lo implican y que promueva la conversación y el diálogo como las vías predilectas para lograr acuerdos, partiendo de otro génesis en el cual el humano renuncia a ser el “amo y señor de la tierra y a dominar sobre las demás especies”, un nuevo acuerdo que no se funde en la extorsión ni en la doctrina del miedo y el terror como instrumentos de dominación sino que se asiente sobre todas las cosas, en el diálogo, la escucha y la aceptación.


Hoy, de pie frente a las puertas de esta nueva “revolución” ya no son las calles ni las plazas lo que debemos tomar, así como tampoco encontraremos a nadie a quién cortarle la cabeza. Hoy, si algo podemos y debemos tomar es la palabra y recuperar a través de ella el tiempo simbólico y la relación con los afectos. Esta nueva forma de “batalla” nos involucra a todos por igual, sea cual sea nuestra posición social, nuestra inclinación política, nuestro género o color de piel y es una batalla interior que consiste en aceptar primero nuestros propios fantasmas, nuestros propios puntos de fuga, nuestra propia responsabilidad sobre lo que hacemos y lo que somos para poder entablar con los otros vínculos más recíprocos, más auténticos y más sanos.


La nuestra es una revolución que comienza desde dentro hacia afuera y cuya armas más efectivas son la conversación y la dialéctica, ésta última basada en la alternancia y la metáfora.


Ya no es momento de respuestas sino de volver a las preguntas y de practicar como sociedad ese arte olvidado por el tiempo: el arte de escucharnos, tanto a los demás como a nosotros mismos.


 
 
 

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