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Las tres transformaciones del espíritu y la experiencia analítica

  • Writer: Florencia Franco
    Florencia Franco
  • Sep 1, 2018
  • 24 min read

Updated: Dec 2, 2020

“Nadie puede construirte el puente por el que has de caminar sobre la corriente de la vida. Nadie a excepción de ti.”

Friederich Nietzsche



Comencé mi análisis una tarde de hojas secas y cielo plomizo. Barcelona mostraba su mejor atuendo otoñal, con un horizonte de colores nostálgicos, un sutil aroma a lluvia y un tenue viento frío que imponía su presencia sobre mi piel. Ya no quedaban rastros de ningún verano, el sol mostraba su cara más pálida, su perfil más débil, sus rayos eran finos destellos desfallecientes que se consumían en las sombras de la creciente noche. De eso han pasado ya varios años y a continuación quisiera compartir una suerte de "metamorfosis" que experimenté y que bien podrían articularse perfectamente con las tres transformaciones del espíritu que planteaba Nietzsche en el Zaratustra.


Nietzsche a lo largo de toda su obra insiste muchas veces en la importancia de la lucha, del combate incesante entre uno y uno mismo ya que todo avance en el conocimiento se sigue del coraje, de la dureza con uno mismo, de la limpieza con uno mismo* (Ecce homo). Justamente esta "limpieza de chimenea", como dijo la primera analizante, es la que se lleva a cabo en una experiencia analítica en la cual nada se agrega ni se pierde – la materia es siempre la misma – sino que más bien se reorganiza de manera tal que uno acaba sintiéndose ligeramente más cómodo en sus propios zapatos.


Me atrevería a decir incluso que mi análisis ha sido en sí mismo un combate. Me represento la consulta del analista, ese espacio íntimo y provisto de una calidez tan particular, de algún modo como el escenario en el cual la batalla se desenvuelve. La consulta es el campo en el cual se combate, en pocas palabras, el espacio. La persona del analista es esa otra dimensión que dada su posición de espejo permite al sujeto reflejar allí su propia alteridad. El sujeto no tendrá más remedio que vérselas consigo mismo porque del otro lado del espejo no hay nadie más que él. Por tanto el analista es ese espejo que pondrá al sujeto enfrentado cara a cara con su propia representación del mundo y que le invitará a conocer y a aceptar que eso que no conoce de él pero que es el mismo - su historia - le concierne. Aquí tendríamos los dos bandos que se confrontan en dicha batalla, el sujeto y su propia alteridad, es decir, lo que él es como objeto para el otro.


Pero sólo a través de esta revolución interna es que podremos llegar a darle forma y color a esa transmutación de todos los valores tan necesaria a veces en la vida de un humano que nos ayuda a desligarnos del peso de ciertas cruces. Es sólo a través del combate con uno mismo que se puede llegar a ser lo que se es.



“Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño.” .


En las tres transformaciones del espíritu Nietzsche comienza hablando de un primer estadio en el cual seríamos camellos. ¿A qué se habrá querido referir con ello? Pues en algún punto lo deja bastante claro: ¿Qué es pesado?, así pregunta el espíritu de carga, y se arrodilla, igual que el camello, y quiere que lo carguen bien. Así llegué yo, para poner un ejemplo en primera persona, a golpearle la puerta a mi analista, queriendo demostrarme que podía cargar sobre mis hombros el mayor peso posible del mundo y sintiéndome orgullosa por ello. Creía que eso era la bondad, que eso era sinónimo de heroísmo. Y esto no es de extrañar si pensamos que, discursivamente, tenemos impregnada la idea de que bueno es el que le quita peso de encima al prójimo poniéndoselo sobre su propia espalda, el que piensa más en otros que en sí mismo, el que deja de hacer para asistir a los demás, incluso ese que vive para los demás. En nuestra cultura occidental, impregnada aún de la fuertísima carga que nos dejó la moral judeo cristiana, el olvidarse del propio bienestar y del propio deseo para aliviarle las cargas a los demás y ponernos siempre del lado de los “oprimidos” es signo de bondad, de honradez, de valentía. ¡Pues mentira! Esto no necesariamente es así, de hecho Nietzsche lo denuncia como una de las máximas de la decadence, un enorme signo de debilidad espiritual, de preparación para la degeneración total del espíritu.


