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PERPETUUM

  • Writer: Florencia Franco
    Florencia Franco
  • Dec 16, 2018
  • 19 min read

En una gota cabe el universo

Gustavo Cerati

A quién guardo amor eterno: Andrés Borregales



Galatea de las esferas, Salvador Dalí




¿Es posible lo perpetuo en los seres humanos?

¿Existe la posibilidad de representarnos lo perpetuo?

¿Qué, en la vida del humano, es perpetuo y qué cambia?


Ésta no es más que la misma pregunta que se hacía Heráclito al contemplar ese río que en cierta forma era siempre el mismo, pero a la vez otro tan distinto al del ayer.


Imaginemos por un instante un bosque, esa inmensidad en la cual todo ser humano podría fácilmente perder las nociones de todo punto cardinal posible, esa amplitud tal del espacio concreto que se presenta como una gran fuente de inspiraciones y como un vasto campo sobre el cual poder interactuar, aunque al mismo tiempo éste podría representar una inmensidad que no simboliza más que la fatalidad del destino humano, del horror que incita el hecho de que los límites no estén claros, de que las coordenadas se hayan escondido junto con la luz del día en lo más hondo de la oscuridad arbolada del bosque.


En un bosque uno puede jugar, puede pasear y descubrir qué hay detrás de los pinos, soñar con lo que hay más allá de ellos y emprender la tarea de buscar los tesoros que éste a simple vista promete, pero también es inevitable pensar que los bosques se prestan como buenos sitios de escondite dado las sombras que los elevados troncos sugieren.


¿Acaso cada hombre no es, en cierto punto, algo así como uno de estos bosques?

¿No tenemos dentro de nosotros esos mismos tesoros escondidos y a la vez aquellas sombras que acabamos de nombrar?


A veces los bosques se confunden en mi imaginación con laberintos. Tal vez la única diferencia que logro representarme entre ambos es que un bosque es una suerte de laberinto natural mientras que el laberinto como tal, el de Creta, por ejemplo, siempre es una construcción que responde a una arquitectura humana diseñada precisamente para confundir a los hombres.


¿Acaso no hemos tenido alguna vez la sensación de tener un laberinto en nuestra mente o más bien de pensar que nuestra mente misma no es más que un extraño lugar formado por inhóspitas callejuelas y sombrías encrucijadas?

¿Acaso no tenemos a veces la extraña sensación de necesitar perdernos para poder así y sólo así luego volver a encontrarnos?

¿No es cierto que a veces la vida misma se nos muestra como ese inabarcable bosque colmado de insondables bifurcaciones e impenetrables secretos?


La palabra laberinto proviene del griego Labyrinthos. Analizándola notamos que tiene un influjo latino el cual nos permite pensar que la raíz Labyr apuntaría a una variación de laboris o labor y éste alude a la cualidad artificial de este trabajo en sí mismo porque el laberinto es un lugar para perderse. A su vez esta cualidad del esfuerzo humano que conlleva la construcción del laberinto alude a la creación de un dentro como lo señala la palabra Intus – inthos nos remite a lo interno, a estar dentro de. Es decir que se trataría de un trabajo construido en el interior de algo – una caverna por ejemplo como el Laberinto del Minotauro que mencionábamos antes – de hecho, el significante laberinto pueda derivar del latín Labyros que significa cavidad hacia adentro.


Volveremos sobre esto, aunque hay otra cosa que también resulta muy llamativa: Cada uno de nosotros tiene en sus oídos internos un laberinto y éste es una de las tres partes que constituyen el oído, a saber, el laberinto interior o cóclea – ese caracol que se encarga del proceso auditivo – y el laberinto posterior o sistema vestibular que tiene la función de percatarse de la posición del cuerpo en el espacio y de lograr que éste mantenga el equilibrio. A su vez el oído interno se localiza en el cráneo, más precisamente en la pirámide petrosa o peñasco del hueso temporal el cual presenta una oquedad llamada laberinto óseo.


Por ende, podemos decir, aunque no concluir ya que eso sería precipitarse en demasía, que nuestro proceso auditivo está íntegramente rodeado de laberintos.


¿Y qué es el oído sino aquel órgano sensible que se encarga de recibir el sonido en forma de ondas sonoras que llegan desde el afuera para enviarlo al cerebro?

