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El señor Battaglia

  • Writer: Florencia Franco
    Florencia Franco
  • Sep 28, 2018
  • 13 min read


"Esto debe representar que, cuando uno no tiene ningún peso corporal que tenga que cargar, puede ir, entonces, a gran velocidad por el aire"

Josef Föster




Sus compañeros se sorprendieron al ver el gesto que se dibujaba en su cara. Hubieran esperado un atisbo de sonrisa, una sutil elevación de sus espesas cejas o incluso una reafirmación en la cuadrada línea de su mandíbula, algo que simbolizara una cuota de sorpresa o a lo sumo de orgullo. Pero no, de ninguna manera. Nada de eso había ocurrido en ese cuerpo que parecía haberse quedado de pronto, de un instante a otro, sin alma.


No quisieron, un poco por respeto y otro por falta de palabras apropiadas, hablar del asunto pero lo cierto era que gran parte de los allí presentes, por no decir todos, hubieran estado completamente de acuerdo en que en el momento preciso en el cual al honorable policía, Don Julio Battaglia, lo nombraban como máximo responsable de la comisaría central de Información de la Policía Nacional algo había sucedido con él. O en él. Algo tan evidente como difícil de explicar.


Un silencio de muerte había secuestrado la sala y a cada uno de sus asistentes a tal punto que, pese al paso invariable e incómodo del tiempo, nadie se atrevía a romperlo. Algo ya se había roto allí, en esa sala, en ese tiempo. Mientras tanto, todas las miradas, algunas más disimuladas que otras, se paseaban atónitas por el rostro inexpresivo, casi cadavérico de Don Battaglia.


¿Qué había de raro en sus ojos? No, no eran sus ojos. Sus ojos seguían siendo los mismos de siempre, azules oscuros, como un mar profundo, acompañados por las mismas pestañas y las mismas condensadas cejas negras. Era más bien algo del orden de la mirada lo que llamaba considerablemente la atención. Algo había en ella, o mejor dicho, algo había sido sustraído de ella.


Si bien el cuerpo aún erguido del comisario continuaba manifestando signos vitales, ninguno de los presentes hubiera podido negar jamás una suerte de vacío a viva piel, una especie de separación del alma y de la carne, la extrañísima sensación de que su ser de pronto hubiese dejado a su cuerpo solo haciéndolo notar más que nunca como un mero envoltorio de algo mucho más insondable, su cuerpo no parecía ser más que un inanimado envase retornable.


Pero ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo explicar lo que pueden llegar a causar dos ojos que ven pero ya no miran? ¿Cómo explicar un rostro que de pronto ha dejado de ser un rostro para no ser más que una cara impasible? ¿Cómo traducir del lenguaje de las sensaciones al del decir, la sensación de que allí sólo había quedado el cuerpo del comisario pero que en verdad el comisario se había ido a una especie de más allá en el cual se había perdido y desde el cual, tal vez, estuviera buscando la manera de volver?


Era imposible. Nada más difícil que darse a la tarea de procurar explicar con palabras mundanas aquél desprendimiento de dos cosas, a las que nadie podía ponerle nombre, que se habían paulatinamente separado, soltado, desasido, así como se desune un botón dorado de un saco cuando el hilo que lo soporta ya no basta para mantenerlos juntos.


Tampoco habrá que alarmarse tanto, pensaron. Los nervios, el cansancio, el estrés. Había que tener en consideración que el comisario, ahora máximo responsable, había sido padre por primera vez pocos días atrás, tal vez un mes, máximo dos. Demasiadas cargas – y cargos – para un solo mortal de 50 años. Posiblemente lo que necesitara fuera un descanso. Se quedaron más tranquilos.


- Continuaremos con la lucha, por lo demás, que la historia me juzgue. Gracias.


Fueron las palabras del comisario ni bien había vuelto a ese espacio tan propio como tan ajeno que podía ser el propio cuerpo. Su voz se sintió como un torrente de miel que endulzaba de repente el amargo silencio de aquella sala sin sol y sin gracia. Pero todos hubiesen estado de acuerdo en que esas palabras sonaron como pegoteadas, algo ambiguas, palabras ajenas al parlante, sonaron a dichas, a huecas, a agujereadas.


