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LAS FUNCIONES POETICAS DE LA EXPERIENCIA ANALITICA

  • Writer: Florencia Franco
    Florencia Franco
  • May 24, 2019
  • 39 min read

Updated: Dec 2, 2020


“Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo”

El inmortal, Jorge Luis Borges

La minotauromaquia, 1935 Pablo Picasso




I

La palabra y su poder creador


“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios". Génesis Cap. I. VI.


Las respuestas a la pregunta por el origen de la vida humana y del universo han sido, a lo largo de toda la humanidad, muy diversas y variopintas, demostrando cada una de ellas el carácter escurridizo de la verdad a través del tiempo y por tanto denunciando la condición temporal de todo discurso.


Lo que no podríamos negar es que esta pregunta pasa, disfrazada tal vez con los más variados atuendos, por la mente de cada hombre y cada mujer desde épocas muy tempranas de la vida, cosa que demuestra vivamente la clínica con niños. La pregunta por la génesis, misterio ineludible con el cual comienza el juego de toda vida parlante, ha llevado a los humanos a construir desde los mitos más fabulosos a las leyendas más desveladoras.

Posiblemente, si preguntásemos en la actualidad a cualquier hombre o mujer de a pie sobre el origen del universo muchos nos dirían, casi como si fuese una obviedad, que el universo nació de aquella explosión cósmica a la que llamamos Big bang. Ahora, si hubiésemos formulado esta misma pregunta en los años de Santo Tomás, la respuesta hubiese sido muy distinta, nos habrían relatado el fabuloso cuento de la creación del hombre y su paradero en ese Edén que debía labrar y guardar.


Podemos autorizarnos a preguntarnos si, quitando las diferencias evidentes de ambas respuestas a la pregunta por el origen, en verdad alguna es más o menos “verídica” que la otra, lo cual nos llevaría, inevitablemente, a reflexionar sobre La verdad. ¿Cuál es la verdad sobre el porqué estamos hoy aquí? ¿Cómo aparecimos? ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Qué es la vida? Pues posiblemente la pregunta por el origen envuelva a esta última...No lo sabemos, podríamos pensar que por esto Lacan coloca a la vida en lo Real, porque siempre el significado de ésta - para quien se encuentra de repente encerrado en esa primera casa que es el cuerpo y sujetado a esa otra piel que es el lenguaje - es algo sumamente enigmático, misterioso, secreto e inalcanzable para la razón.


La vida entonces tiene que carecer de razón de manera constante e inevitable. Es justamente esta pieza fundamental faltante del rompecabezas humano la que hace posible el juego de la vida y la entrada en el lenguaje.


Hemos intentado por medio de la palabra y por tanto de la razón explicar cómo se ha creado este mundo que habitamos, la religión con sus brillantes mitos y la ciencia con sus asombrosos experimentos pero pocos han llegado a olfatear que el génesis mismo tuviese algo que ver con la palabra en sí, es decir, pocos fueron lo suficientemente sensibles como para percibir que no es que la palabra pudiese ayudarnos a conocer lo que es el universo y su origen, sino que la palabra misma fuese ese uni – verso y la principal autora de ese supuesto origen que solo a través de ella podemos considerar como existente.


“El creador apartó la vista de sí mismo y entonces creó el mundo” Esboza Nietzsche en El nacimiento de la tragedia. Y continúa diciendo “Este mundo eternamente imperfecto, imagen e imagen imperfecta, de una contradicción eterna, un ebrio placer para su imperfecto creador”.


¿Constituiría verdaderamente una gran osadía pensar que la palabra tiene una suerte de poder creador? ¿Qué quiere decir de lo contrario que en el principio era el verbo?

Procurando indagar en estas preguntas encontré en la clase XIX del seminario I de Jacques Lacan titulada “La función creadora de la palabra” lo siguiente:


“Soy yo, mi ser, mi confesión, mi invocación, quién entra en el dominio del símbolo. El surgimiento del símbolo crea, literalmente, un orden de ser nuevo en las relaciones entre los hombres”.


Recordemos que en este mismo seminario Lacan nos evoca que el gruñido de un cerdo se transforma recién en palabra cuando hay alguien que se cuestiona sobre qué es lo que este gruñido intenta decir o como él dice, hacer creer. Esto nos da una pista evidente, que luego retomará en “Función y campo de la palabra y del lenguaje”, y es que la propia función de la palabra es justamente la de evocar, pero que esto de nada sirve si no hay del otro lado alguien que crea en ella y que por tanto decida alienarse, habitándola del mismo modo en el que habitaríamos una casa que ya viene pre fabricada.


Si el reino de lo simbólico tuviese forma de casa, ésta – en mi imaginación - sería una casa parecida a la de ese hijo de Pasífae con cuerpo de hombre y cabeza de toro. No puedo imaginar de otra manera esa casa sino como una analogía del laberinto de Creta sumado a que los muros de este laberinto, de esta casa simbólica, estarían muchos de ellos cubiertos de espejos. ¿No se perdería muy fácil uno allí dentro? ¿Cómo alguien no creería que esa casa esté repleta de trampas e inhóspitas callejuelas que si bien son diferentes no acaban más que entregando el reflejo de la imagen invertida de uno en el espejo? ¿Cómo no prevenir que, en este laberinto, en esa casa, los espejismos son cosa corriente, algo así como el pan de cada día?


La palabra laberinto posee en su etimología un influjo latino en la raíz Labyr que apuntaría a laboris, es decir, labor aludiendo a su vez a la cualidad artificial de la cual está provisto el laberinto, siendo que es este una construcción artificial como labor humana edificada expresamente para perderse. Al mismo tiempo la palabra Intus nos llega del latín Inthos que rápidamente nos remite a interno, a algo que está dentro del algo. Entonces, para concretar, la palabra laberinto nos daría muestras en su raíz de referirse a un trabajo construido en el interior de algo – como podría ser por ejemplo una caverna como en el auténtico laberinto de Creta – incluso esta palabra también podría derivar del latín Labyros que significa cavidad hacia adentro. Recordemos que Lacan cuando anuncia las tres características propias de cada registro le atribuye a lo simbólico la de la creación de un agujero, lo cual se me representa como una cueva que se cava a si misma o una suerte de colador que no cesa de colarse.


¿Y porqué hablar de laberintos? O mejor dicho ¿Por qué asociar el laberinto con el lenguaje y los espejismos con la palabra? Pues adentrémonos en ello un poco más.


¿No os resulta curioso que todos tengamos en nuestros oídos internos un laberinto? Incluso podríamos decir “laberintos” en plural: El laberinto interior o cóclea – el caracol que se encarga del proceso auditivo – el laberinto posterior o sistema vestibular – quién se encarga de situar la posición del cuerpo en el espacio y de conseguir el equilibrio – y, además, como si fuera poco, nuestros oídos internos se localizan en el cráneo en la pirámide petrosa o peñasco del hueso temporal el cual presenta una oquedad llamada “laberinto óseo”. Vemos aquí cómo el proceso auditivo anatómicamente, tan plagado de laberintos y caracoles, no es muy diverso del proceso psíquico que permiten la subjetivación del objeto voz y el objeto mirada.


