PARANOIA
- Florencia Franco
- Dec 30, 2018
- 21 min read
Updated: Aug 18, 2020
Charla - Debate impartida en el Centro cultural Cronopios el día 20 de Diciembre del 2018
(Adaptación de Ensayo sobre la locura)

La metamorfosis de Narciso, Salvador Dalí
Hoy estamos aquí, como ya saben, para hablar sobre la Paranoia.
En primer lugar me gustaría poder situar este fenómeno clínico en la historia. Digamos que al respecto de la Paranoia hay un antes y un después de Kraepelin, un psiquiatra alemán considerado una de las figuras más destacadas de la psiquiatría mundial de todo el siglo XIX. Antes de Kraepelin podría decirse que la Paranoia era un diagnóstico que no tenía ni pies ni cabeza, es decir, no estaba definido ni precisado rigurosamente sino que más bien se lo asociaba como un desorden de la personalidad que podía presentarse de innumerables formas, por lo que era uno de los diagnósticos más frecuentes que solían hacerse en los hospitales dada la amplitud que ofrecía el término. En su tesis doctoral sobre la Paranoia y sus relaciones con la personalidad, Jacques lacan nos dice que “La paranoia era entonces en psiquiatría el término que tenía la significación más vasta y la peor definida”.
Si nos conducimos al origen del término Paranoia, éste nos remite al griego antiguo en donde paranous era un término para designar a todos los enfermos mentales, el prefijo para significa contra o al margen de y nous, mente. Por tanto paranoia sería lo mismo que decir fuera de la mente.
Es recién en 1899 cuando Kraepelin limita el diagnóstico de Paranoia al desarrollo insidioso de un sistema delirante duradero e imposible de revertir, este trastorno también se caracteriza para Krapelin por conservar intactas la claridad y el orden del pensamiento como el querer y la acción. De más está decir que este diagnóstico se caracteriza por la aparición de lo que Laségue nombra en como “delirio de las persecuciones”.
Es Sigmund Freud quién, luego de analizar en profundidad un gran caso de psicosis paranoica – el famosísimo caso Schreber – traza una línea de división de las aguas (como dice Lacan en el seminario III) entre por un lado la paranoia y por otro lo que él llamaba parafrenia, que correspondería lo que hoy se conoce como esquizofrenia. Por tanto para Freud, el campo de las psicosis de divide en dos. A grandes rasgos estas dos modalidades que presenta la estructura psicótica se diferencian por una cuestión fundamental: En la paranoia no se observan daños en las funciones cognitivas ni ninguna clase de deterioro, por esto mismo es que a este cuadro clínico también se lo llamó en varias oportunidades como “locura razonante”, en cambio en la esquizofrenia sí se presentarían estas condiciones y una suerte de desorden o alteración del lenguaje y por tanto del pensamiento todo.
Creo que para procurar comprender, pese a que Lacan decía que comprender es siempre una ilusión y más cuando de desórdenes mentales se trata ya que lo propio de los “trastornos mentales” es burlar a la comprensión, pero para al menos creer que comprendemos - sobre todo algo tan complejo como el tema que hoy nos reúne aquí - es muy útil combinar la teoría con un caso clínico o con una obra literaria es por eso que para procurar abarcar el tema de la paranoia no se me ocurrió mejor novela que aquella mundialmente reconocida por ser la más lograda de todas las novelas, a saber, el Ingenioso hidalgo Don quijote de la Mancha ya que en ella se describen, asombrosamente bien, muchos de los llamados fenómenos elementales que Lacan atribuye a la Paranoia.
Nos podemos preguntar, casi boquiabiertos ¿Cómo? ¿Cómo pudo ser que un hombre que se cree nació en el año 1547 y vivió en la España de los reinados de Carlos I, Felipe II y su hijo Felipe III, en plena cumbre de lo imperial cuando Gracián que afirmaba que “la corona de España era la órbita del sol”, pudo haber tenido nociones tan claras en relación al fenómeno clínico que siglos después se bautizó como Paranoia?