Fui la mayor de tres hermanos y recuerdo que de pequeña, ni bien había nacido mi primer hermana, todos en la familia comentaban “lo buena” que yo era porque dejaba que la nueva integrante de la casa me tirara los pelos, me golpeara y me quitara mis juguetes sin decir nada, sin quejarme, sin oponerme. Lo mismo vi más tarde que ocurría a mí alrededor: Aquél que aspiraba a satisfacer sus propios intereses, a luchar por sus propios deseos y a hacer lo que él y sólo él deseaba era inmediatamente tildado de egoísta.



Considero, y aprovecho esta ocasión para plantearlo, que partimos de un enorme error, de una base enteramente equivocada, que justamente nos lleva a conspirar contra nosotros mismos ya que pensar en nosotros nos hace seres desalmados, frívolos y hasta malvados ante la mirada del otro. Somos mejor considerados cuando creemos que damos lo que suponemos bueno para el otro – como si en verdad pudiéramos saber qué es bueno y qué es malo para cada quién – somos más reconocidos y más valorados como seres humanos cuando “ayudamos al prójimo”, al punto de que las más de las veces acabamos haciendo pura filantropía.


Ayúdate a ti mismo – dice Nietzsche – entonces te ayudarán además todos, princip del amor al prójimo.”


Pero por el contrario, Nietzsche tenía razón, hemos perdido el gusto por lo egoísta.


¿Qué es lo más pesado, héroes?, así pregunta el espíritu de carga, para que yo cargue con ello y mi fortaleza se regocije ¿Acaso no es: humillarse para hacer daño a la propia soberbia? ¿Hacer brillar la propia tontería para burlarse de la propia sabiduría? ¿O acaso es: apartarnos? Creo que a esta altura ya no importa de dónde nos llegan estos valores que parecen más bien los valores del mundo del revés. Si le echamos la culpa a la iglesia, volvemos a alienarnos a ella. Si caemos en la farsa de creernos seres engañados, sometidos y oprimidos también volvemos a caer en la trampa.


Como verán, este camino está lleno de espejitos y espejismos y muchas veces pecamos de alondras.


Uno llega a un análisis cargado de mucho peso, propio y ajeno. En la época en la cual comenzaba mis primeras entrevistas preliminares estaba absorta en Rayuela, totalmente perdida en la pluma del cronopio mayor, y recuerdo haber leído una frase que en aquél entonces no se me apartaba de la mente y por ende decidí comentarla en una sesión. No sabía a donde me llevarían exactamente estas palabras hasta bastantes meses después: “Hace tiempo llegué a Paris, siento que he estado viviendo de prestado. Haciendo lo que otros hacen, viendo lo que otros ven”. Cortázar había podido ponerle palabras a algo que a mí me venía pasando hacía un tiempo desde que comencé a vivir en Barcelona, aunque me llevó varias sesiones poder dilucidar qué era lo que había tomado prestado, qué era aquello que llevaba puesto pero que me era tan ajeno que más que vestirme o arroparme me incomodaba considerablemente.


Sin saberlo cargamos en nuestras espaldas con una gran mochila que consideramos parte de nuestro cuerpo pero que en verdad es sólo un peso innecesario que llevamos sin pensarlo, sin siquiera caer en la cuenta de ello. Me imagino con una gran cantidad de ropajes puestos, muchos de ellos trapos sucios, desgastados y raídos que no nos hacen sentir cómodos. Esos ropajes tienen nombres: verdades convincentes pero no por eso verdaderas sobre las cuales están fundadas muchas veces las bases más sólidas de gran parte de nuestro pensar, ideales que más que diseñarlos a nuestra medida los hemos tomado prestados y no los sentimos nada placenteros en nuestra alma y nuestro cuerpo, deseos que más que responder a uno mismo más bien han sido impuestos a través de la inyección que significa la palabra cuando apenas éramos unos niños y la recibíamos sin sospechar cuanto ésta acarreaba consigo.


Esa baba pegajosa y espesa que se transmite a través de la palabra misma es un gran peso que llevamos como si fuéramos camellos y los camellos no se preguntan por qué lo hacen , para el beneficio de quién, en pos de qué, hasta cuando… Simplemente cargan, soportan, llevan, transportan siendo ciegamente fieles a un otro al que no cuestionan.