Me llama considerablemente la atención el hecho de que nuestro proceso auditivo esté, indudablemente, tan íntegramente rodeado de laberintos. No deberíamos olvidar que el oído es el órgano primordial de la relación con el objeto voz, con las voces de aquellos que nos hablan o por los cuales somos hablados. Pero no debemos caer en la trampa – les advertí que en este laberinto los espejismos eran el pan de cada día – de pensar que es sólo a través del oído que escuchamos, cuando en verdad el fenómeno que conocemos como alucinación auditiva señala justamente lo contrario, incluso podríamos no ir tan lejos y pensar en el ejemplo de cómo es que escuchamos a diario nuestra propia voz o recordar a esa gran figura del clasicismo vienés que compuso sus últimas cuatro sinfonías hundido en las más profunda de las sorderas: Ludwig Van Beethoven. La cosa no es tan sencilla, también podemos oír para no escuchar, la biblia misma ya anunciaba “se les fueron dados oídos para no oír”.


Será por esto entonces que hablamos aquí de laberintos espejados, susceptibles de hacer caer más o menos fácilmente a cualquiera que en ellos se adentre. De algunas de estas trampas ya advertimos algo en “Rehenes del lenguaje”.


El reino simbólico, a mi modo de ver, es un laberinto en sí mismo dado que la palabra es ambivalente y absolutamente insondable y está ahí antes que cualquier cosa pueda estar detrás de ella*. Recordemos que la característica esencial de la palabra es la polisemia, la cual es en sí misma un espejismo, de hecho, luego Lacan dirá que es este primer espejismo el que nos asegura que estamos en el dominio de la palabra*.


Es justamente esta polisemia la que permite despertar en diferentes sujetos significaciones completamente diversas en función de innumerables factores. Las palabras son en sí mismas hilos, hilos que permiten tejer vínculos y crear lazos, pero también hilos que a veces se enredan y acaban por formar nudos, algunos más difíciles de desanudar que otros. Estos espejismos inevitables son la razón por la cual el poeta de los poetas*, Hölderlin, expresa que el lenguaje es el más peligroso de los bienes que le han sido dados al hombre con la finalidad de que éste, creando, destruyendo y pereciendo, testimonie lo que él es.


Como vemos, toda palabra tiene siempre un más allá y sostiene varias funciones al mismo tiempo que envuelve varios sentidos. Debemos tener en cuenta otra cuestión que no hace más que añadir complejidad al asunto, volvemos a la clase de La función creadora,” tras lo que dice un discurso está lo que él quiere decir y tras lo que quiere decir está otro querer decir y esto nunca terminaría a menos que lleguemos a sostener que la palabra tiene una función creadora, y que es ella la que hace surgir la cosa misma, que no es más que el concepto*, fin de la cita.


En esta función creadora de la palabra es en la que nos centraremos a continuación y no creo haber encontrado momento más oportuno entonces para acompañarme de la poesía ya que el poeta, como decía Arthur Schopenhauer, es el hombre universal:


“Todo lo que haya agitado el corazón de algún hombre, lo que la naturaleza humana haya llegado a sentir en alguna circunstancia, lo que haya habitado y se haya incubado alguna vez en el pecho humano, es el tema y la materia del poeta; y junto a ello, el resto de la naturaleza. Él es el espejo de la humanidad y le hace ver lo que ella siente y hace”.


No en vano comenzamos hablando de la génesis del mundo pues la palabra poesía procede del griego ποίησις que significa creación y del latín poesis que quiere decir hacer. Por tanto, el poeta, además de encarnar la tarea de representar la idea de la humanidad, según Schopenhauer, también es por esencia todo aquel hombre o mujer que crea, que hace, podríamos decir que nombra como Adán nombró su mundo en la divina creación. No es casual, en mi opinión, que en los últimos años de su enseñanza Lacan se acercara a quien fue un gran hombre de letras y llegase a formular en su seminario XXIII que “el artista no es el redentor, es Dios mismo como hacedor”.


¿Y qué relación guarda entonces el poeta con el analizante? Para respondernos esto solo podemos recurrir a otra pregunta ¿No es acaso la experiencia analítica en sí misma una metáfora existencial, corpórea y auténticamente vivida que lleva al analizante a preguntarse por la esencia de su vida y por la “materia” de la que está compuesta su alma, su imagen y sus actos?


El analizante, frente a la regla prínceps del psicoanálisis que Freud llamó “asociación libre” se ve convidado a hystorizarse vía la palabra, es decir, a testimoniar lo que él es. Al hacerlo, al reconstruir su historia desde el Diván, comenzará a comprender que su ser es la convergencia de lo que ha ido siendo hasta el momento, por esto Lacan nos dice en relación al trabajo analítico como tal que el analizante debe allí reconstruir su obra - es decir su historia - para otro, motivo que basta para permitirle encontrar la alienación fundamental que le hizo construirla como otra, y que la destinó siempre a serle hurtada por otro.


En términos más sencillos, podríamos decir que el analizante se ve confrontado a la tarea de escribir con sus palabras su propia historia, para ese otro que supone en un comienzo es el analista. El sujeto se siente llamado a nombrar, poco a poco, su propio mundo, a descubrir que cuando nombra crea, al igual que lo hizo Adán. Es en este sentido que podríamos atrevernos a decir que un análisis puede ejercer ciertos efectos poéticos en el analizante.

Prestemos atención a lo que Heidegger nos hace notar acerca de la poesía cuando dice que ésta es en sí misma fundación por la palabra y en la palabra. ¿Y qué es lo que se funda? Se pregunta, para luego responderse: Lo que permanece. Es evidente que tanto el poeta como el analizante crean su obra en el reino y con la materia del lenguaje. Lacan recuerda que la tarea del analista será demostrar que los conceptos que fundan la técnica psicoanalítica no toman su pleno sentido sino orientándose en un campo de lenguaje, sino ordenándose a la función de la palabra, y al mismo tiempo recomienda vivamente que el analista sea un gran conocedor de las funciones de la palabra, dado que ésta no es sino el médium propio del psicoanálisis.


La palabra entonces cumple, indiscutiblemente, un papel crucial en el análisis ya que el síntoma se irá resolviendo lógicamente en un análisis del lenguaje. Todo lo que en el análisis sea revelado al sujeto como su inconsciente lo hará en la forma del lenguaje ya que el inconsciente mismo está estructurado como tal.


Pero recordemos una vez más que el reino de lo simbólico está repleto de espejos y plagado de oscuras callejuelas entretejidas que se despliegan precisamente para distraernos y perdernos. La palabra es en sí misma un puente que nos acerca y a la vez nos separa de nosotros mismos y de aquellos con quienes compartimos el lazo social. Por tanto, detengámonos un momento y preguntémonos: ¿Acaso toda palabra tiene una función creadora? En caso de sospechar que la respuesta es negativa ¿Cómo podríamos hacer la distinción? Para ello debemos pensar en lo que decía Heidegger al enunciar que aquello que la poesía funda con su palabra es justamente aquello que permanece ¿Y qué es lo que permanece sino lo que podríamos llamar lo esencial en tanto que Real? ¿Lo esencial de qué? Pues de aquél que lleva a cabo el acto de fundar, en la poesía el poeta y al ser éste el representante del hombre universal por tanto de la esencia humana, mientras que en el análisis se haría más bien referencia a lo esencial del propio analizante.