¿Qué es el oído sino aquel órgano primordial de la relación con la voz de esos otros que nos hablan y por los cuales somos también hablados?


Tenemos que tener cuidado aquí ya que es terreno pantanoso el pensar que es sólo gracias al oído que escuchamos, cuando en verdad todo aquel que haya vivido eso que se denomina alucinación auditiva nos demostraría más bien lo contrario.


¿De dónde le vienen al alucinado esas voces que dice escuchar pero que ninguno de los de su alrededor escucha?


Esto no ocurre solo en la locura, como se suele pensar, a más de una persona y más de una vez le habrá pasado de creer haber escuchado algo que “en verdad” no fue, cómo podrían ser unos pasos, una voz o un determinado llamado. También podemos pensar en el mejor de los ejemplos, ese último gran representante del clasicismo vienés que tenía que voltearse y ver a su público para saber si lo estaba aplaudiendo, ese genio alemán que logró componer sus últimas cuatro sinfonías hundido en la más profunda de las sorderas: Ludwig Van Beethoven.


El alucinado y este último ejemplo nos revelan que el hecho de escuchar tal vez no tenga tanto que ver, necesariamente, con la audición en sí misma, con el proceso auditivo fisiológica y anatómicamente hablando.


¿Qué hay de la voz propia, esa que escuchamos tal vez más de lo que quisiéramos al pensar?

¿Acaso no es pensar también escucharse? Aunque ¿Qué hay de pensar para justamente hacer lo contrario, es decir, no escucharse a uno mismo?


También podemos tratar de engañar a nuestra mente pensando en cosas que sabemos que no son relevantes o que no nos angustian tanto como aquellas que nos rehusamos a invocar.

¿Podemos oír para no escuchar?


El niño al cual se le habla y parece prestar atención, pero luego da vivas muestras de no haber escuchado nada o el adolescente que se pone los auriculares con música tan fuerte casi como para lograr romperse literalmente los oídos


¿Qué es lo que no quieren escuchar?


El adulto que tiene problemas con su pareja o con sus hijos, pero en lugar de pensar en ello o hablar de ello busca más bien distraerse con conversaciones banales que bien sabe no le conciernen: ¿Qué es lo que no quiere escuchar?


La biblia habla acerca de que “se les fueron dados oídos para no oír y ojos para no ver”. Los oídos también nos permiten escuchar para no escuchar, es decir, escuchar lo que queremos escuchar y descartar aquello que no. Lacan en el seminario XI afirma que la percepción funciona también de forma negativa ya que en un mundo de posibilidades estimulantes sólo vemos o escuchamos aquello que acabamos viendo o escuchando. Es significativamente superior aquello que se descarta en el proceso perceptivo que lo que se percibe. Por tanto, al ver y al oír el sujeto se está, indefectiblemente, castrando de alguna manera ya que su limitada percepción no le permite verlo o escucharlo todo sino una minúscula e ínfima porción de lo real.


¿Por qué se descarta aquello que no se acaba percibiendo?

¿Qué funda ese proceso de selección?


Pues nada más ni nada menos que el deseo de cada uno, el cual es inconsciente. Dentro de un mundo de cosas que se nos presentan para ser vistas se acaba mirando aquello que ésta voluntad, este deseo induce al sujeto a mirar. Lacan en el mismo seminario diferencia en el campo de lo escópico, la mirada de la visión, y en mi opinión lo mismo es atribuible al objeto voz entre oír y escuchar. Mirar no es lo mismo que ver como escuchar no es lo mismo que oír. Mirar y escuchar obedecen no a los estímulos externos como si lo hacen la vista y el oído, sino a una fuerza interior, una pulsión interna muchas veces imposible de explicar con palabras, pues tiene que ver con el real de la vida.


¿Ven porqué hablábamos en un comienzo de laberintos?


Podremos saber lo que decimos en un momento dado a otra persona, pero nunca lo que esa otra persona escuchó en eso que se le ha dicho. La polisemia de las palabras permite que un mismo significante pueda despertar en diferentes sujetos significaciones completamente diversas en función de varios factores, entre ellos, la historia de los sujetos en cuestión, la lengua materna, la cultura, etc. Las palabras son en sí mismas hilos que nos permiten hilvanar y tejer vínculos con los demás y por supuesto con nosotros mismos, aunque al mismo tiempo es inevitable el no acabar enredados entre tantos hilos, hilos que forman nudos, algunos más difíciles de desenredar que otros. Vemos aquí cómo el proceso auditivo anatómicamente, tan plagado de laberintos y caracoles, no es muy diverso del proceso psíquico que permiten la subjetivación del objeto voz y el objeto mirada.