Poco a poco, paso a paso en el mejor de los casos, a través de la palabra misma uno va desprendiéndose de estas cargas ajenas ni bien las reconoce y se autoriza a sí mismo a abandonarlas. No es un proceso fácil– ya advertimos que habrá mucho que luchar, mucho que sudar - ya que si bien pesan también sirven de vestimenta y la vestimenta nos vale también muchas veces para definirnos, para distinguirnos o caracterizarnos. Digamos que de algún modo es parte de nosotros. Entonces uno se quita esas ropas viejas y raídas que ya no quiere usar pero al principio en lugar de sentirse aliviado uno más bien se siente desnudo, desprotegido, incluso también desamparado. Pero ¿Acaso Nietzsche no insiste con que cada hombre debe procurar hundirse en su propio ocaso?


Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son los que pasan al otro lado” ¿Y qué es el ocaso sino el paulatino hundimiento de algo que una vez desaparecido da lugar a otra cosa? Sólo destruyendo esos ropajes, deshilachándolos hasta dejarlos convertidos en un manojo de hilos de colores que ya no forman un todo sino algo más parecido a una nada fragmentada, sólo así es que entonces nos sentimos tal vez más livianos. Nietzsche nos enseña que para ser inmortal hay que morir muchas veces a lo largo de la vida, es decir, hay que destruir gran parte de la capa imaginaria con la cual muchas veces nos cubrimos para poder reinventarnos, de una manera más propia y más coherente en relación a lo que uno mismo es como ejemplar único en el mundo.


La primera etapa de un análisis, se podría decir que muchas veces consiste en reconocer al camello que uno es y decidir, consciente o inconscientemente, seguir siéndolo o no.

Entonces así y sólo así podemos pasar a la segunda transformación:


“Semejante al camello que corre al desierto con su carga, así corre él a su desierto. Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se conquista una presa y ser señor en su propio desierto.”


Si decidimos realmente quitarnos ese peso ajeno que hemos incorporado a través del discurso común, del lenguaje socializante que como la palabra indica tiende a unir a la masa en una sola cosa homogénea y por tanto a eliminar la particularidad de cada uno como sujeto individual, es cuando comienza la verdadera batalla. Una suerte de cruzada entre uno y uno mismo – he aquí el dragón - , es ahí cuando el analista se coloca entre el inconsciente del analizante y el analizante mismo dando lugar a la transferencia analítica. Digamos que es en este momento que el juego está listo para poder jugarse. El león entra entonces en escena dando lugar a la segunda transformación del espíritu.


En nuestra representación el león es sinónimo de lucha, de predominio de lo salvaje ante la más remota posibilidad de ser domado. El león no es animal doméstico, no se deja engatusar por el hombre ni por la mujer, no le interesa para qué podría servirles a éstos ni los beneficios que recibiría a cambio, como podrían ser la comodidad y calidez de un hogar. Él es el Rey de la selva y se ha ganado esta fama justamente por ser fiel a su instinto y a su fuerza. Es salvaje y lo salvaje es lo instintivo, lo pulsional en el caso de lo humano, esa fuerza fervorosa que surge desde lo más profundo de uno mismo y que será, en gran parte muchas veces domada por el mero hecho de ser seres hablantes. En el Malestar en la cultura Freud explica cómo en cada época de la historia siempre ha habido un malestar en el hombre dado que éste se encuentra con una lucha constante entre dos fuerzas, la del reino de las pulsiones y la que viene del orden del lenguaje en forma de ley, de moral, de ideales, etc. Freud nos explica justamente cómo la cultura castra al hombre y a la mujer, los adiestra como animalitos domésticos, para preservarlos contra los peligros que significan para él, el mismo, el resto de los de su misma especie y las amenazas de una naturaleza que muchas veces se impone con una suerte de voluntad propia.


Esta es la cuestión del lenguaje socializante que obliga al ser humano a desconectarse, en cierto modo, de su propia lengua, de su propio modo de comunicar, de decir, de hacer, de existir, para hacerlo entrar en la idea que significa la especie. En esta segunda transformación el sujeto en cuestión se dará a la ardua tarea de cuestionar a sus ídolos hasta hacerlos sucumbir uno a uno en el más sombrío de los crepúsculos así como también luchará por discernir entre toda una maraña de deseos cuales verdaderamente llevan en sí la insignia de su propia esencia.


El hombre león, aún no sabe lo que desea tal vez pero está convencido de que quiere conquistar su libertad desligándose de demandas que llegan desde otros y que no quiere cumplir porque justamente lo alejan de lo más propio de su ser.