Para aspirar, aunque fuera tentativamente, a respondernos esto deberíamos entonces contextualizar, conducirnos a esa fuente de sentido que la historia es en sí misma, deberíamos situarnos.
Durante los años en los que vivió Cervantes se vivía en España una gran decadencia económica y se decía que ésta era en ese entonces una España no adaptada a los efectos que presentaba el amanecer de la mundialización. Es importante que tengamos en cuenta también que a nivel europeo los años de Cervantes coinciden con los de Galileo Galilei, considerado por muchos como el padre de la astronomía y de la física moderna, y por otra parte encontramos a su vez a Descartes, otro padre, éste del método que acompaña la ciencia… Partiendo de estas coordenadas no podríamos negar que el Quijote fue escrito en pleno conflicto entre la religión y la ciencia en la sociedad occidental, en el margen de la revolución científica. Es por eso que no debe extrañarnos que El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha sea considerada la primera novela moderna.
Esta contextualización que acabamos de mencionar es, a mí entender, trascendental y la retomaremos en el cierre.
La cuestión es que Cervantes en aquellos tiempos tuvo la corazonada de algo que Lacan elaboraría cuatro siglos después en un texto del año 1946 que está en sus Escritos llamado “Acerca de la causalidad psíquica”. Es en este temprano texto de Lacan que formulará que no estaba menos loco un hombre que se creía rey que un rey que se creía rey. Esto nos da la pauta de que Cervantes y Lacan coinciden en que la locura algo que tiene que ver con la certeza, con el hecho de que el sujeto se crea en suma lo que es.
Chapucemos un poco en la letra de Cervantes:
“Llenósele la fantasía, de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias… y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo”
Pensemos una cosa: ¿Cuántos caballeros andantes hubo antes de Alonso Quijano sin ser precisamente catalogados de locos? Un montón. Entones deducimos que Alonso no estaba loco por el hecho de haberse destinado a ser un caballero andante, sino más bien por otra cosa.
Se dice que a Alonso Quijano se le seca el cerebro de manera tal que viene a perder el juicio cuando se empecina en creer, como Cervantes bien lo enuncia, que no había historia más cierta en el mundo que la suya. Alonso Quijano pierde el juicio, como su autor describe, en el momento en que comienza a “no dudar de nada”. Esto nos da la pauta para pensar que Cervantes ya intuía algo que años más tarde Arthur Schopenhauer pondría en palabras: Que la realidad empírica no es más que nuestra propia representación.
El fondo del espíritu es delirio. Lacan supo bien cómo dar el giro adecuado para plantear que “la locura es la normalidad” es decir que todos estamos locos a partir del hecho de que debamos recurrir a un delirio, o llámese si suena mejor, a una realidad subjetiva, que nos sirva para hacer algo con ese gran agujero negro que representa para todo sujeto el hecho de que no haya relación/proporción sexual entre los seres hablantes, a la imposibilidad de encontrar una respuesta a la pregunta por el lugar que uno ocupa en el deseo del Otro, a la dificultad de concebir la propia finitud de la existencia y a la compleja materia que representa el estar sujetos a una vida que se vive hacia adelante pero se comprende hacia atrás.
Pensemos un poco ¿Quién está menos en sus cabales, un sujeto que supuestamente está delirando o aquel otro que procura imponerle que su realidad no es real? ¿Pero cómo? ¿Acaso hay una realidad para todos?
Esa es una de las preguntas fundamentales a las que invita a preguntarse nuestro caballero andante. Jorge Luis Borges me acompañaría aquí diciendo que Miguel de Cervantes supo que la realidad está hecha de la misma materia que los sueños. Entonces, nos preguntamos, si toda realidad es delirio ¿Qué diferencia hay entre un loco y un supuesto cuerdo?