¿Qué es aquello que se repite sino lo más esencial del sujeto, lo más Real, aquello que determina su ser – en – el mundo, aquello que le es inevitable? Cuando nos referimos al carácter o cuando buscamos definir a una persona justamente lo que hacemos es pronunciar aquellas características o acciones que aquel a quien intentamos definir repite y repite a tal punto de llegar a describirse así, en una suerte de escritura propia, de grabado personal. Lo que se repite sería por tanto aquello más propio y vinculado a la esencia, a la verdad sintomática de un sujeto.


Aquello que se repite es lo que nos hace ser quien somos, en el sentido incluso más íntimo.

El poeta, como dice Schopenhauer, ha percibido la idea de la humanidad desde algún lado concreto y representable, es decir, que ha visualizado de algún modo la esencia de la humanidad, aquello que se repite sin cesar, aquello que no cesa de escribirse, aquello que a Borges le llevó a formular que un hombre es todos los hombres. El analizante, al final de su recorrido, tendrá seguramente una noción más clara de aquellas situaciones y acciones que ha tendido a repetir a lo largo de sus días ya que, seguramente, las recordó o las actuó en el análisis en varias ocasiones. La repetición lleva al analizante a percatarse de aquello de lo que en verdad está hecho, la repetición lo conduce inevitablemente a percibir algo de la materia de la que está compuesta su ser ya que como dijimos aquello que repite es aquello que es. No es más que su esencia más real la que se materializa en esa repetición incesante, en ese eterno retorno de lo mismo en el acto cotidiano.


Heidegger nos invita a concebir a la poesía como la denominación fundadora del ser*y es por este don de crear al que llamamos poesía que dijo que el poeta estaba expuesto a los rayos de Dios, punto en el que coincide con Lacan. El poeta logra habitar poéticamente su mundo ya que lo entiende como una representación que parte de un sin – sentido originario y en función de ello inventa, crea, hace, nombra.


Concentrémonos ahora un momento en el mencionado acto de habitar. ¿Quién mejor que los arquitectos para hablarnos sobre este tema en concreto? ¿Cómo podrían éstos construir hogares sino tuvieran muy claro en sus mentes como el hombre y la mujer han de habitar el espacio y el tiempo?


Juhani Pallasmaa, autor del magnífico libro “Habitar”, nos dice que el acto de habitar es el medio fundamental en que el ser humano se relaciona con el mundo. Para Pallasmaa el acto de habitar es en sí mismo un acto simbólico que organiza todo el mundo para el habitante, por tanto, el habitar, como verbo – como acto, es parte de la propia esencia de nuestro ser y de nuestra propia identidad. Mediante esta operación simbólica, el arquitecto logra domesticar el espacio y el tiempo hasta reducirlo a una escala comprensible, es decir que, frente a esa eternidad del espacio – irrepresentable para la percepción humana – y a la infinitud del tiempo, el ser humano busca crear un marco, una contención, algo que limite la inmensidad a la que se enfrenta. Esto equivaldría a enunciar que cada sujeto lograría, por medio del acto de habitar, hacer del caos un cosmos, es decir, establecer un orden, un universo más ordenado y armonioso, un uni – verso conforme a su propia escritura fantasmática.


Así como vemos que los poetas son capaces de lograr captar esta esencia humana y este significado de habitar la existencia de una forma más profunda, sutil y conectada con su esencia, el analizante, a mi entender, puede conseguir habitar poéticamente su existencia ya que el análisis le permite desprenderse de aquellas verdades mentirosas e ideales impuestos que no hacen más que forzarlo a vivir una vida prestada y en cierta forma, ya vivida, ya habitada, en la cual no hay nada que sea creado por su deseo.


Los versos no son, como creen algunos, sentimientos, son experiencias. Para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las florecitas al abrirse por la mañana”

Rainer María Rilke


Considero que la escritura es propia de todo ser humano ya que, como escuché decir a alguien una vez, “hasta la mosca escribe en las paredes de la sala”. El acto de escribir, sea lo que sea que se escriba, se lleva a cabo - no como suele creerse con un papel y un lápiz - sino más bien con los actos, un hombre se confunde con la firma de su destino nos dice Borges y esto no es más que por que un hombre se define por lo que hace y es en ese hacer, en ese saber – hacer incluso con lo más cotidiano, que se pone en juego la elaboración de su propio nombre.


Sabemos, gracias a Lacan, que el anudamiento en Joyce – por ejemplo – es producto de su saber – hacer aunque éste saber – hacer no implique necesariamente saber lo que se sabe sino que puede no pasar por la palabra, no quedando por ello fuera de lo simbólico, ya que como dijimos, un acto también puede ser una palabra y a demás sabemos por testimonios que de poco sirven las construcciones racionales en la búsqueda artística, pues el artista debe redescubrir una y otra vez los límites de su existencia*. Un análisis, justamente, también empuja al sujeto hacia el mismo destino.


Uno solo es responsable en la medida de su saber – hacer”, dice Lacan y es ciertamente este saber – hacer “lo que da al arte del que se es capaz un valor notable, porque no hay Otro del Otro que lleve a cabo el juicio final”. He aquí otro de los grandes puntos en común entre el poeta y aquello que permite al analizante su propio análisis, a saber, que “no haya Otro del Otro”, que éste se percate de que es él o ella el único artífice de su propio destino. La diferencia radicaría en que es el arte mismo – la poesía en este caso– para el poeta su propio escabel, sus creaciones hacen existir lo que no hay, en el sentido de que bordean incansablemente un vacío, vacío desde el cual emerge su fuerza creadora; en el caso del analizante es el saber – hacer con el síntoma que se desarrolla durante todo su recorrido analítico el que le sirve como escabel. Tal vez a este respecto valdría remarcar una diferencia y es que muchas veces el poeta logra crearse el mismo este escabel mientras que el analizante precisa la presencia del analista y la experiencia del análisis para construirlo.

Recordemos que el mismo Freud asoció la elaboración del escritor como homóloga a la del analizante que intenta decir su verdad, una verdad que llama a la interpretación ya que sólo puede ser dicha a medias – medio decirse.


Esto ocurre dado que todo sujeto lleva una novela escrita en su interior cuya trama Freud supo leer asombrosamente bien y hacer la analogía con el mito más trágico de todos los mitos, a saber, el del Edipo. Esa trama, esa novela, está latente en cada uno de nosotros y cuando alguien demanda un análisis podríamos decir que lo que busca es escribir esa historia a través de sus dichos, dichos en los cuales el analizante irá - si así lo desea y se lo permite - encontrándose poco a poco con esa suerte de núcleo ignorado que se narra en cada una de sus palabras y en cada uno de sus actos, cosa a la que Lacan llamó Fantasma fundamental, esa novela dentro de la novela, esa parte de su historia que es nuclear, que es una suerte de Aleph, de ese punto que contiene todos los puntos de la vida del sujeto pero que, a pesar de todo, es la más difícil de atrapar por medio de la razón ya que lo más cercano es lo más inaccesible a los ojos.