Desde el momento cero en que somos introducidos en el mundo del lenguaje estamos adentrándonos en un laberinto. Al comienzo de este escrito decíamos que el laberinto es una especie de caverna o de cavidad que se dirige hacia dentro, pues esto mismo es la palabra, palabra cuya característica fundamental es la formación de un agujero o como hemos dicho en otro texto “una cueva que se cava a sí misma”.


Recuerden a Cronos, ese padre hambriento que no se detiene en la misión de devorar a cada uno de los hijos que es capaz de engendrar, me dirán ese es el tiempo, la esencia misma del tiempo también, y tendrán razón, pues el tiempo no es otra cosa que la otra cara de la palabra. Como una vez me dijo Andrés Borregales a raíz de una cita que hice de Cortázar - “El tiempo nace en los ojos”- él más bien corrigió “El tiempo nace en el lenguaje”.


Podríamos pensar al aparato del lenguaje como un laberinto en sí mismo, es decir, como un gran recinto provisto de innumerables callejuelas y encrucijadas que si bien lleva de un punto de partida a un punto de llegada de una forma casi lúdica también se presta al mismo tiempo para incalculables trampas y escondites.


¿No es acaso, como intentamos explicitar en Rehenes del lenguaje, la palabra también una trampa?


Pensemos en el más famoso de todos los laberintos, el de Creta, ¿Qué simboliza allí el Minotauro, ese monstruo encerrado de por vida en el laberinto? ¿Por qué, a pesar de la astucia que éste mismo guarda, no busca la manera de salir de allí? ¿Tal vez porque no lo desea?


Julio Cortázar en Los Reyes expone que el Minotauro no sale del laberinto porque es consciente de que “allí afuera está esa otra cárcel”. Ambas son cárceles para el Minotauro, la del laberinto y la de fuera, en el adentro y en el afuera, no hay en verdad tanta diferencia, al menos no una diferencia existencial. El adentro y el afuera están regulados por las mismas leyes y principios, de hecho, muchas veces se desdibujan la una a la otra, tal y como ocurre en la famosa banda de Moebius. En el gran análisis de Cortázar sobre el Mito del Minotauro éste expone, a mi entender, que el Minotauro sería la figura que encarna al poeta, al hombre que habla su propia lengua, al sujeto que se atreve a aislarse un poco del resto de la especie para así poder encontrarse un poco más a sí mismo y esto, claramente, ante la vista de los demás, lo hace verse como un auténtico monstruo. El Minotauro, como aquél que se atreve a personificar la diferencia y por tanto la autenticidad, no es aceptado por la sociedad como un igual y a demás se lo coloca en el lugar de ese que representa el peligro.


Siguiendo la línea reflexiva de Cortázar se puede pensar que el Minotauro es el poeta que fácilmente se deja embelesar por la seducción del lenguaje y se esfuerza por tanto con recorrer todos sus pasadizos, desvelar cada uno de los enigmas que éste trama, pagando el precio que esto conlleva, a saber, el de perderse en él. Aunque no sin una ganancia.


¿Cuál sería la ganancia que el Minotauro, el poeta, alcanza al alienarse más que ningún otro al laberintico reino de lo simbólico?


Posiblemente un goce, el del sentido, y al mismo tiempo también la acogedora sensación de un hogar. El laberinto de Creta era, nadie podría negarlo, el hogar de aquél monstruo de cuerpo humano y cabeza de toro hijo de Pasífae. Borges también se refiere en su cuento El inmortal al laberinto como esa casa labrada para confundir a los hombres.


El lenguaje, al igual que el espacio, es un hogar que se presta al sujeto para ser habitado. Para poder hablar, dialectizar e incluso pensar, el sujeto deberá sumergirse en ese laberinto de calles secretas que no sabemos a donde conducen hasta que las hayamos recorrido, porque es solo aprés coup que el sujeto entiende a donde lo llevaron esas callejuelas por las que se adentró. Y así como los humanos habitamos el espacio y construimos en él un hogar también habitamos el lenguaje y por ende el tiempo para acabar haciendo lo mismo.