Muchas veces se suele decir que loco es todo aquel que no se adapta a la realidad en la que vive, otros más procaces, dicen que loco es aquel que vive fuera de la realidad. ¿Pero a qué fuera se refieren? ¿A qué realidad?
Ya Nietzsche exclamaba a los cuatro vientos en el siglo XIX: “¡No hay ningún fuera! Cosa que la ciencia misma afirma, con el tan renombrado “Principio de incertidumbre o de Heisenberg” el cual anuncia que es imposible medir simultáneamente y con absoluta precisión el valor de la posición y la cantidad de movimiento de una partícula. ¿Y esto porqué es así? Pues nada más ni nada menos que porque el mero hecho de medir altera lo que se mide. La ciencia misma reconoce que no se puede saber nada del espacio exterior sin pasar por la vía de la consciencia humana y por ende que todo aquello que el hombre observa no es lo que es sino lo que él se representa de ello.
El mundo es mi representación, afirmó rotundamente Schopenhauer. Freud, lector de aquél en su momento, lo testifica claramente al evocar que no vivimos en la realidad sino en nuestra propia imagen de ella. No deberíamos entonces permitirnos ya dudar del hecho de que dicha realidad es siempre psíquica, siempre ficción, ficciones diría Borges y a mi parecer muy apropiado porque siempre es de uno en uno.
Y si es de uno en uno, si toda realidad es una representación, volvemos a la pregunta ¿Qué es lo que diferencia al loco del cuerdo? Evidentemente, como Lacan esboza en el seminario III, lo que está en juego no es la realidad.
Lacan sostiene que loco sería aquél sería aquél que no reconoce como propio ese hombrecito dentro del hombre. Seguramente nos preguntaremos qué es esto de un hombrecito dentro del hombre, o de la mujer. Para eso hay que recordar que cada sujeto es siempre un sujeto dividido por el inevitable hecho de estar sujetado al lenguaje, por lo tanto, tendrá siempre en sí algo que piensa sin él. Una otra escena, en términos de Freud, escena que no es más que el lugar del Otro, ese “eso piensa” de Nietzsche. Los artistas han sido siempre un vivo ejemplo de esta división subjetiva, es por ello que en varias entrevistas se puede escuchar a Cortázar reconociendo una extraña sensación de vergüenza que lo invadía a la hora de firmar sus cuentos porque ni siquiera estaba seguro de ser el autor.
Borges es otro que anunciaba públicamente que nunca podía estar seguro del desenlace de sus cuentos, podía saber cómo mucho el principio o el final, pero finalmente siempre era el cuento el que acababa escribiéndose a sí mismo.
De algo que da vivas muestras la paranoia es de que el loco no reconoce esa otra parte suya como propia sino que más bien la eyecta de sí hasta volverla otro de carne y hueso que luego le retorna desde el exterior, a la manera de un perseguidor por ejemplo. Es por ello que se puede decir que el loco no se reconoce en sus propias producciones. Cito a Lacan: “El loco no reconoce en su bella alma, que también él contribuye al desorden contra el cual se subleva, ni tampoco reconoce en el desorden de ese mundo la manifestación misma de su ser actual”.