Es recién en esta instancia del análisis - que como demuestra la literatura analítica no todo sujeto está dispuesto a atravesar - cuando comienza a aparecer algo de la verdad del sujeto, algo de su esencia, algo de su goce y sus objetos pulsionales y sólo en el caso de atravesar las llamadas turbulencias que se generan en ese momento es que se presentará la posibilidad de que, a través del arte – decir, el sujeto pueda mutar del síntoma al sinthoma.

El discurso analítico nos muestra aquello que se escribe por medio de la palabra hablada. Volveremos a retomar este punto en la conclusión.


II


La verdad en el análisis, en la poesía y en la ciencia


Friedrich Nietzsche en la gran obra anteriormente citada titulada El nacimiento de la tragedia llamó a ver la ciencia con la óptica del artista y al arte con la de la vida.

Tanto en ésta como en otras de sus obras Nietzsche se refiere al arte como la actividad propiamente metafísica del hombre y expondrá lo que para él es el Dios – artista, aquél que logra realizar su tan promulgada transvaloración de todos los valores e implementar por tanto su propia moral y propio obrar en la vida. El poeta para Nietzsche, a mi modo de ver, sería aquel que se coloca en el lugar del origen del lenguaje, aquel que se autoriza a hablar su propia lengua y que por tanto guarda constantemente una gran tentación por conocer su propia verdad, sin importar los abismos que tengan que saltarse para alcanzarla. Digamos que el poeta sería aquél o aquella que guardase una relación sincera con la verdad, esa verdad que habita en su alma y que denota lo que de él o ella es esencial, lo cual sabe porque se le presenta a diario – como dijimos - a modo de eterno retorno.


Amigo mío, ésa es precisamente la obra del poeta

El interpretar y observar sus sueños.

Creedme, la ilusión más verdadera del hombre

Se le manifiesta en el sueño: todo arte poético y toda poesía

No es más que interpretación de sueños que dicen la verdad

Hans Sachs, Los maestros cantores


La poesía al nacer de los afectos y a su vez de lo experimentado – como acto, como verbo - por el sujeto que la escribe está entonces sumamente enlazada a la verdad. Podríamos preguntarnos ¿A qué verdad? Pues a la del inconsciente más Real–a aquella que constantemente puja por ver la luz a través de los sueños - como dice Hans Sachs - como también podría ser en los lapsus, actos fallidos, en el chiste o, como ya hemos visto, en aquello que de repente surge de forma intempestiva y sorprendente como rayo en la inmensidad del cielo ennegrecido.


Freud, en El creador literario y el fantaseo, compara al poeta con el niño evocando que la ocupación fundamental de este último es el juego, cosa que se toma muy seriamente, y es por esto que afirma que el niño se comporta como el poeta, insertando las cosas del mundo en un nuevo orden que le agrada más y que por tanto tiene que ver consigo. Lo que hace el niño a través del juego para Freud es crearse un mundo propio y encontrar en dicha creación una gran dosis de placer. Más adelante, cuando llega la hora de supuestamente abandonar el juego para convertirse en un adulto, el niño más bien reemplaza esa forma de satisfacción por otra, a saber, el fantaseo. El padre del psicoanálisis esboza que la fantasía está estrechamente ligada a la poesía y al sueño y afirma que oscila entre tres tiempos – pasado, presente y futuro – siendo el deseo quien los engarza como una especie de collar.

Es por este mismo motivo que, a mi consideración, Nietzsche profesa que la verdad, si en verdad la hubiera, estaría sin duda más cerca del arte – y por tanto de la poesía - que de la ciencia ya que el arte es el medio a través del cual el hombre puede representarse el mundo, mientras que, por el contrario, el ilusorio objetivismo de la ciencia nos acercaría más al litoral de la mentira. El filólogo hace hincapié en la intuición y la imaginación propias de la experiencia artística como representación de un mundo que no funda sus bases en la razón, sino en el deseo (o la voluntad según Schopenhauer).


Los artistas confiesan en sus propios testimonios cómo su arte nace de algo que se vive en el instante, tal vez de ese algo a lo que llamamos intuición, siendo siempre la semilla de toda obra artística un advenimiento que sorprende al sujeto cognoscente, tal y como lo hace cualquier otro advenimiento de lo real. Causa de esto puede ser que siempre se relacionó a la creación artística como producto de la visita de las musas, de un genio, o cualquier ente mágico que llama a pensar que es la obra la que elige al artista para que la dé a luz, quedando este último incluso recluido de ella o en el mejor de los caos en el lugar de médium. El artista siempre es aquel humano demasiado humano al que se define coloquialmente como “poseedor de una sensibilidad especial”, pues esta sensibilidad es la prueba de que el artista vive un poco más al borde de sus propios abismos, de sus propias contradicciones y de aquel reino insondable que es el que causa los afectos que lo acechan. Considero que es sólo desde este contacto tan directo con la angustia, con la contradicción, con el sufrimiento y con el sinsentido, de donde puede emerger la fuerza creadora.

¿Y por qué encontramos bella la poesía? ¿Acaso tendrá la belleza algo que ver con la verdad?


Nietzsche formula que la tarea del poeta no es representar lo bello sino más bien lo verdadero y es esto lo que genera esos efectos de resonancia en los lectores, efectos que no pertenecen al mundo de las apariencias sino más bien al de lo esencial, al de aquello que insiste y que está íntimamente ligado a la verdad de la esencia humana.

Según Schopenhauer el poeta es quién sabe precipitar lo concreto, lo individual, la representación intuitiva a partir de la generalidad abstracta y transparente de los conceptos, por el modo de combinarlos. También nos dice que la idea sólo es posible de ser concebida de manera intuitiva y que, de hecho, el conocimiento – el saber sobre la idea –marcaría el fin de todo arte posible.


Vemos aquí una diferencia crucial entre la poesía – o el arte en general – y la ciencia, ya que sabemos que esta última apunta más a objetivizar, universalizando y categorizando las “verdades”, mientras que la poesía, como las demás modalidades en las que se presenta el arte, surge de la singularidad de un solo sujeto. Valdría decir que la poesía parte de lo singular, logrando llegar a lo universal por sus efectos de resonancia, dado que en sí misma implica un compromiso con el alma, a saber con lo más insondable del humano, mientras que por el contrario, la ciencia lo que genera con su búsqueda de lo universal es justamente desdibujar al sujeto, eliminar eso más particular de cada humano que en el mundo habita.

“Existe un reino de la verdad y del ser, pero ¡justo la razón está excluida de él! Nos dice Nietzsche no sin cierta jocosidad. La ciencia y, más aún la ciencia de hoy, nace de la necesidad del ser humano de encontrarle un sentido a las cosas y si partimos de que la verdad es el error sin el cual no se puede vivir* también debemos asumir que el ser humano se encuentra necesitado de este error, necesitado de buscarlo, porque es mejor creer en un error que no creer en nada. El hombre siempre ha demostrado a lo largo de la historia esa necesidad casi estructural de tener que creer en algo, la religión y la ciencia son producto de esta necesidad, cosa que nos advertía el mismo Freud en El porvenir de una ilusión.