El hombre león, habiendo ya perdido gran parte de la artillería con la que contaba hasta entonces, está convencido de que quiere ser el amo y señor de su propio desierto y está bien utilizar este término porque al final de lo que uno se “adueña” es de una cierta nada, de un saber – hacer con un vacío estructural, en términos más familiares, con una falta.


Es en esta etapa, larga y escabrosa, que el sujeto puede hacer una limpieza de chimenea, como bien decía Bertha Pappenheim. Esa chimenea es la lengua por la cual somos hablados, el guion que repetimos a diario, las palabras que salen de nuestra boca y que se pasean por nuestro paladar, nuestro psiquismo y nuestro cuerpo, así como por el pensamiento todo. En esta batalla campal el sujeto se desgarrará por devolverle al lenguaje sus derechos, expurgarlos como medida higiénica*, para así y sólo así lograr resignificar los significantes primordiales que dominaron durante tanto tiempo el pensamiento y por tanto el actuar. Para ello hay que ser un león porque uno es también eso de lo que cual se quiere desprender, por tanto la sensación es de desgarro, de amputación, de corte. No nos olvidemos, el lenguaje es otra piel*.


Hablar de perder y ganar es meterse siempre en terreno pantanoso ya que, al igual que la física moderna nos señala, la materia es siempre la misma y en ese sentido nada se pierde sino que simplemente se producen transformaciones en las formas que ésta adquiere en el tiempo y en un espacio determinado. En verdad, en el análisis no se pierde ni se gana nada, la sensación de pérdida es en realidad debido a que se ha reconocido la misma, aunque se sabe que eso ya estaba perdido desde siempre. Pero si lo que cuenta es la representación del sujeto en cuestión entonces sí es cierto que se produce una pérdida y esto no es más que porque ese sujeto ha sido lo suficientemente fuerte para aceptar la castración a la cual lo somete el lenguaje y el hecho de tener un cuerpo que deberá devolver cuando le llegue el momento de curarse de esa enfermedad que es la vida*.


¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando señor ni dios? «Tú debes» se llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice «yo quiero» Imaginémonos un gran dragón que lo quiere es domar al sujeto, ponerlo a trabajar para él, hacerlo su ciervo… Pues ese dragón tiene nombre, es el lenguaje socializante que nombrábamos anteriormente. Ese filtro fangoso, cubierto de moho, a través del cual hay que pasar o pasar sin chistar porque para chistar ya hay que haber pasado. Dirijámonos al seminario XI, al capítulo en el cual Lacan habla de la Alienación y la separación para explicar que al pasar por la primera el sujeto debe escoger el sentido y dejar de lado, al menos por un instante, el ser ya que debe creer que hay un sentido para así tener el interés de alienarse, de pasar por el Otro, pero para llegar a esa decisión insondable del ser se debe al menos suponer que ese Otro tendrá algo que ofrecerme, algo en lo que creer. Aquí la cosa es determinante, o la bolsa o la vida y sanseacabó.


El “yo quiero” queda por el lado del deseo, de lo propio, de lo singular de cada uno pero el “yo debo” al cual nos enfrenta esa alienación al lenguaje nos confiere al mundo de la demanda, a la tierra de los imperativos. Finalmente se llega así al núcleo de la lucha. «Tú debes» le cierra el paso, brilla como el oro, es un animal escamoso, y en cada una de sus escamas brilla áureamente «¡Tú debes!».


Pensemos en el niño que aún no ha aprehendido el lenguaje y ve y siente que los demás a su alrededor hablan unos con otros, se transmiten algo, interactúan, dialectizan pero él no entiende de ello porque no ha incorporado dicha herramienta para poder hacerlo. ¿Quiere hacerlo? Tiene que haber algo allí que brille como el oro.


Si el sujeto logra distinguir, tras ese embrollo en que está enredado, entre lo “suyo” y “lo prestado”, es decir, si es capaz de palpar y vislumbrar aquella materia de la cual está y ha estado siempre hecho, ya tiene casi que asegurada la tercer transformación del espíritu Nietzscheriana. ¿Cómo lo distingue? ¿Cómo el sujeto se percata de la materia de la cual está constituido? Porque se la encuentra una y otra vez como si fuese ella la que lo buscara a él. A la materia se la consigue a través de ese sendero del eterno retorno de lo mismo, la materia vuelve siempre al mismo lugar, pareciera estar obligada por una fuerza natural a la repetición. Cuando el sujeto se ve, se siente, se reconoce pisando sus propias huellas es entonces cuando logra, de forma imaginaria y simbólica, advertir que hay algo de lo real, es decir del orden de la materia, que ha advenido. Recordemos que la materia se presenta a modo de rayo, es intempestiva, es fulgurante, es sorpresiva, es un instante.


