La muerte de Pescadito
- Florencia Franco
- Sep 28, 2018
- 6 min read
Updated: Sep 29, 2018
Especialmente a J.B.
Y a todas aquellas tardes de Obras

Quedamos en encontrarnos a las cinco en el mismo lugar de siempre. Antes de colgar nos recordamos, como habíamos hecho varias veces a lo largo de la conversación, que debíamos avisarles a todos de lo ocurrido, de modo que nadie podía faltar esa tarde al homenaje que habíamos organizado.
Murió de un infarto, les decía temblorosa cuando me preguntaban luego de darles la triste noticia. Simplemente el Jorge lo encontró esta mañana flotando como una pluma sobre la fatídica quietud del agua de la pecera. Nunca nos preguntamos si él habría considerado esa pecera su hogar, si él se había sentido allí dentro como nosotros imaginábamos que se sentía. Por nuestra parte le habíamos adornado la pecera con mucho amor y dedicación, con la profunda convicción de que ese era el mejor hábitat para un ser pequeño, ágil e inquieto como era Pescadito.
Decidimos compartir su tutela y tenerlo un día cada uno en casa, nos pareció lo más justo siendo que Pescadito era de todos nosotros. El día que nos tocaba cuidarlo había una lista de cosas para hacer como por ejemplo darle de comer sus escamas dos veces al día en las dosis estipuladas, cambiarle el agua para que siempre estuviese limpia y pura y en el mejor de los casos – este ítem no era obligatorio sino opcional – jugar con él ya fuera cambiándole de sitio sus plantas artificiales para que él se entretuviera esquivándolas cual si fueran los obstáculos de un circuito apasionante o simplemente observándolo nadar mientras aleteaba con una ondulación sublime su cola del color del sol. Pescadito era algo así como ver nadar el fuego bajo el agua. Suponíamos que el simple hecho de ser mirado debía producirle una enorme satisfacción, ninguno sabía explicar por qué pero lo sabíamos, como esas cosas que se saben sin poder explicarlas con palabras.
Cuando Jorge me llamó por la mañana tan temprano, un día de verano de esos en los que Mendoza simula ser un enorme desierto ardiente y desolado, noté en su voz y en sus silencios la angustia que lo acechaba. Al poco rato comprendí todo, sentí su tristeza en mi alma, lo acompañé en la pena, en ese inexplicable pero real ensombrecimiento del alma. ¡Qué duro debía haber sido para Jorge encontrarse con esa escena! Pescadito que siempre había sido tan radiante y lleno de vida de pronto reducido a una suerte de envase que se asemejaba al plástico de las algas de la pecera. Pesadito ya no nadaba impulsado por esa voluntad implacable, ondeando su cola en busca de movimiento y formando a su vez espirales en el agua.
Jorge dijo que hasta había visto un cambio a nivel del color de sus escamas, me confesó que Pescadito ya no brillaba como el sol. En esa parte ambos lloramos juntos.
Pensamos en las posibles causas del fallecimiento, Jorge descartó rápidamente que pudiera tratarse de una posible intoxicación ya que Pescadito había comido lo mismo de siempre en las mismas cantidades. También descartamos que se tratase de una enfermedad ya que él aseguraba que la noche anterior lo había estado observando largo rato nadar en su pecera desde la cama mientras se quedaba dormido y juraba haberlo visto más radiante que ninguna otra noche.
Le pregunté a mi abuela que justo cuando recibí la llamada estaba regando el pasto y me dijo que esas muertes tan repentinas generalmente se debían a un infarto. Entonces ya teníamos el diagnóstico, Pescadito había sufrido un paro cardio-respiratorio. Las causas de que esto hubiese sucedido ese día y no otro, a Pescadito y no a otro, como siempre, eran desconocidas para nosotros por tanto el veredicto del infarto sonaba convincente pero no por ello verdadero. La abuela dijo que seguramente ahora Pescadito estaba en el cielo. Me pregunté si el cielo era el mismo para los hombres que para los peces.