Hoy tenemos ciencia en la medida en que nos hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos – nos dice el filólogo – pero nuestros sentidos, y el mismo lo supo, ya están perdidamente alterados por el significante.


“No hay ciencia del hombre, porque el hombre de la ciencia no existe, sino únicamente su sujeto” formula Lacan en La ciencia y la verdad y esto es así porque – justo al contrario de lo que pensó Descartes – el sujeto siempre es un sujeto dividido y aquello que ve, que observa, que toca, etc. está profundamente teñido por la indeleble tinta de su deseo, siendo éste último quién funda el proceso de selección de la percepción – como aprendimos en el seminario XI.


Los científicos se refieren a esto, a mi modo de entender, con su renombrado principio de Heisenberg, el cual constata que es imposible medir simultáneamente y con precisión absoluta el valor de la posición y la cantidad de movimiento de una partícula, y establecen que el hecho de medir ya de por sí altera lo que se mide. Tal vez sea por esto que Lacan se refiere a la división del sujeto entre verdad y saber y cita a Freud cuando dice “Allí donde ello era, allí como sujeto debo advenir yo”, dado que frente al encuentro con aquel vacío inaugural – la causa siempre perdida, del lado del Otro – todo sujeto se ve llamado a elucubrar velos que cumplan justamente con la función de telón y que brinden algo de consistencia.


La ciencia, al no reconocer este objeto causa como objeto inexcusablemente perdido para siempre tiende a buscarlo a través de sus experimentos y juega constantemente a creer haberlo encontrado cuando anuncia tan orgullosa sus verdades, verdades que van variando a lo largo del tiempo. Hoy ya no se cree que la tierra sea plana ni que el sol gire alrededor nuestro.


Los hombres y mujeres que constituyen la ciencia tienen una enorme fe en las verdades que ellos mismos dictaminan, así, como Lacan lo dice en “Función y campo”: la comunicación de la obra común de la ciencia será efectiva en el interior de la enorme objetivación constituida por esa ciencia, y le permitirá olvidar su subjetividad.


¿Y qué creen que ganarían si de alguna manera lograsen elidir por fin la subjetividad? Esto le dará ocasión al sujeto de olvidar su existencia y su muerte, al mismo tiempo que de desconocer la falsa comunicación el sentido particular de su vida*. En los tiempos que corren, en los cuales lo que se cree que se busca es la felicidad y una vida larga y exitosa, esta tendencia a desconocer el sentido particular de cada vida se ve eclipsada por lo que conocemos como la american way of life.


“Entonces es imposible no centrar sobre una teoría general del símbolo una nueva clasificación de las ciencias, en las que las ciencias del hombre recobren su lugar central en cuanto ciencias de la subjetividad”

Jacques Lacan


A pesar de todo no debemos olvidar que, si bien el psicoanálisis renuncia a encontrar detrás de cada verdad un saber, el sujeto de la praxis analítica no es más que el sujeto de la ciencia ya que ese sujeto forma parte de la coyuntura que hace a la ciencia en su conjunto. A pesar de que haya aun algo en el estatuto del objeto de la ciencia que no nos parece elucidado desde que la ciencia nació*, el psicoanálisis debe mantenerse en constante dialéctica con ésta, recordándole que la verdad es mujer* y por tanto no – toda. Es justamente por esto que podríamos referirnos, tal vez, al psicoanálisis como un síntoma de la ciencia.


¿Y qué relación encontramos a este respecto entre la verdad manifestada en la poesía y en un análisis? La clave está en la palabra: “resonancias”.


En acústica se define el fenómeno de la resonancia como una tendencia del sistema acústico a amplificar una frecuencia que coincide con una de sus propias frecuencias naturales de vibración – sus frecuencias de resonancia. Por ende, la resonancia es un efecto de la coincidencia entre dos ondas de similar o igual frecuencia. ¿Y qué es nuestra propia voz sino un instrumento musical en sí mismo? ¿Qué es nuestro cuerpo sino una caja de resonancias que resuena y resuena al ritmo del “corazón”, es decir, de los afectos? Las resonancias las sentimos en el cuerpo en el momento en el que se produce, al igual que en el mundo acústico, una coincidencia, un complemento entre el saber y los afectos, quienes como sabemos, nada saben de mentiras. Este fenómeno se produciría cuando en una sesión el analizante logra saber o bordear algo de su verdad, aunque no sin encontrarse con el precio a pagar: la angustia.


Como hemos evocado, este efecto de verdad se despliega en el cuerpo mismo, siendo algo que se siente, entonces uno sabe que hubo algo de lo dicho que tuvo carácter de verdad y dado que la verdad adviene desde el inconsciente, desde lo Real, es sumamente fulgurante, instantáneo y efímero, aunque su efecto y cierto saber sobre ello podrían permanecer luego.

Esta misma resonancia es la que sentimos muchas veces al leer un poema dado que, como dijimos antes, el poeta logra esa conexión con su propia verdad dada su condición de poder apreciar con profundidad tanto la naturaleza del hombre como la esencia de su existencia, siendo esto lo que consigue plasmar en su obra. Por tanto, decimos que el poeta se aproxima a esta forma natural de entendimiento intuitivo en la propia experiencia del ser y que toda su exploración en torno a la creación se centra en lo esencial.


El poeta nos muestra en el espejo de su espíritu la idea de la manera pura y cristalina, y su descripción es, hasta en los más mínimos detalles, verdadera como la vida misma. El poeta

se sienta voluntariamente en el confesionario y el espíritu de la mentira no se apodera de él con tanta facilidad pues hay en todo hombre una inclinación a la verdad que cada mentira que quiera imponerse ha de vencer y que precisamente en este caso tiene una fuerza inusual.

Arthur Schopenhauer


No debemos dejarnos caer fácilmente en una de las tantas trampas a las que nos seduce el lenguaje y confundir lo convincente, incluso lo exacto, con lo verdadero. Es por ello que Lacan nos advierte que si la ciencia experimental toma de las matemáticas su exactitud, su relación con la naturaleza no deja por ello de ser problemática. Podríamos ejemplificar esto recurriendo a los cálculos exactos que llevaron a Isaac Newton a formular la Ley de la Gravitación Universal, la cual dominó el discurso científico durante más de 200 años hasta que otro genio, esta vez alemán, llamado Albert Einstein tuvo la intuición – aquí es donde le poeta colinda con el matemático – que lo llevó a repensar las ecuaciones de la relatividad general. A partir de sus nuevos cálculos, la gravedad no fue más una fuerza que actuaba directamente sobre un objeto, sino una distorsión geométrica del espacio – tiempo, entendido estos dos últimos como un conjunto. Los cálculos que llevaron a Newton a formular la teoría fueron exactos y convincentes durante 200 años.


Según Lacan es justamente nuestro nexo con la naturaleza el que incita a preguntarnos poéticamente – cita literal de La ciencia y la verdad – si no es su propio movimiento el que encontramos en nuestra ciencia. Es claro que nuestra física no es sino una fabricación mental, cuyo instrumento es el símbolo matemático.