Conduzcámonos, cosa que siempre es útil y esclarecedora, al origen de la palabra habitar, pues esta viene del latín habitare que es un frecuentativo del verbo habere, es decir, tener. El frecuentativo indica que la acción se repite reiteradamente por lo que deducimos que el acto de habitar es un acto que implica a la repetición.


Así como el hombre construye una casa para delimitar su espacio privado del externo, su mundo íntimo del mundo exterior, para poder allí reposar y desplegar aquellos actos cotidianos del orden de la intimidad también hace lo mismo en el reino del lenguaje y por tanto del tiempo, todo hombre construye – a su medida, a su escala, a su manera – una casa en el lenguaje, es decir en el tiempo. Esa casa es su historia, la obra de ese ser humano en cuestión, el relato que él mismo construye acerca de lo que es él y lo que es para él su mundo.


Procuremos retomar entonces ahora el tema inaugural del presente escrito, a saber, lo perpetuo.


¿Es la casa que el hombre construye en el espacio una construcción que logra permanecer en el tiempo?

¿Es la casa que el hombre construye en el tiempo – y en el lenguaje – una edificación que logra permanecer infinitamente?

Pero,

¿Qué es el infinito?

¿Cómo alguien no finito – cualquiera de nosotros, humanos – podría dar cuenta de que algo fuese infinito?

¿No sería sólo lo infinito lo que podría dar cuenta de aquello que logra vencer a ese frenético devorador que todo lo aniquila que es el tiempo?


Recordemos a los científicos que en el siglo XIX anhelaban con todas sus fuerzas construir aquel móvil perpetuo que fuera capaz de funcionar eternamente sin necesidad de energía externa adicional y no se encontraron más que con una infinidad de intentos fallidos que los impulsaron a crear lo que hoy en día conocemos como Las leyes de la termodinámica. Ese móvil perpetuo, declararon, no es más que una máquina hipotética, un objeto imposible, que los ayudó - y posiblemente aún hoy ayude - a pensar en el comportamiento de la energía y de la materia en sus relaciones con el frío, con el calor y, fundamentalmente, con el tiempo. Ya Leonardo da Vinci había procurado demostrar esta imposibilidad de movimiento perpetuo a raíz de la rueda desbalanceada de Villiard De Honnecourt, un dispositivo giratorio que se mantiene en permanente desequilibrio que supone haría a la rueda girar infinitamente hasta encontrar ese equilibrio que nunca alcanza.


¿Podríamos pensar a este objeto imposible de la física como el equivalente del objeto a en psicoanálisis, ese objeto imposible de obtener pero que nos sirve para mantenernos en movimiento en busca de un equilibrio celestial imposible de alcanzar?


En varias oportunidades a lo largo de la historia el ser humano se ha emprendido a la tarea de construir una máquina que fuese capaz que subsistir en movimiento infinitamente, la Rueda desbalanceada de Villiard De Honnecourt, el péndulo de Simón Prebbl más conocido como péndulo de Newton dado que éste fue quien definió las leyes de la mecánica, el frasco de autollenado o “Esquema de Boyle del movimiento perpetuo” en honor a Robert Boyle. Todas, absolutamente todas ellas, han fallado y han acabado demostrándole al ser humano que es imposible lograr una máquina capaz de funcionar eternamente, aunque esto no quiere decir que aquella ilusión de la idea originaria haya sido absurda ni mucho menos en vano, como dijimos, estos objetos imposibles creados por la imaginación humana – la cual no responde a las leyes de la termodinámica ni de la física – sirvieron para fundar la que es reconocida por ser la más lógica de todas las ciencias. Nuevamente un objeto imposible de alcanzar le garantiza al hombre un sendero por el cual transitar sin importar que la meta sea tangible, pues la meta es el sendero mismo.


Lo que si podría resultarnos llamativo es este empeño del humano de encontrar construir algo que fuese eterno. ¿Qué se pretende, me pregunto, cuando se empeña uno en siquiera imaginar una máquina que fuese capaz de aniquilar al tiempo?¿Acaso burlarlo?

¿Tal vez negarlo? ¿Podría responder a la ilusión de poder alcanzar la eternidad de las cosas y por tanto de la misma existencia?