Y si lo que está en juego no es la realidad ¿Cuál es, por lo tanto, el fenómeno de la creencia delirante? Es, decimos el reconocimiento, con lo que este término contiene de antinomia esencial. Y luego Lacan aclara que desconocer supone per se un reconocimiento ya que lo que se niega debe ser de una forma u otra reconocido entonces todo el asunto consiste en saber qué conoce el sujeto de él sin reconocerse allí. Es aquí donde debemos mencionar el mecanismo de defensa ante la falta-en-ser propio de las estructuras psicóticas que es el mecanismo de la forclusión, el cual nos demuestra que ante esa hiancia que el significante instaura en todo parletre, el psicótico en lugar de preguntarse por ella directamente se responde. En otras palabras, a partir de ese hueco constitutivo de todo ser humano parlante, en lugar de surgir una pregunta, resuena automáticamente una convincente respuesta. Una respuesta que es vivida íntegramente en el registro del sentido, lo cual da cuenta, como Lacan dice, que el fenómeno de la locura no es separable del problema de la significación para el ser en general, es decir, del lenguaje para el hombre. Digamos que el loco no duda, sino que más bien, en cada intervalo de su pensiero en el cual surge un espacio para la pregunta por el deseo del Otro, se asoma simultáneamente una certidumbre que hace que el sujeto se crea, en suma, lo que es. Esto queda clarísimo en la descripción que Cervantes profesa al relatar la “pérdida de juicio”, para usar sus palabras, de Alonso Quijano: “Que para él no había otra historia más cierta en el mundo”.
Lacan evoca que para el sujeto neurótico no hay nada justamente más característico que el hecho de no tomar del todo el enserio las diferentes realidades que se le presentan y cuya existencia por tanto reconoce. Podríamos decir que el neurótico se puede permitir ensayar otros destinos posibles aunque sin quedar atrapado en ninguno de ellos. La duda lo rescata, la posibilidad de pensar que lo peor no siempre es seguro le permite hacerse preguntas al respecto. Para el sujeto neurótico, Lacan lo dice, la certeza es la cosa más inusitada mientras que para el loco es radical e inquebrantable. La certeza, esta creencia delirante del sujeto, hace las veces de fenómeno elemental en la estructura psicótica.
Seguramente recuerden esa emblemática escena del Quijote en la cual nuestro querido cabalero andante descubre a lo lejos 30 o pocos más desaforados gigantes a quienes él esta convencido de que debe hacerles batalla y quitarles a todos las vidas mientras tanto Sancho Panza le ruega que no lo haga que esos gigantes que está viendo no son más que molinos de viento. A pesar de las insistencias el Quijote emprende la más fiera y desigual batalla con esos gigantes hasta quedar rodando muy maltrecho por el campo.
Al ver semejante desmadre Sancho le grita:
“¡Válame Dios! ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
Como ven en esta escena la certidumbre respecto a lo percibido y la significación otorgada a la misma no dejan lugar a dudas en el Quijote. Esto sucede debido a lo que se explica cuando Lacan dice que, cito, donde en el primer grado estaba la falta, el vacío de la significación, la imposibilidad de responder a la pregunta ¿Qué significa esto? adviene algo que no es vacío, sino certidumbre, una certidumbre de que eso significa, inherente al significante. En la paranoia el sujeto se encuentra con algo que carece per se de significación pero él lo toma como un gran enigma que le concierne y que por tanto toma a su cargo dotándolo de significación. Esta certeza viene a ocupar el vacío de esa deficiencia de significación, es decir, de eso que de por sí no significa nada sino que es sólo un significante. Por tanto, como Freud concluyó luego del grandioso caso Schreber, esta certeza delirante es en sí misma una defensa para el sujeto, de hecho es justamente el delirio lo que le permite muchas veces estabilizarse o no sufrir ciertos deterioros o trastornos del lenguaje como sí ocurre en la esquizofrenia.
Imagínense cómo Cervantes supo que la certeza era un fenómeno elemental en la paranoia que luego de que el Quijote se recuperase un poco de la golpiza que el mismo se dio al embestir contra los molinos en lugar de retractarse o disculparse ante Sancho dice:
¡Calla, amigo Sancho! Que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos para quitarme la gloria de su vencimiento…”
Continúa segregando significación, casi que chorrea significación y la certeza ante lo sucedido, pese a que su amigo le diga lo contrario, es sumamente inquebrantable. También se puede ver claramente aquí otra cosa que comentábamos antes que decía Lacan en Acerca de la causalidad psíquica que es que el loco no reconoce su manifestación del ser en el desorden del mundo que advierte. El Quijote le atribuye a ese sabio Frestón el hecho no sólo de haberle robado los libros, como su tía y sobrina le dijeron, sino también la causa de haber convertido a esos gigantes en molinos para quitarle la gloria. Recuerden que el loco no se reconoce en sus propias producciones y no se cuestiona que las cosas puedan haber sido de otra manera ya que lo que se procura todo el tiempo es forcluir ese sin-sentido, ese significante carente de significación.