¿A qué lucha se refería Don Battaglia? La pregunta se formuló en el aire con tanta fuerza y brío que pareció uno de esos gritos descomunales que sólo es capaz de esbozar el silencio. Hizo eco en las esquinas.


Sí, cierto. El comisario Julio Battaglia había sido desde el 2005 en Madrid una de las figuras claves de la lucha antiterrorista en la Policía, eso después de haber pasado por las jefaturas superiores del Pais Vasco. Su vasta trayectoria en el cuerpo de Policía incluía operaciones relevantes contra ETA como desarticulaciones de los comandos Donosti, Vizcayá y Alava.


Seguramente se refería a esa lucha o tal vez a la del narcotráfico. No había porqué pensar en otra clase de lucha… Pero ¿Por qué entonces pensaban justamente en “esa otra clase de lucha”? Una que más bien se combate hacia dentro. ¿Y qué sería una lucha hacia adentro? ¿Algo así como una lucha contra uno mismo?


El comisario necesitaba descansar. Se decía por los pasillos de la comisaría que el bebé no lo dejaba siquiera pegar un ojo en las noches.



Battaglia salió de su puesto de trabajo como ningún otro de los centenares de días que llevaba saliendo del mismo lugar. El mundo parecía ser el mismo. La misma puerta de vidrio corrediza a sus espaldas, el mismo parque desolado a su derecha, el mismo cemento triste del estacionamiento bajo sus pies. El mismo calor de julio de siempre, el mismo resonar de los coches, la misma melodía de las aves, el mismo cielo azul. Pero así todo, todo no era lo mismo. Algo había cambiado en Julio, algo ya no era la misma cosa. Pero ese algo justamente era un algo sin palabra, un algo agujero, un agujero alrededor del cual surgían olas, olas que nadaban por todo su ser.


I



Unos cuantos metros antes de aparcar en la puerta de su casa vio un hombre saliendo de la finca en la que vivía al cual creyó reconocer por un instante. Volvió sus ojos hacia él para escrutarlo con la mirada mientras giraba el volante para esquivar una camioneta de carga pero fue tarde, aquél hombre ya se había ido y junto a él se había marchado el vago recuerdo de su rostro y de su peculiar forma de caminar. Por el contrario, un fuerte y extraño ardor en el pecho de Don Battaglia permaneció.


No debía hacerle caso, no era nada. No era nadie.


Al entrar a su casa se encontró con un panorama desafortunado. Todo estaba allí más alborotado de lo habitual. El bebé lloraba, sus agudos chillidos rajaban constantemente una fina grieta que cada vez se iba ensanchando más hasta volverlo todo grieta, todo trozos divididos. La paz de la tarde tenía grietas por todas partes, su paciencia también.


Su mujer estaba rara. Encontraba hacía varios días algo extraño en su mirar, algo que iba más allá de las ojeras y del cansancio. Una suerte de sombra en la mirada que no tenía tanto que ver con el agotamiento que denotaban sus ojos o las marcas en su rostro de piel fría y blanca como la nieve que eran el resultado de una interminable cadena de noches sin dormir.


Intentaron un acercamiento con los ojos pero sus miradas no lograron encontrarse pese el esfuerzo. En lugar de una mirada, cuatro ojos se entrecruzaron. Dos suspiros se hicieron uno solo en lo más alto del aire caliente que aplastaba la sala, dos cuerpos que se alejaban. Te toca cuidarlo a vos. Le dijo ella mientras se dejaba caer exhausta en la cama deseosa de entregarle su alma entera al más insondable de los sueños.


Se vio a sí mismo como desde lejos, de pequeño había tenido esa facilidad, se encontró con que sus brazos cargaban una pequeña criatura de piel blanca que no cesaba de mover sin coordinación alguna las diferentes partes de su cuerpo, partes que, evidentemente, aún no conformaban un todo sino que eran más bien una especie de fragmentos de cuerpo desarticulado que se movían casi espasmódicamente. A demás de eso lloraba, su rostro enajenado no cesaba de emitir quejidos agudos que resonaban en todo el Barrio de las Letras. Al cabo de no mucho tiempo Julio sintió que sus oídos ya estaban sumidos en una profunda anestesia, ya casi no escuchaba los gritos del bebé, lo que escuchaba era otra cosa, una voz que resonaba en su cabeza insistiendo con la idea de que algo extraño había en ese bebé. No era la primera vez que este pensamiento le afloraba en la mente. Cada vez que lo veía, desde que había nacido, podía observar una invisible pero maciza barrera que no cesaba de separarlos, de alejarlos, de dividirlos.