No lo sabemos, sin embargo, ya que la imaginación no tiene límites… ¿De qué nos serviría lograrlo? ¿Para representarnos finalmente lo fatídico de lo eterno?


Al tener conocimiento el científico de que toda la materia del cosmos es exactamente la misma, todos somos polvo de estrellas como decía Carl Sagan, posiblemente se piense que si se encontrara la manera de crear esa máquina eterna también se estaría más cerca de lograr que el mismo hombre fuese eterno, es decir, la ciencia así lograría encontrarle una “solución” al problema de la muerte, que es aquella que delimita la existencia de un objeto en el cosmos, pero ¿Es la muerte en sí misma un problema que ha de ser resuelto?

¿Por qué habría de anhelarse la existencia infinita de un objeto incluso cuando este es un objeto de amor?


La naturaleza tiende a comportarse de manera universal, como dijimos recién, tanto la mesa petrificada de la sala, como la abeja del panal del árbol del patio o el mismo árbol del patio y sus demás componentes, como cada hombre o mujer están hechos de la misma materia. La materia es siempre la misma y esta ni se gana, ni se destruye, sino que solo sufre fluctuaciones, transformaciones en las formas, digamos que adquiere diversas presentaciones. Pero es la misma. Muchos científicos se sienten muy orgullosos de haber reemplazado el mito de Adán y Eva para explicar el origen del universo por aquella explosión cósmica, mundialmente conocida como Big Bang pero, por interesante y asimilada que esté dicha teoría, es evidente que no puede ésta explicar la causa que podría haber originado tal explosión. Es decir que el Big Bang podría explicarnos el origen del universo y por ende de la humanidad, pero no podría explicarse a sí mismo. El Big Bang no explica al Big Bang.


La denominada Ley de Hubble que postula, a partir de la observación de Edwin Hubble desde el monte Wilson, que las galaxias no son estáticas, sino que se mantienen en constante movimiento y que a demás se alejan de la tierra a una gran velocidad. Si bien ésta es la gran prueba del fenómeno Big Bang, lo interesante es que señala que, a partir de dicha explosión, el universo aún continúa expandiéndose a una velocidad desmesurada. Frente a esta gran expansión surge nuevamente una pregunta similar a la que favoreció el nacimiento de la termodinámica


¿Hasta cuándo se seguirá expandiendo el universo?

¿Hasta cuándo nos alejaremos de nosotros mismos?

¿Es esta expansión finita o infinita?


Lo cual no nos conduce más que a la pregunta más básica pero no por ello menos crucial:

¿Es eterno el universo o acabará aniquilándose con el pasar del tiempo como todos aquellos seres vivos que dentro de él se despliegan en una constante cadena causal de nacer, desarrollarse y morir?


Los científicos coinciden en que si el universo tuvo un comienzo entonces por ende debe también tener un fin y se representan este fin mediante dos posibilidades o por muerte caliente o por muerte fría. La primera de las dos formula que este movimiento de expansión a causa de la fuerza de la gravedad tenderá en algún momento a desacelerarse hasta acabar anulándose, lo que produciría lo que se denomina como Big Crunch, el fenómeno apuesto al de expansión, es decir que el universo sufriría tal compresión que acabaría por desaparecer. Pero surge aquí la duda de si esto en verdad no ha ocurrido incluso antes de que nuestro universo, el que se supone que habitamos, surgiera. Es decir que este proceso de expansión y contracción, esta respiración cósmica de nacimiento y de exterminación, podría ser un proceso que se repitiese sin que nosotros pudiésemos jamás confirmarlo ya que, si el universo muere, obviamente, moriríamos con el y no podríamos percatarnos del universo que surgiría de la misma muerte de nuestro universo. Es decir que según esta hipótesis el universo podría tener el mismo comportamiento que tienen todos los seres vivos en relación a la vida, éste viviría hasta acabar extinguiéndose para que así, de las mismas cenizas, naciera otro nuevo universo. Esta teoría no puede dar cuenta de si el universo es finito o infinito.