Para concluir con este apartado acerca de la verdad en la poesía y en la ciencia, me veo llamada a repensar aquello que Lacan anuncia en “Función y campo” cuándo nos dice que, entre todas las obras que se proponen para este siglo, la obra del psicoanalista es tal vez la más alta ya que opera en él como mediadora entre el hombre de la preocupación – podríamos pensar en ese hombre de la poesía en quien el conflicto de la voluntad consigo misma se hace más evidente que en cualquier otro – y el sujeto del saber absoluto – del cual ya hemos hablado bastante en este apartado.


Por tanto, nos vemos llamados a evocar que la ciencia se entendería como una representación propia del ámbito del conocimiento racional y objetivo mientras que por el contrario el arte, para hablar en términos generales, se encargaría de plasmar la representación del mundo de las sensaciones subjetivas. Apolo y Dioniso.


Un vivo ejemplo de lo expuesto nos lo concede el testimonio de Steven Weinberg – premio Nobel de física del año 1979 por su descubrimiento de la relación entre el magnetismo y la fuerza nuclear- que cuando le interrogan en una entrevista al respecto de quién elegiría para preguntarle sobre la complejidad de la vida, si a William Shakespeare o a Albert Einstein, éste responde:


¡Oh, sobre la complejidad de la vida, no hay duda a Shakespeare”


A lo que luego el entrevistador le retruca: ¿Y recurrirías a Einstein para la simplicidad?


“Si, para saber por qué las cosas son como son, y no por qué las personas son como son, porque este es el final de una larga cadena de deducción”.


The rest is silence,


III


Momento de concluir


“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, Jorge Luis Borges


Hemos ahondado ya en la función creadora de la palabra, pero aún me gustaría, antes de deciros adiós, volver a repensar algunos puntos fundamentales en relación a las posibles funciones poéticas de un análisis.


Recordemos que la función por excelencia del reino simbólico es, como se ha dicho antes, la de la creación de un agujero en lo real – ya que la castración es introducida por el significante – y es a partir de este proceso que el significante y la pulsión se articulan dada la necesidad del ser hablante de ligar algo del orden pulsional, es decir de lo Real, al de la palabra, logrando así justamente simbolizar algo de aquello insondable que de no ser por esta medicación simbólica resultaría del todo caótico e irrepresentable.


Los poetas, como hemos visto, logran hacer de ese caos pulsional un cosmos significante, ya que la palabra no es sólo productora de agujeros, sino que también se caracteriza por la cualidad de hacer serie, de ordenar, de crear sucesión y además de generar un goce, el goce del sentido.


Por tanto, en algo en lo que posiblemente estaríamos de acuerdo a esta altura, es en enunciar que la palabra, si bien remite a una cierta presencia de algo – de una cosa, de aquella cosa a la que se refiere –al mismo tiempo también es ausencia, ya que el hecho de nombrar es justamente crear algo con la materia significante donde no hay tal cosa.

Lacan se refiere a este asunto cuando en “En función y campo” nos dice: “Por la palabra, que es ya una presencia hecha de ausencia, la ausencia misma viene a nombrarse en un momento original cuya recreación perpetua captó Freud en el juego del niño.”. La palabra, por tanto, es el concepto que viene justamente a reemplazar a la cosa, a la cosa que no está y por esto es que, la palabra no es la cosa, sino el tiempo de la cosa – en términos Hegelianos – y es justamente este concepto de La cosa la que la hace existir allí donde nunca está. Por medio de la palabra es que uno va, como un escultor con su arcilla, construyendo y moldeando aquello que se quiere hacer pasar de la ausencia – de la nada - a la presencia -al ser.


Esta cosa a la que nos referimos – que en alemán se conoce como Das ding - es justamente como Freud la definió: algo inalcanzable, inefable, invisible, impronunciable. La cosa está siempre más allá de toda posibilidad humana de aprehensión, de conocimiento y de saber, es por ende lo incomprensible, lo irrepresentable para la mente humana. Muchos han optado por nombrar a la cosa – con el nombre de Dios por ejemplo - para así lograr suturar algo de ese más allá donde ya no bastan las palabras, se la nombra para hacerla existir por intermediación de la sustancia significante.


Jorge Luis Borges, en su majestuoso Aleph, propone que hay una cosa que queda por fuera del entendimiento humano, una cosa que nunca nadie ha visto ni verá y que es imposible de representar. El gran poeta expone que esta cosa no es ni más ni menos que aquello a lo que nos contentamos con llamar universo en el sentido de un cierto Todo que agrupa todas las partes:


“… Vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph, y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpaban los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.


Para Lacan, La cosa, es la cosa muda de la realidad y la relaciona justamente con Lo real, es decir, lo imposible. La cosa es entonces, por excelencia, cosa muda, cosa sin palabra, ya que si fuese palabra no sería Real, sería simbólica y por tanto se hallaría en el reino de lo representable y de la lógica. El símbolo no puede suplantar a la cosa y mientras más un ser hablante quiera acercarse vía su representación a La cosa, ésta no hará más que alejarse ya que la palabra y La cosa siempre están jugando al gato y al ratón. Es por esto, pienso en voz alta, que Lacan afirmaba que la palabra mata a La cosa, ya que cuando ésta adviene La cosa se aleja, porque en el lugar de esa ausencia surge una presencia, es decir, una palabra.

Dijimos también que el tiempo nace en el lenguaje ya que es quién introduce la posibilidad de hacer serie, de formar secuencias, de metonimizar el mundo subjetivo, por ende podemos decir que el tiempo, lo que es lo mismo que decir la palabra - el reino simbólico en términos generales - viene a darle forma a La cosa, tal y como pusimos el ejemplo del escultor que sobre una nada hace surgir una forma.


Podemos encontrar en esta cosa perdida para siempre ciertas similitudes con lo que posteriormente Lacan bautizaría con el nombre de objeto a. La lógica nos lleva a comprender que debe haberse reconocido un objeto perdido para que todo el aparato del lenguaje pueda surgir y operar en sus dos vertientes en el sujeto, de lo contario, de no haber tal agujero ¿Qué habría entonces que simbolizar? De no ser así, entonces lo simbólico perdería la operatividad de una de las dos leyes que lo rigen, a saber, la metáfora. De no reconocer la falta de objeto entonces no es posible recurrir a esa traslación que es la metáfora, en la cual no se menciona de forma directa al objeto al que se desea referir sino que se insinúa, prestándose para las más variadas significaciones. Esto quiere decir que para metaforizar uno debe dividirse, ya que uno está manifestando algo que no se está diciendo directamente pero si dejando entrever. En el acto de metaforizar el sujeto procura hacer visible lo que sólo es conceptual, lo cual implica una cierta forma de dialéctica.


La metáfora, al parecer, cuenta con una suerte de doble vertiente, por un lado, pretende decir un objeto, pero al mismo tiempo ese objeto no se debe nombrar, no se debe decir, a menos que sea bordeándolo, por medio de varios y puntillosos rodeos.