Al no haberse simbolizado eso que fue rechazado desde el inicio el sujeto se encuentra en la paranoia inhabilitado para poder hacer funcionar la negación, ya que para negar algo primero hay que reconocerlo, en la paranoia no puede más que producirse una eyección automática del compromiso simbolizante que es propio de la neurosis ya que el proceso aquí se presenta en otro registro, es decir, a través de una verdadera reacción en cadena a nivel de lo imaginario.
La clave está en uno de los significantes que más se suelen utilizar para describir al loco: “Des - quiciado”. Y esto se debe justamente a que el loco no se reconoce esquiziado, dividido, entre él y esa otra parte de él que no es más que el mismo. Digamos que estaría vaciado de esa otredad ya que no la reconoce como propia. Es por ello, por no poder de ninguna manera reestablecer esa relación del sujeto con el otro, mediación simbólica, entra directo en otro tipo de mediación pero de carácter imaginario.
Es por ello justamente que Lacan al referirse a la locura habla de una “estasis del ser” en la cual el sujeto, a mi entender, queda prisionero en la cárcel que implica el sentido, siempre imaginario, que yace del lado del Otro, es decir, queda alienado a ese Otro.
En el seminario XI Lacan procura ahondar en el terreno de la causación del sujeto, es decir de cómo se constituye el sujeto como sujeto, y propone las dos operaciones de alienación y separación. La alienación es el proceso a través del cual el ser hablante no tiene otra solución que enajenar su cuerpo, irrepresentable para él dada la prematurez con la que nace, a la imagen del semejante – esto es lo que conocemos como estadio del espejo, en el cual la imagen de completud que le viene de ese Otro constituye una resolución compensatoria a lo que el individuo le aparece como desfalleciente en su propia imagen – y al mismo tiempo se aliena al significante del Otro, es decir, al reino de la palabra que le viene dada desde ese otro. Esta alienación conlleva una elección forzada y al mismo tiempo implica inevitablemente una pérdida. Al alienarse el sujeto al Otro entra en el campo del sentido y podríamos decir que se reconoce a sí mismo como parte de esta especie, la humana, aunque así simultáneamente es como se pierde a sí mismo. Cuando el sujeto se aliena al otro se pierde el mismo como sujeto y aparece como objeto en tanto que sacrifica una parte de su goce pero gana en ello una identidad de cuerpo.
Por tanto el sujeto se ve confrontado a tener que optar por el ser o el sentido, que como dijimos siempre viene del Otro, y cada vez que elija ganará algo y al mismo tiempo perderá otra cosa. Según Hegel en la elección propuesta a quien se niega a luchar en el campo de batalla la elección es “la libertad o la vida”. Si elige la libertad, pierde la vida y por supuesto también la libertad porque para ser libre primero hay que ser. Claro que se podría elegir la libertad de morir pero, estructuralmente no es la elección del esclavo en esa dialéctica. La posición del esclavo es la que prefiere vivir y si elige la vida elige perder la libertad y se enfrenta entonces, indefectiblemente, a una vida amputada de libertad. Esta misma es la lógica implicada en la alienación y separación en la que al escoger reunirse con el otro el sujeto sufre forzosamente una pérdida.
La separación se produce cuando una vez que el sujeto se ha alienado descubre que en el Amo hay una hiancia, una falta, un vacío y eso es lo que permitirá al sujeto separarse de ese Otro y alienarse a ese vacío en el cual él también se reconoce ya que éste lo impulsa a desear. Por esto es que Lacan decía que la separación es en verdad una vuelta hacia la alienación.