La teoría de la muerte fría del universo se basa en un hecho fundamental: Al estar el universo en proceso de expansión constante y al demostrar las investigaciones científicas que éste no ha reducido la velocidad de dicha expansión, sino que más bien se ha acelerado, entonces no habría porqué pensar que éste fuese a extinguirse, sino que podría ser infinito mientras nada se interponga en la energía liberada que le permite la expansión. Por otra parte, lo que sí se ha vislumbrado es una extraña energía denominada energía oscura, una suerte de fuerza destructiva imposible de precisar, que a pesar de no saber tampoco por qué existe ni cuál es su origen o su función pareciera estar separando al universo y haciéndolo sucumbir en una tétrica muerte lenta.


Ahora bien, si tenemos en consideración el mismo principio que propone que es imposible medir con presión absoluta el valor y la cantidad de movimiento de una partícula debido a que el mismo proceso de medir altera lo que se mide aún con los más precisos e inimaginables aparatos.


¿Será que es porque hay algo del orden de la percepción humana que se nos escapa? ¿Será, tal vez, que nos hemos empeñado durante siglos en intentar conocer todo aquello que podemos percibir como el espacio sideral, las galaxias, los planetas, las estrellas y los astros, pero no tanto la mismísima percepción, como sus funciones y procesos implicados?


No es casualidad, lo he dicho antes, que la astronomía o la astrofísica nacieran antes que la psicología y por supuesto que el psicoanálisis, esto no es más que la prueba de que el ser humano, a lo largo de la historia, se ha empeñado más en comprender aquello que está “fuera” de sí pero no aquello que está “dentro de sí”. Tal vez mirase un afuera justamente para evitar el mirarse a sí mismo. “El creador apartó la vista de sí mismo y entonces creó el mundo” nos recuerda Nietzsche.


Se hace inevitable volver al tema de la percepción que comentábamos anteriormente.


¿Es capaz el ser humano de encontrar algo que no esté antes en sí mismo?

¿Acaso no es que no encontramos sino aquello que buscamos?

Pensemos en el cielo,

¿No se presta éste como un maravilloso campo proyectivo?

¿No es un cielo negro salpicado de estrellas un gran abismo que nos devuelve la mirada?


En otras palabras,


¿Qué nos devuelve aquello que vemos en el cielo de nuestra propia imagen?

¿Qué vemos en el universo que no veamos antes, aunque sin saberlo, en nosotros mismos?


La conclusión de que la materia siga en movimiento, tanto a nivel del universo todo como también en las partículas de cualquier objeto material, que según los científicos siempre pueden dividirse prácticamente ad infinitum:


¿Podría tener más que ver con cómo funciona nuestra percepción humana, demasiado humana?


A partir de Jacques Lacan somos conscientes de que en el caso de los seres humanos la percepción es condicionada por el campo del lenguaje en la medida en que este es el fenómeno temporal primigenio y es por esto que la psicología sostiene, con suficientes fundamentos, que no vemos las cosas como son sino como somos, atravesado por el lenguaje, es decir, por la cadena temporal del discurso en constante movimiento.


No es de extrañar entonces que encontremos en el cosmos muchas coincidencias con el universo subjetivo de cada ser humano. Pensemos en la tan renombrada materia oscura que nadie ha podido definir ni explicar qué es exactamente, aunque se sepa que ésta podría ser el 90% de la materia del Universo. Atribuimos a la tecnología la dificultad de poder llegar a investigarla ya que esta materia no se puede percibir con ningún instrumento ni con ninguna máquina, sin embargo, se suele creer que esta materia oscura existe. ¿Y cómo es que se sabe que esta existe si no puede ser aprehendida por la percepción ni por el intelecto humano? Por los efectos que ésta crea en el cosmos. Esto es algo muy similar a lo que en el psiquismo ocurre con lo que llamamos advenimientos de lo real, algo que nadie puede precisar con palabras pero que sabemos que están allí por que los sentimos como efectos que son afectos como dice Colet Soller. Pensemos también en los agujeros negros que se encuentran en el cosmos en los cuales la fuerza de atracción es tan masiva que nada puede salir de ese hoyo, ni siquiera la luz aunque ésta viaje a 300 mil kilómetros por hora.

¿No es parecido a lo que ocurre con el goce, a saber, esa fuerza de atracción que lleva al sujeto siempre a repetir el mismo destino?


¿Y qué hay de la gravedad?