El niño, en esta tercera transformación, está del lado de lo real, en un comienzo él es puro goce, pura pulsión que solo quiere satisfacerse. El niño carece por si mismo de principios morales, de normas socializantes, de leyes, de protocolo sino que los irá incorporando con el tiempo a través de otros. Por ende siempre está buscando expresarse libremente porque no sabe hacerlo de otra manera. Esto no quiere decir que ubicar al niño como representante de la tercera transformación del espíritu, es decir la más tardía, significa que debamos romper con las leyes del código civil o penal ni andar por la vida despedazando cada protocolo o cada norma sino más bien lo que debe buscarse es una transmutación de los valores respecto de lo que uno ha mamado e incorporado ciegamente.


Antes comparábamos a la palabra como un filtro con moho por el cual hay que pasar pero no olvidemos que es también por medio de la misma, he aquí lo paradójico de la cuestión, que se transmite lo más bello que este mundo conoce y ha conocido: El amor. La madre, demás está decir que aquél o aquella que ejerza dicha función, acaricia al niño mientras canta su nombre en el aire, mece su cuna mientras le recita una canción, toca su cuerpo y lo baña al mismo tiempo que le confiere lo que él significa para ella. Ese es el primer lenguaje, el de la infancia, el de los afectos, el materno. El niño es el que más conoce esa lengua particular en la cual el sonido y el sentido se entrelazan hasta llegar a confundirse. Es allí de donde partimos y allí abemos de volver.


¿Dónde cesa el animal y dónde comienza el hombre? Pregunta Nietzsche a los cuatro vientos en su excepcional Schopenhauer como educador. Podríamos preguntarnos aquí ¿Dónde, en qué punto de su existencia, el camello que se ha transformado en león pasa a ser un hombre o una mujer, es decir, un representante de la especie humana? Pues Nietzsche mismo lo explica: Mientras un ser se limite a aspirar la vida aspirando simplemente a la felicidad, su mirada no habrá cruzado aún la línea del horizonte animal.

Los animales se diferencian de los humanos fundamentalmente por no poseer lo que en términos lacanianos llamaríamos la dimensión simbólica. En lenguaje coloquial diríamos que los animales a diferencia de los humanos no hablan y por lo tanto no piensan. Pero ojo aquí que hay una pequeña trampilla. ¿Por qué el perro no sólo pareciera entender sino que da vivas muestras de ello en su comportamiento lo que su “dueño” le ordena? ¿Por qué las aves emigran todas juntas hacia otros rumbos cuando las condiciones climáticas comienzan a volverse adversas? ¿Por qué entre los mismos animales dan claros signos de entenderse unos a otros? Esto no podría ser por otro motivo que por el hecho de que hay en ellos entendimiento, algo más parecido a la intuición que al raciocinio. Este último se funda gracias al surco que cava en el ser humano la existencia del tiempo y de la palabra. Solo la irrupción de eso a lo que llamamos lenguaje y tiempo en nuestro intelecto es que se da pie a la idea de la muerte. Hasta ahora no hemos visto animales que usen relojes, ni preocupados por llegar tarde o temprano a alguna cita.


El tiempo hace posible que la letra se transforme en palabra, que la palabra devenga en cadena, que la cadena se haga frase, que la frase se haga página y la página una historia y la historia una obra humana. La palabra agujerea al mismo tiempo que promete - tal y como Nietzsche define a la muerte en el Zaratustra y eso no es más que por que la muerte se juega a nivel de lo simbólico - agujerea porque castra, porque pone al sujeto en contradicción consigo mismo todo el tiempo, porque tampoco alcanza para decir todo lo que se quisiera decir, pero al mismo tiempo es promesa, porque es la única forma que tenemos de otorgarle sentido a las cosas, de dotar a los significantes vacíos que nos encontramos de significación. El animal sufre y no sabe por qué, no sabe cuándo terminara ese tormento, no concibe lo que es el dolor, no puede preguntarse quién es – de hecho si bien reconoce a los demás de su especie no se reconoce a sí mismo en el espejo – ni qué hace allí, ni qué lo motiva. Simplemente hay una voluntad que late incansablemente y un goce que se manifiesta en el cuerpo.