Retomemos: ¡La bolsa o la vida! La posibilidad de elegir la bolsa y perder ambas o de lo contrario, elegir una vida inexcusablemente cercenada al menos de la bolsa, pérdida ineludible a la que Lacan dio el nombre de objeto a, pero eso ya instaura el hecho de que todo no se pueda. Si algo se pierde por el mero hecho de estar vivo ¿Cómo no hablar aquí entonces de libertad? El ser humano nunca podrá ser libre de sí mismo ya que siempre estará dividido entre un ello que gobierna el reino de las pulsiones y un atormentado yo que busca poner un poco de orden en el campo de la consciencia haciendo de intermediario entre ese ello y otra instancia denominada súper yo.
Esto daba cuenta de un real, de una imposibilidad de abordarlo todo a través de la conciencia, un detrimento al hecho de que podamos creer que realmente pensamos antes de actuar, y ni hablar también al hecho de creer que se puede decir aquello que se quiere decir. No hay tal libertad. Nietzsche lo enunciaba perfectamente cuando afirmaba que es falsificar los hechos decir que el sujeto “Yo” es la determinación del verbo “pienso”, lo cual lo llevaba claramente a anunciar que algo piensa. ¡Adiós al cogito cartesiano! El sujeto no es libre de sí mismo como tampoco es causa de sí mismo, nadie vino al mundo porque así lo quiso. Todos somos causa de alguien más, es por eso que la causa está siempre del otro lado o mejor dicho, del lado del Otro.
¿Qué ocurre con nuestro querido caballero de la triste figura? Él está convencido de que hallará esa libertad absoluta en la cual no se esté privado de nada, una libertad infinita, sin condiciones y a costa de cualquier cosa pagando por ella incluso el valor de la propia vida ¿Y cómo la busca entonces? Por medio de la locura. Es justamente por esto que la locura, en cierto modo, se promociona a sí misma como una seductora del ser ya que el ser se identifica con la libertad, ocupando en las psicosis el Ideal, el lugar de la infinitización de la libertad. Es por eso, quizás, que Pablo Neruda decía: “Hay un placer en la locura que sólo el loco conoce”.
Lacan se refiere a la locura y a la libertad como a esas dos fieles compañeras y llega a decir que la locura sigue como una sombra el movimiento de la libertad. No sólo porque el sujeto a través de aquella insondable decisión del ser pueda confundirse en esa trampa del destino que lo engaña respecto de una libertad que no ha conquistado sino también por el paradójico hecho de que, cito a Lacan nuevamente, al ser del hombre no se lo puede comprender sin la locura, sino que ni aún sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su libertad.
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida”.
Tal vez por el hecho de haber sido encarcelado en Sevilla o por su posterior cautiverio de cinco años en Argel como esclavo, lo cierto es que la historia de Cervantes tiene como punto de partida y de llegada, podríamos decir como epicentro, a la libertad.
Se siente así Don Quijote tan libre que a costa de esa libertad arriesga su vida, como él mismo se encarga de impartir, en cada batalla y no repara en acabar con las vidas de aquellos que para él se presentan como enemigos, en honor a su dama y a la divina justicia. Pero la historia no podía continuar así, Cervantes tenía muy claro que la libertad absoluta no era más que una ilusión, por lo que finalmente al llegar el Quijote acá a Barcelona, ciudad que lo acoge cálidamente por estar sus ciudadanos enterados de la historia del caballero y su amigo gracias a la publicación de una novela sobre ambos, comienza a encontrarse con un cielo que no pinta más que nubes negras que resuenan a tempestad.