Esa fuerza física que la tierra ejerce sobre todos los cuerpos hacia su centro. En cada sujeto se puede observar también una fuerza natural invisible, aunque constatable, que hace que el sujeto siempre vuelva al mismo lugar, una fuerza que parece imposible de vencer y que responde a leyes que a simple vista son sumamente desconocidas pero que está y que sabemos de ella también por sus efectos, por el hecho de que el sujeto se pregunte nuevamente ¿Por qué he vuelto a hacer esto? ¿Motivado porqué fuerza? ¿Con qué sentido? Etc. Muchos acaban respondiéndose: Porque no me sale otra cosa, porque no soy yo el que elige hacer esto, sino que soy llamado a eso... etc. Podríamos por tanto pensar en la posibilidad de una gravedad subjetiva que hace que el sujeto siempre se mantenga dando vueltas alrededor de la misma órbita.


Me propongo investigar todos estos puntos de coincidencia en el “afuera” y en el “adentro”, es decir entre la física y el psicoanálisis, para explicarlos con mayor detalle pero por el momento no deberíamos negar que hay varios puntos en común y que estos no nos demostrarían más que lo mismo que Karl Sagan decía cuando anunciaba que todos somos polvo de estrellas y que por lo tanto ese “afuera” y ese “adentro” no estarían en verdad tan desconectados entre sí, sino que más bien son, de cierta forma, la misma cosa. Esto es decir lo mismo que anuncia la geometría proyectiva al anunciar casi como un axioma que dos rectas paralelas elevadas hacia el infinito acaban cruzándose en punto que denominan “punto impropio”.


Luego de que Lacan planteara la posibilidad de comprender el psiquismo humano en función de tres dimensiones -lo real, lo simbólico y lo imaginario – también nos acercamos inevitablemente aún más a la física ya que, como concluyó Andrés Borregales, estos tres registros que constantemente interactúan entre sí no son más que equivalentes a las tres funciones a priori del entendimiento humano, a saber, la materia, el tiempo y el espacio. Este tema me propongo abordarlo en el próximo texto que bien podría ser la continuación de este escrito y el cual irá titulado como “R S I – M T E – Real, simbólico e imaginario son, en este mismo orden, equivalentes a la materia, el tiempo y el espacio”.


Con intención de poder concluir, cosa que resulta siempre particularmente difícil, voy a conducirme nuevamente - lamento la insistencia - a un libro que marcó un antes y un después en mi vida: “El nacimiento de la tragedia” en él Nietzsche expone que en verdad la vida y la muerte no son más que la una y misma cosa. La vida es una fuente infinita que a todo momento produce individuaciones pero que, al producirlas, inevitablemente, se desgarra a sí misma, quedando despedazado lo uno primordial pero, luego de ello, la vida volverá a pretender la reunificación, es decir, reencontrarse nuevamente como esa unidad primordial que supone alguna vez fue. Claro está que esta reunificación no se produce más que con la muerte la cual es considerada por Nietzsche como el placer supremo en tanto denota el reencuentro con el origen, algo así como un ciclo que se cumple para volver a comenzar de nuevo.


Morir no es desaparecer, sino sólo sumergirse en el origen que incansablemente produce nueva vida. La vida es pues, el comienzo de la muerte, pero la muerte es condición de nueva vida. La ley eterna de las cosas se cumple en el devenir constante.”


Nietzsche dice que debemos darnos cuenta de que todo lo que nace tiene que estar dispuesto a un ocaso doloroso y esto no es más que porque toda existencia tiene una determinada fecha de caducidad, aunque también por otra parte, si pensamos que todos somos ese polvo de estrellas que se desprendió de la gran explosión, más que desaparecer de la tierra aquello que muere no hace más que volver al origen para permitir así la continuación del ciclo mismo de la vida que constantemente, como dice el gran filósofo, produce individuaciones.


Por otra parte, y ahora sí para concluir, si en verdad el universo es algo tan desmesurado que escapa a la representación del hombre dada su inmensidad, si éste no es abarcable o medible ya que constantemente está en expansión, pero si sabemos que todo lo que en él nace está constituido con la misma materia, entonces lo que podemos pensar es que este universo sólo existe como representación de cada sujeto que en él mora.


Por lo tanto, me atrevo a formular que cada vez que un ser humano muere, muere con él todo el universo, es decir que el universo nace y muere con cada uno de los hombres que lo habitan.


Gracias.

 
 
 

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