“Vivir como un animal, pasando hambre y necesidad y sin poder dar cuenta clara del sentido de una vida así nos deja de resultar, ciertamente, un castigo muy duro”. Nietzsche definió el ser animal como una dependencia ciega de la vida, sin esperar recompensa y sin siquiera reparar en qué significa tal o cual castigo ni porqué se ejecuta sino que por el contrario pareciera incluso que el animal aspirase a él como si se tratara del algo gratificante, con la estupidez de un deseo deprimente. Pensemos en la época actual, en la vorágine desesperada a conseguir la felicidad, a atraparla con las manos para nunca más dejarla escapar. Por eso Nietzsche agrega que cuando el hombre no ha pasado esa línea del horizonte animal, se trata de un ser que aspira con más conciencia a lo que el animal desea llevado de un impulso ciego, y nada más. Hoy por hoy vemos muchos animales humanos en los gabinetes del Estado, en la política, sentados en las oficinas de grandes corporaciones, etc, etc. La humanidad pareciera haberse vuelto menos racional, tal vez por ello necesite tanto de la “inteligencia artificial” como suplencia.


Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño? Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.


El niño que nos representamos aquí como la tercer transformación es el niño que se desenvuelve en un mundo propio, que es capaz de crear universos tan variopintos como su imaginación le invite, de construir castillos en la arena y en el aire, un niño que no piensa en hacerle mal a los demás porque está demasiado ocupado en sus propias satisfacciones, en sus propios sueños y anhelos. Los niños suelen cumplir con tres elementos que para Nietzsche son fundamentales, ellos son la honradez ya que el niño en un comienzo es honesto debido a que no ha aprendido las ventajas de la mentira, la jovialidad en su espíritu que es la que le lleva a inventar y construir mundos con su imaginación y con sus manos, y la constancia ¿Cuántas veces debe caerse uno para poder entonces comenzar realmente a caminar? ¿Acaso no es caminar un aprender a caerse menos? ¿Cuántas veces repite el pequeño una y otra vez las mismas palabras para poder succionarlas, retenerlas, incorporarlas hasta darles vida propia en una sucesión temporal a la que luego llamamos discurso?


En esta tercera representación de las transformaciones del espíritu también podríamos decir que el sujeto precisa de menos velos, menos engaños, el niño suele ir menos enmascarado que los adultos. El niño sabe hacer algo que luego los adultos muchas veces olvidamos y es a decir lo más profundo con sencillez. La pedantería, la soberbia, la rigidez del pensamiento todo, éstas no son más que cualidades que se adquieren con los años, cuando uno crece y deja ir al niño que lleva dentro por completo hasta no volver a saber de él nunca más. Pero no nos olvidemos que, si en la vida nada se destruye sino que todo más bien se desplaza, se camufla, se sustituye, se transforma, entonces no podríamos formular que la infancia alguna vez se pierde. Tal vez no deberíamos pensar que toda ella queda atrás, enterrada bajo el manto negro del olvido sino que más bien algo queda de ella y exige ser reconocido.


¿Qué hay también del juego? El niño juega porque su cuerpo y su mente se lo solicitan como una necesidad crucial. El juego, no nos olvidemos, es para el niño cosa seria, es su territorio, el espacio que él mismo crea para representarse en un mundo que de a poco comienza a comprender, el juego es además un código, un sistema de leyes y de normas que necesitan ser aprehendidas. El juego es, en resumen, ese gran campo que permite al niño dibujarse a sí mismo en el espacio y a la vez ese compás que le lleva a incorporar el tiempo y a incorporarse a él mismo en el tiempo.


Resulta que con los años uno cae en la trampa que lo hace creer que ser adulto es olvidarse de ese niño o alejarse completamente de él, pero esto no debería quizás ser así. Uno siempre es aquellos senderos por los cuales ha transitado y la infancia también es un sendero. Uno es también la suma de sus olvidos, como dice Andrés Borregales. Se lo reconozca o no, uno sigue siendo en algún punto ese niño que alguna vez fue pero en lugar de tomarse el juego enserio opta más bien por volverse uno mismo serio convirtiéndose uno mismo un eslabón más de una serie de entes que forman parte de un rebaño y es en el rebaño, en la masa, donde el hombre y la mujer se pierden como sujetos.


Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo”. Tal y como nos asegura Nietzsche ni bien uno desiste de ser eso que realmente es, un ejemplar único en el mundo, una unidad diferenciada del rebaño, cae en la comodidad que le ofrece el convencionalismo. Por esto mismo es que Nietzsche asegura que el hombre que no quiere pertenecer a la masa, sólo necesita dejar se comportarse cómodamente consigo mismo y obedecer a su conciencia que le grita: “¡Sé tú mismo!”. Tenemos que asumir la responsabilidad que supone nuestra propia existencia para nosotros mismos de lo contrario nos veremos, como Nietzsche se encarga de impartir, despojados de todo poder de decisión y por tanto a merced de un “azar” inconsciente.


Para concluir, un pequeño resumen de lo que serían las tres transformaciones del espíritu que plantea Nietzsche aplicadas a la experiencia analítica:


En un comienzo nos representa el camello, aquél que carga con verdades impuestas, ese animal que lleva a cuestas el peso de los ideales de los demás, que vive bajo las sombras del deseo de otro, ese animal que renuncia a su libertad para convertirse en un objeto de cargamento, en un objeto que sirve a alguien más porque a sí mismo no sabe cómo ha de servirse. Camello es aquél hombre que, sin saberlo, acarrea consigo el bulto pesado de una moral y unos valores que muchas veces no hacen más que perjudicarlo como sujeto, que lo impulsan a lo que Nietzsche llamaba la decadencia del espíritu. El hombre camello es aquél que nunca cuestiona por qué hace lo que hace, hacia donde va, qué busca, qué desea ni ante qué amo se subleva. El hombre camello es aquél que se deja aniquilar en medio de su propio desierto, es aquél ser pasivo que no hace más que encarnar con uñas y dientes el objeto que él se representa que hace gozar a otros. Es, en otras palabras, el hombre de la moral de los esclavos *, ese que a diferencia de aquellos señores que sí tienen noción de que son ellos mismos los que confieren honor a las cosas y que ellos mismos son quienes crean los valores, éstos más bien se someten a obedecer los ya pre – establecidos. La dependencia en los hombres camello le gana la batalla a la valía que éstos confieren a sí mismos por lo cual quedan profundamente subordinados a otro.


En cuanto al hombre camello u hombre esclavo hay que hacer un inciso que es a mi parecer importante. En el sometimiento, a diferencia de lo que se suele pensar, hay una gran cuota de participación del sujeto como en el resto de sus actos y elecciones. La posición “pasiva” de sometimiento debería ser considerada tan activa como la de aquél o aquella que procura someter. En ambos casos hay una elección, muchas veces inconsciente, del sujeto. Nietzsche opone la moral de la decadence o de los esclavos a una moral de un ser que sería más sofisticado en muchas de sus obras y allí nos muestra a viva piel este asunto. En “Más allá del bien y del mal” nos dice que la moral de los esclavos está regida básicamente por la compasión, la mano complaciente siempre abierta dispuesta a dar sin importar si se perjudica a sí misma, una supuesta bondad de corazón que no es más que un malentendido de lo que es realmente la bondad ya que lo que se busca es siempre el reconocimiento de los demás antes que incluso buscar reconocerse uno mismo, lo que malinterpretamos como paciencia soportando todo lo que se nos pone encima con una devoción asombrosa , la asiduidad en la que caemos cada vez que elegimos la comodidad, al igual que la sumisión en la que caemos confundiéndola con humildad. El esclavo está cómodo también ocupando esa posición, hay un goce en ello, de lo contrario no se sostendría allí. Pero cuando el esclavo quiere liberarse de la cárcel en la que vive lucha con todas sus fuerzas para revertir esa situación. Un ejemplo de esto es lo que ocurrió en la Revolución Francesa cuando las mujeres de un pueblo entero, sumidas ellas y sus familias en el más trágico de los escenarios, entraron al palacio de Versalles a buscar la cabeza de la reina. Por eso Nietzsche dice que estos señores, y señoras agrego, más sofisticados se encuentran siempre en constante lucha, porque lidiar con la época es lidiar en el fondo con uno mismo continuamente, es por eso que a éstos en muchas ocasiones los acompañan a todas partes la soledad y el rechazo del rebaño.