La ciudad Condal al parecer ya desde la época de este ingenioso caballero tenía fama de ser misericordiosa con el llegado de fuera, curiosa a su vez por conocer las mayores extravagancias que presenta con éste la diferencia. En Barcelona, se podría decir, que la locura de Don Quijote es digna de admiración y de respeto pero justamente en ese entonces, cuando las cosas parecían andar como viento en popa, aparece un inoportuno caballero haciéndose llamar “El caballero de la blanca luna” y desafía a Don Quijote diciéndole que “su dama, sea quien fuere, es sin comparación más hermosa que su Dulcinea del Toboso”. Al tocar así el talón de Aquiles del Quijote, le propone una batalla en la playa en la cual declara que si lograse vencerlo, debería dejar las armas y retirarse a su lugar, La Mancha, durante el cabo de un año.
Esta batalla es de suma importancia ya que es la que acaba venciendo al Quijote y obligándolo, ya que él cumplía con su palabra y era fiel a las leyes de la caballería, a renunciar a su oficio y a volver derrumbado a su aldea.
Luego de que es derrotado Don Antonio, el hombre que recibe en su casa al Quijote, le pregunta ese caballero de la Blanca luna que quién es y por qué hizo lo que hizo, a lo que éste confiesa que ha sido enviado por la tía, la sobrina y el cura a salvar a Don Quijote para procurar curarlo. Don Antonio, inteligentemente, le responde que es una locura querer salvar a Don Quijote de aquello que ni siquiera se debe intentar salvar ya que es lo que lo sostiene y de hecho le advierte que si esto se llevara a cabo no acabaría más que causando en Don Quijote una gran melancolía.
Por tanto, Don Antonio se adelanta al hecho de que esos supuestos intentos por procurar curar a don Quijote sólo acabaron por destruir aquello que éste había logrado construir para sostenerse en el mundo: Su delirio, su ejercicio y por tanto, su mismísimo nombre. He aquí la demostración de que Miguel de Cervantes intuía algo que se supo luego con Freud y se volvió a confirmar más tarde con Lacan y es que el delirio ya es una solución en sí misma, en otras palabras, el delirio ya es una tentativa de curación, un dique que se construye para hacer de contención a eso de lo real que puja por desbordarse, con los efectos caóticos consabidos que ello provoca.
Un dato curioso es que al poco tiempo de llegar a su aldea natal para ser curado Alonso Quijano, para sorpresa de todos los que le rodeaban y seguían su salud con ahínco, recurre a un nuevo delirio: El de ser el pastor Quijotiz. ¡Un pastor! Imagino que podrán recordar o sino imaginar la respuesta ante ello del cura, tía y sobrina: Aprobaron por discreta su locura, incluso el cura le ofrece su compañía. Es decir, esta locura sí que era aceptada porque encajaba claramente con el discurso de la época y con los intereses de la Iglesia católica que en ese entonces adquiría nuevas concepciones de poder (El rey, la nobleza y el clero) y no quería perder su acción sobre el campo del saber ni su influencia en una sociedad cada vez más amenazada por una incipiente ciencia.
Don Quijote sabe que esta nueva construcción delirante no le basta para sostenerse porque no responde a sí mismo sino al delirio hegemónico de la época y a los deseos de su tía y sobrina, por lo que al cabo de muy poco tiempo, desprovisto de toda defensa posible, de todo nombre y de todo obrar, cae en la más profunda melancolía de la cual hubiera sabido jamás, hasta el punto de solicitar hacer su testamento y entregarse a la mismísima muerte.
Cervantes lo anuncia: Una de las señales por las cuales tía y sobrina le creen a Alonso Quijano que en verdad está muriendo es justamente por el hecho de haber vuelto de loco a cuerdo.