Recordemos entonces lo que Freud nos hizo posible comprender, a saber, que la condensación era uno de los modos esenciales del funcionamiento de los procesos inconscientes ya que su trabajo es, por excelencia, el de hacer emerger el deseo colándose por debajo de la censura. Ningún deseo podría emerger de no ser porque primero faltase un objeto que lo causara, este objeto perdido entonces es la causa y recordemos que en francés cosa y causa son la misma cuestión. La causa debe estar perdida, de lo contrario el lenguaje solo podría operar en el sujeto en una de sus dimensiones, en la secuencial, en la de la sucesión, en la del desplazamiento, en la de la metonimia; tal y como ocurre en las psicosis al no inscribirse la metáfora paterna.


La metáfora, ya nos lo advirtió Freud en la Interpretación de los sueños, es una formación compuesta en la cual el sentido surge del sin – sentido originario, por tanto, para metaforizar primero debe uno habérselas visto con el sin – sentido originario del que parte la vida misma. La metáfora funciona a través de la sustitución de posición y nos hace notar al menos algunas cosas:


Que lo que se dice puede encubrir otro decir


Que significante y significado no son equivalentes, sino que hay una oposición entre ambos (siendo el punto de almohadillado el que los abrocha)


Que el significante siempre puede querer decir otra cosa, pues en su esencia no significa nada y es por esto que puede producir el pas de sens. “El significante es el instrumento con el que se expresa el significado desaparecido” * Seminario III


La metáfora es aquella función lingüística que nos permite ver, de manera literal, que cada vez que hablamos creamos, re – significamos, re – inventamos, re- descubrimos, porque ese decir está rodeando al objeto que siempre falta pero que con sus efectos de gravitación instaura el movimiento de la representación. Es este objeto que falta, el objeto que Lacan dijo que había que pensar como cuerpo, como cuerpo perdido, el que causa la cadena significante y la anima. Esta es la forma de articularse el significante y la pulsión, actuando ésta última como ese estímulo interior que circula cual fuerza constante que nunca concluye y a la cual el organismo no puede sustraerse ya que ningún objeto puede satisfacerla. De allí que surja la necesidad de simbolizar ese vacío pulsional a través de significantes que juegan al par ausencia – presencia y que constituyen una especie de calmante ante la falta inaugural y el desbordamiento del goce.


Podríamos entonces pensar que de las dos leyes que rigen el reino simbólico, la metonimia aparecería de manera más temprana, posicionándose en el inicio de lo que luego dará pie a la metáfora. La metonimia es la conexión de un significante con otro significante en lo que sería una interminable cadena de sucesiones, es por esto que Lacan nos dice que el deseo es metonímico ya que siempre es deseo de otra cosa. En su etimología ésta remite a metá (cambio) y ónoma (nombre) y así se explica por sí solo que la metonimia es aquello que apunta al significante puro, a la etiqueta, a la materialidad significante que en cuanto tal, no significa nada*, mientras que la metáfora apunta a la significación, que es en sí misma advenimiento de significación, es decir que señala siempre el sentido. Es por esto que se establece que la estructura de sustitución propia de la metáfora es la del síntoma, el síntoma es metáfora y para que se produzca tiene que haber ocurrido el proceso de represión, que no es sino como Lacan nos señala represión de significantes y no de significado.


Para que un significante pueda desplegar una infinidad de significaciones primero debe entonces reconocerse que ese significante originario no tiene ninguna significación más que la que el sujeto está llamado a encontrarle, de hecho, esta significación es capaz de arrancar al significante de sus conexiones lexicales. Lacan nos da el ejemplo perfecto de ello cuando en el Seminario III nos recuerda el verso de Víctor Hugo “Su gavilla no era avara ni odiosa”. Se ponen en juego aquí, de forma evidente, esa ambigüedad entre el significante y el significado que mencionábamos, esa oposición entre ambos que - como en el mismo seminario se esclarece – no es más que la oposición famosa entre la idea, o el pensamiento y la palabra. Esta oposición es la que hace posible la dialéctica.


Ahora bien, allí donde no hay metáfora, tampoco hay poesía*. Es momento de volver al inicio de este escrito.


Recordábamos entonces que, según la cita bíblica, “en el principio era el verbo” Y ¿Qué es el verbo sino aquella palabra que nos indica el tiempo y la persona que ejerce una acción, es decir un acto? ¿Dónde acaba el acto y comienza el verbo? ¿O acaso la palabra es un acto? Y si así fuera ¿Podríamos referirnos entonces, más específicamente, al acto de nombrar? Es decir el acto de nombrar lo que se crea, tal y como lo hizo Dios padre, El creador... Tal vez es que sea así como algo de Lo real, de lo imposible de ser nombrado, pueda ser incorporado a través de un nombre de modo que pueda entrar a jugar en el campo de los otros dos registros, el simbólico y el imaginario.


Podríamos pensar que un sujeto se nombra en función de su obrar, lo cual no quiere decir otra cosa, sino que un sujeto se reconoce a sí mismo en cada uno de los actos cotidianos que rigen su vida, es decir, en aquellos actos que más repite. Es en sus propios actos entonces – en esos saltos que para el yo son saltos al vacío - en donde el sujeto puede encontrarse. En otras palabras: es en ese eterno retorno de lo mismo en donde el sujeto encuentra de nuevo en su propia esencia, la cual no es más que aquel fuego, aquel ardor*, que enciende la llama de su deseo, es decir, de su verdad.


Recordemos las palabras de Rilke al expresarnos que los versos no son sentimientos sino más bien experiencias, que es necesario haber vivido, haber hecho, haberse repetido lo suficiente como para reconocerse allí, en eso que nos habla a diario y que se nos hace incluso corpóreo pero que aun así se hace tan difícil de reconocer. Si eso siempre se repite, si eso tanto insiste, entonces tendrá que ser porque algo habrá allí involucrado del deseo y del goce, decir porque hay algo que se satisface al hacerlo.


Schopenhauer nos dice que los actos son el reflejo de la voluntad y de carácter sexual, y si entendemos a la voluntad –la cual según el filósofo es inconsciente – como lo que en psicoanálisis llamamos deseo pues entonces diríamos que cada acto que tendemos a repetir, asaltados por una inercia enigmática, no es más que el claro reflejo de una forma propia de satisfacernos. El deseo es imposible de ser nombrado, pero algo de éste se deja colar en los actos, es decir, en lo Real, en lo real de los actos.


La palabra es un acto, en tanto acto del decir, pero también un acto puede ser una palabra, y es en esta dualidad entre simbólico y real que se juega gran parte de la obra poética, como así también la obra analítica. Una vez que hayan caído algunos de los semblantes e identificaciones imaginarias que conducen al analizante cual marioneta, éste podrá entonces pasar de ser hablado a hablar y de interpretar a actuar, ya que reconocerá que él es participe de esa obra que escribe a diario con su cuerpo, sus decires y sus actos.


En relación a la experiencia analítica ¿Acaso no permite ésta la posibilidad de anudar un acontecimiento de cuerpo a un acontecimiento del decir? ¿Y qué hay de la poesía? ¿No invita acaso al mismo destino, es decir, al de ligar algo del orden de lo pulsional al del significante quedando así lo caótico de aquél reino sometido – aunque nunca todo - a las leyes de la diacronía y la temporalidad?