Por ende, si se decide ser camello, mejor Camellus ferus, pero si se decide combatir a ese camello hasta liberarlo de sus propios tabúes, penas y bultos entonces surgirá el león, aquél icono de la selva, sinónimo de lucha, libertad y autonomía. En la etapa del león el sujeto se confronta contra a sí mismo incansablemente, se juzga, se cuestiona, hasta notar sus contradicciones más profundas, hasta reconocer finalmente que todos esos demonios contra los cuales luchaba antes estaban dentro suyo – he descubierto dentro de mi todos esos abismos * – advierte que él mismo puede ser su máximo enemigo y que si no hace las paces con “el otro” de su división entonces está condenado a repetir sus desgracias todo lo que le reste de vida. “Quién no está enamorado de su inconsciente yerra”, nos advirtió sabiamente Lacan.


El hombre león es aquél que conoce perfectamente el engaño que es en sí misma la pereza y que ve claramente con sus ojos las aguas putrefactas que yacen tras la comodidad y el convencionalismo. Son hombres y mujeres que no pretenden, o simplemente no pueden, dejarse caer en los cálidos brazos extendidos del rebaño que grita “únete a nosotros y serás libre y feliz”. Estos leones y leonas han entendido que cada ser humano es un misterio único y sólo obedecen a su conciencia que cada dos por tres les grita “sé tú mismo”. Son aquellos que, sin lugar a dudas, asumen la responsabilidad que implica su propia existencia para ellos mismos. Son audaces, valientes, buscan constantemente el conflicto consigo mismos porque saben que de todos modos, pase lo que pase, por el mero hecho de haber venido al mundo ya han perdido.


El combate es lo único que posibilitará que de allí emerja el niño. Imaginémonos a una parturienta en pleno acto, en el preciso instante en el que está saliendo de su vagina la cabeza de un pequeño con un contorno craneal de 35 centímetros. Sin dudas no se está riendo, no está sintiendo precisamente placer en su cuerpo ni tampoco el bebé. Ambos están luchando, ambos están sufriendo, ambos están profundamente conectados a lo que es el dolor y así es como comienza la vida. Sabemos ya que el dolor está del lado de la vida dado que siempre que experimentemos dolor o angustia sabremos que estamos vivos ya que la muerte es justamente la ausencia de estas dos. La vida comienza con esta lucha, con este agonizar que se palpa tan vivamente en los rostros de aquella que da a luz y de aquél que viene a encontrarse con ella. El niño es el resultado de un gran combate, luego del dolor que implica el nacer, deberá también luchar con su propia indefensión, deberá ir cada día haciéndose más fuerte, más independiente, más él mismo. Deberá aprender a caminar y para ello se enfrentará a la difícil tarea de caerse incesantes veces a lo largo del día para volver a retomar la marcha. Luchará a diario con un cuerpo que le confronta a necesidades y sensaciones que no sabe cómo debe resolver. Deberá aprender a hacer uso de un cuerpo que le ha sido asignado pero que aún no reconoce como propio ni como uno sino como partes fragmentadas de algo parecido a un lienzo de Picasso.


El niño juega con un pedazo de plastilina y crea un dinosaurio, luego al dinosaurio lo hace hablar y él es testigo de cómo éste habla porque sabe que el hablar es parte del mismo juego de la vida. El niño saborea las palabras, las escudriña, las extorsiona, las desdobla como a la misma plastilina. El niño es plástico. El niño que imaginaba Nietzsche como la tercera transformación del espíritu posiblemente fuera aquel que aún no ha sido introducido por completo en el rebaño sino que más bien aún habla su propia lengua, la de sus afectos, la que le da la gana, también seguramente es un niño curioso que no cesa de buscar y cuestionar el porqué de las cosas y que no las toma como “dadas”.


Ese niño es el que se encuentra al final de un análisis, esa versión auténtica de uno mismo, eso que uno no puede dejar de ser.


Considero que dichas transformaciones no deben pensarse de manera lineal ni progresiva sino que van yuxtaponiéndose las unas a las otras hasta acercarse a una cierta constancia o predominio de la tercera. Tampoco hay que tomarlo literal sino más bien pensar en las metáforas a las cuales estas tres transformaciones que nos propuso Nietzsche nos inducen.


Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el espíritu se convirtió en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño.

 
 
 

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