Con los últimos capítulos nos abre las preguntas de qué es un delirio y qué no y quién es quién para determinar tal cosa. Michel Faucolt hubiese estado encantado con esto, al menos a mi parecer, encaja perfectamente con el hecho de que el estatuto de la locura en ocasiones responde a un discurso y a unos intereses bastante específicos. Por ejemplo, ¿No fue un delirio que en la misma época un débil anciano arrodillado en el tribunal de la inquisición romana el 22 de junio de 1633 para salvar su vida tuviese que negar su mayor descubrimiento y declararse culpable de “haber defendido y creído la doctrina falsa, contraria a las Sagradas y Divinas Escrituras, de que el Sol no se desplaza de este a oeste, y de que la Tierra se mueve y no es el centro del mundo?
Vemos aquí cómo la verdad no es sino en el tiempo, lo mismo que la libertad y que la justicia o la moral en términos generales. Todas son susceptibles a las fluctuaciones del discurso.
En relación al fenómeno de la locura puntualmente, con el final de su historia Cervantes nos regala una perfecta ilustración por escrito de algo que Lacan se encarga de impartir en el seminario de Las psicosis y es que el significado no son las cosas en bruto, dadas en antemano en un orden abierto a la significación. La significación es más bien el discurso humano en tanto que siempre remite a otra significación.
Cuando en su aldea dan por “aprobada” la nueva locura del Quijote, ya que ese delirio sí respondía a al delirio hegemónico de la época, Miguel de Cervantes nos intenta mostrar, a mi parecer, cómo se producen deslizamientos a nivel de la significación. El sistema de evolución de las significaciones humanas se desplaza y modifica el contenido de los significantes, que adquieren empleos diferentes, es por ello que Lacan definía a todo discurso como una “cadena temporal significante”. Cito: “Bajo los mismos significantes, se producen, con el correr de los años, deslizamientos de significación como esos que prueban que no puede establecerse una correspondencia bi – unívoca entre ambos sistemas”.
Podríamos decir por tanto que el sujeto psicótico queda capturado en una significación que no lo lleva a otra significación sino que hace las veces de significado absoluto, una especie de verdad suprema e inescrutable. Lacan deduce que la existencia sincrónica del significante se caracteriza en el hablar delirante porque algunos de sus elementos se aíslan, se hacen más pesados, adquieren un valor, una fuerza de inercia particular, se cargan de una significación a secas. En cambio el delirio del neurótico transcurre en un registro diferente, permanece siempre en el orden de lo simbólico con la duplicidad del significado y del significante a cual Freud dio el nombre de “formación de compromiso”.
Si decimos que el inconsciente es el discurso del otro y por otro lado que en las psicosis el inconsciente está a cielo abierto, es entonces porque no se reconoce ese otro de la división subjetiva. Es por ello que se dice que en el delirio psicótico falta el otro. Lacan se percató de que el psicótico era un mártir de su inconsciente, un testigo del testimonio abierto que éste para él representa. El neurótico también lo es pero la diferencia principal radica en que se propone un enigma a descifrar mientras que en las psicosis el sentido que se le da a ese enigma aparece fijado e inmovilizado dejando al sujeto en una posición en la cual restaurar dicho sentido es in-imaginable.
Para hacer significar algo que al sujeto se le presenta, a modo de angustia por ejemplo, debe recurrir inevitablemente al material significante. Este significante ha estado siempre ahí, incluso antes del advenimiento del sujeto al mundo, el significante está volando por los aires, merodeando por allí constantemente pero así todo éste no es nada hasta que ese sujeto no lo hace entrar en su historia, como dice Lacan. ¿Cómo procurar cernir algo de aquel caótico universo, el universo real, que invade inesperadamente al sujeto de no ser por medio de la palabra? La palabra es ese nexo, ese mediador entre los advenimientos de lo real y la consistencia que promete lo imaginario.
Que las psicosis son un fenómeno, lisa y llanamente, del lenguaje es algo que no cabe duda. Ahora ¿Cuál es la relación del sujeto psicótico con el mismo y cómo es que llega a producirse ese no – anudamiento al campo de lo simbólico motivado por una insondable decisión del ser en las psicosis? Eso sigue siendo, al menos para mí, un misterio.
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