El momento del velorio llegó y fue el más extraño de todos los momentos de la historia del grupo de amigos, también el más incómodo. Acostumbrados a reunirnos por motivos alegres y de puro divertimento como ir a la pileta a jugar al marco polo o a las canchas de básquet, en el momento en el que nos encontramos a nosotros mismos rodeando la pequeñísima cajita que habíamos comprado con mamá en la librería de la esquina de casa teníamos la sensación de no comprender realmente lo que estábamos viviendo. Algunos pidieron ver el cadáver, dijeron que les ayudaría a superarlo más rápido, a otros eso nos pareció aberrante y hasta repulsivo. Pese a estas diferencias todos teníamos el mismo dejo acuoso de tristeza en la mirada.
Antes de enterrarlo, les pedí que escribiéramos unas palabras en honor a Pescadito, propuse que cada uno dejara constancia por escrito de cuanto lo había querido, de lo importante que había sido para nosotros como individuos y como grupo y que también le deseáramos un más allá apacible y feliz. Pero sólo al decirlo pensé ¿Un más allá? ¿Acaso hay un más allá de la muerte? ¿No es esta justamente el fin de todo más allá posible? Algo dentro de mí que no era yo insistía con la idea de querer pensar que Pescadito estaba ahora en alguna parte. ¿Pero por qué era tan difícil asumir que no era así, que ese no era más que un deseo para preservar a esa parte débil de mí que no podía aceptar que toda vida tiene un final?
Todos parecimos estar de acuerdo en la idea de que en ese cuerpo rígido y endurecido ya no habitaba Pescadito. Su piel y toda la expresión de su rostro denotaban que allí no había signo alguno de fuerza vital de modo que en ese entonces era una suerte de nada la que lo nadaba a él. Representarse eso era terrible.
Jorge y yo nos dimos a la tarea más ardua de todas que fue cavar el pozo. Los demás se limitaron a rodearnos, algunos ensimismados, como perdidos en una densa nube mental y otros, en cambio, cuchicheando bajo y procurando afrontar vía la palabra tan difícil situación.
Terminamos con la ropa llena de tierra. La plaza del Club parecía haberse sumergido en el más profundo de los silencios, solo escuchábamos el sonido de las hojas de los arboles al ser sacudidas por esa ligera brisa que acompaña al atardecer hasta su muerte. El día se hundía en su propio ocaso. Temíamos no poder superar jamás ese acontecimiento, temíamos no poder volver a ver aquella plaza y aquél club como lugares felices. De todas formas creíamos que habíamos tomado la decisión correcta, no había mejor lugar en el mundo que la plaza para enterrar a Pescadito. Lo sabíamos porque nos habíamos puesto en su lugar muchas veces.
Lo enterramos al horario convenido justo a la izquierda de los columpios y detrás del tobogán, en un rinconcito en el que había un álamo y unos canteros con flores. Fue duro tapar el pozo, ver como poco a poco la caja en la que se hallaba Pescadito iba cubriéndose de tierra y dejándole el camino allanado al olvido. Ninguno de nosotros, ninguno, pudo contener en ese entonces las lágrimas, nuestra alma se sentía presa de un vacío sepulcral.
Nunca pensé que el dolor más entrañable lo sentiría horas después, al encontrar su pecera deshabitada, el agua ya sin el fuego que Pescadito dibujaba con su cuerpo en el agua. Caí en la cuenta de que ya no teníamos a quién alimentar ni a quien cuidar, ya no existía él como ser que causaba nuestra mirada por lo que mis ojos se sentían como aquella pecera, vacíos, como presos de una cárcel de humo negro.
Volver a casa y saber que él ya no estaría allí, ni jugando a esquivar las algas de plástico ni abriendo y cerrando dulcemente con esa inocencia de pez su dulce boca, eso era el horror. En casa solo me aguardaba la presencia fantasmal de una soledad desalmada y el aliento denso y supurante que deja como resto el advenimiento de la muerte.
Que difícil era para mi alma entender esa noche que todo fuego puede apagarse y dejar como resto sólo un cumulo de cenizas desparramadas en la tierra.
Esa noche soñé que aún había sol y que Pescadito me decía que él ya se había curado de esa enfermedad larga e insidiosa que es la vida y que ya no sentía por tanto ninguna clase de dolor.
Me explicó también que uno mismo no asiste a su propio velorio sino que uno muere sólo para aquél que lo llora.
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