No podríamos negar que algo se goza con la palabra – un hablaser es un <se goza>* - y esta cualidad que abre el campo simbólico está dada gracias a que la causa/cosa esté perdida. La palabra, si bien permite que se pueda gozar de ella, al mismo tiempo recuerda constantemente que ese objeto que nunca se tuvo ni se tendrá está perdido para siempre, ya que ésta, por más que se esmere, no puede decirlo.


“La proporción sexual es la palabra misma, un se goza que implica castración”, nos dice Lacan, y esto sucede porque la palabra nunca puede decir el objeto, sino sólo saltearlo con la metonimia o rodearlo por medio de la metáfora y de puras alegorías significantes. Si perdemos por completo este punto fundamental que consiste en concebir que algo de la vida es misterio pues nos hundimos en esa otra forma de espejismo, nos advierte Lacan, posiblemente ya no en el espejismo propio que acarrea consigo la palabra sino un espejismo que estaría más bien ligado al fenómeno elemental de la certeza, en el cual todos los espejos siempre entregan la misma imagen inamovible e incuestionable.

Y si el poeta y el analizante están profundamente llamados a nombrar sus creaciones y a descubrirse en sus propios actos pues entonces nos veríamos autorizados a formular que tanto en la poesía como en el análisis lo que se produce es un poder “prescindir del padre a costa de servirse de él”.


El analista apunta a las escansiones del decir del analizante y sobre todo a aquello que lo habla en su decir, esto le permite al sujeto encontrarse con la posibilidad de desprenderse de eso que ha tomado prestado de otros y que en lugar de permitirle ser lo que es más bien lo aleja de ello, apartándolo así de su ser más propio. Es por esta razón que afirmamos anteriormente que el destino de todo buen análisis es, por excelencia, lalengua materna porque es ésta la propia del sujeto, la que le permite ligar sus afectos con la palabra, lalengua que logra que el sujeto se diga en su decir.


Es la lengua de la infancia ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo, pues a ella se llega cuando el sujeto asume que no hay Otro del Otro que lleve a cabo el juicio final* y que por tanto debe hacerlo por sí mismo, prescindiendo del padre. El poeta se ve orientado por los mismos propósitos, a matar al padre para parirse a sí mismo.


Por medio de los rodeos del decir - tanto el poeta como el analizante – consiguen como dijimos hablar más de lo que son hablados, lo cual nos da pie para evocar que tanto el análisis como la poesía son en sí mismos una ben – dición.


El hecho de tener que hystorizarse lleva al sujeto poco a poco a ese decir que resulta de un análisis, el cual involucra los dos decires que están en juego en un sujeto: el del enunciado y el de la enunciación. El decir de un final de análisis sería uno en el que predomine la responsabilidad subjetiva ya que el sujeto a comprendido que “el nombrado toma parte en su propia nominación”*, es decir que hace las veces de la función padre, la cual no es otra que la función de decir, y por tanto sinthoma existencial, decir sinthoma*, un decir que logre una cierta conjunción entre los tres reinos que conforman la subjetividad del sujeto.

Esta posibilidad de un nuevo decir, de un decir que permita decirnos, es a mi modo de ver, el mayor acto de libertad posible. La palabra puede ser, o bien una cárcel – si sólo somos hablados – o una vía directa a la liberación – la cual ciertamente es parcial pero sólo puede ocurrir cuando finalmente logramos decir en función de nuestra esencia, que como hemos dicho, se hace visible en aquello que repetimos incontables veces.


Inevitablemente, en este momento, las palabras de Horderline resuenan en mis oídos a modo de susurro intempestivo: “el lenguaje es el bien más peligroso que se le ha concedido a los hombres”.


Tanto la poesía, como representante aquí del arte, como el dispositivo analítico se prestan como médiums para que un sujeto se autorice a construir y nombrar su mundo, a teñirlo con sus propias significaciones, a habitarlo de una manera más profunda, honesta y por tanto ética. El análisis posibilita encontrar nuevos horizontes y perspectivas en la forma de concebirse a uno mismo y comprender por tanto el mundo circundante, prestándose de marco dentro del cual un ser hablante articula, estructura, relaciona, asocia y metaforiza su obrar, su hacer y su decir. La poesía es para el poeta el mismo marco dentro del cual se escribe a través de sus versos.


Nietzsche lo advirtió en el Zaratusta “somos mucho más artistas de lo que creemos”, solo hace falta conocerse más, adentrarse más, autorizarse más. La experiencia analítica posibilita un intenso conocimiento experiencial, una ganancia de saber sobre uno mismo, un recorrido más vasto por ese laberinto en el que estamos atrapados y que, pese al estar condenados a nunca encontrar la salida mientras estemos vivos “¿Para qué salir si de aquél lado está esa otra cárcel?*” – podemos al menos reconocer esas callejuelas en las cuales solemos perdernos más fácilmente y con mayor constancia, tendremos alguna noción de aquellos objetos sobre los cuales solemos gravitar presos de una inercia insondable e inmanente, podremos reconocer algo de aquella satisfacción paradójica a la cual estamos sometidos por el hecho de hablar, habremos podido aprehender algo de la esencia de uno, que no es más que aquella que se ha repetido en nuestra vida desde antaño. Tanto la poesía como el psicoanálisis apuntan, indiscutiblemente, a sostener la ética del bien decir.


Como sabemos, vivimos en un momento en el cual la constante prisa y las producciones en serie son cosa de cada día, mientras tanto vemos cómo este rico y fundamental reino de lo simbólico pareciera estar menoscabado, obturando así la posibilidad de mediación entre la fuga de contenidos pertenecientes al reino de lo imaginario – las redes sociales, el mundo de las imágenes, la lectura de los “titulares”, las pantallas, etc. – con lo Real, encontrándonos en lo cotidiano con sucesos muy Reales en los cuales no se percibe ni una pizca de simbolización. Por otra parte, la función de la metáfora, en esta época, pareciera haber sucumbido en el más hondo de los olvidos mientras que la metonimia se desplaza sin cesar mientras se cree que ese objeto perdido se encontrará en la obtención de objetos materiales.


A su vez, se nos hace evidente, y lamentable, el hecho de que una gran parte de los profesionales de la salud mental se refieran a sus pacientes como “clientes” o simplemente “usuarios” cual si fueran los usufructuarios de un servicio de telefonía móvil dado que hay una relación de subordinación en cuanto al discurso imperante de la Psicología con el mundo business y mercantil respaldado por la colosal y despiadada industria farmacológica.

¿Cómo no pensar entonces, al vérnosla con semejante panorama, que tanto el arte en general como el Psicoanálisis ocupan más que nunca un lugar fundamental en los tiempos que corren?


La función que guardan en común el Psicoanálisis y la poesía – como representante del arte – es justamente la de defender la autonomía de la vivencia subjetiva, del uno en uno, ya que ambas parten la posibilidad de construir un decir propio y un hacer en función de lo que se es, salvaguardando a través de su ética la autenticidad de la experiencia personal.


 
 
 

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