Nada en ese niño le recordaba a él, nada en ese rostro demoniacamente angelical le conducía a él mismo, a su rol de padre, nada en esos ojitos casi ciegos le invitaba a pensar que él, Julio Battaglia, tuviera algo que ver con todo eso.


Era inevitable, triste pero inevitable, el hecho de que esa sensación de que ese bebé era cualquier cosa menos su hijo no dejaba de crecer en algún lugar muy profundo de su ser o tal vez no tan profundo por eso lo podía sentir tan vívido, tan en sus entrañas pero al mismo tiempo tan al ras del pecho. Se sorprendió de cómo a veces lo más íntimo y profundo podía ser también lo más superficial, lo más externo. Recordó que de adolescente le gustaba jugar con cintas y formar bandas de Mohebius, algo sonrió dentro de sí vagamente.


Ese hombre. Ese tío que había visto saliendo de la finca. Estaba seguro que lo había visto otras veces. Había algo extraño en su postura, una cierta precipitación en su caminar, una prisa en su marcha, una notoria agitación en la melodía que componían sus pasos. Lo había visto antes, tal vez varias veces, pero le era imposible construir un recuerdo sólido de su rostro al punto de que mientras más procuraba pensar donde era que lo había visto antes, toda semejanza a un posible recuerdo se tornaba más y más difusa. El retrato de aquel rostro se le resbalaba de las manos hasta llegar a hundirse en lo más tumultuoso de un gran pantano de arenas movedizas.


El bebé se había por fin callado. Las sombras de la noche cubrían a esa altura todo el barrio de las Letras y un silencio penetrante vagaba sigiloso por los pasillos de aquella casa de techos altos y molduras renacentistas. Julio lo recostó junto a su madre en la cama. Antes de cruzar la puerta de la habitación se dedicó a observarlos durante un momento no muy prolongado pero que así todo le bastó para apreciar cuanto se parecían. No había dudas de que ese era su hijo, de que ella era su madre. La misma forma de respirar, el mismo ritmo, un pequeño pliegue bajo la boca un poco más arriba de la pera.


¿Había sido ella capaz de engañarlo y hacerle pasar a ese bebé, producto de una infidelidad, como hijo suyo? Abrumado y preso de un agotamiento paralizante se dejó caer en el sofá de aquella sala en tinieblas de ese día ya consumido por el tiempo. La oscuridad y él se hicieron una sola cosa. EL sueño le sobrevino como un aliado que le ayudó inmediatamente a olvidar durante unas horas esa inquietante sensación de estar siendo observado por alguien desde algún recóndito rincón de la casa. La última vez que algo así le había ocurrido había sido horas antes del atentado de Atocha, el cual se había llevado, entre muchas otras vidas, la de su propio padre.


Pronto todo sucumbirá en un sueño Julio, le dijo el recuerdo de la voz de su madre al oído, pero cuidado, mucho cuidado, los sueños suelen prestarse de escenario para que se desplieguen los fantasmas.



II



Era la tercera vez que una calle lo volvía a llevar al mismo lugar. Parecía que el mundo entero y el todo el tiempo en su totalidad se hubieran concentrado de pronto en un solo punto. Estaba harto ya de dar vueltas y vueltas creyendo que en cada vuelta de cada esquina encontraría la manera de salir de allí.


No reconocía esas calles aunque creía recordarlas. ¿Se puede recordar algo que no se reconoce? Se dijo que seguramente no las reconocía porque no correspondían a un recuerdo del pasado sino más bien del futuro. Tal vez eran esas las calles en las que viviría en su vejez o algo así como las oscuras calles que lo acompañarían a ese callejón final que es la muerte. Pero la confusión era constante, no estaba claro de si estaba viviendo en un pasado que no lograba recordar o en un futuro en el que aún no había habitado. De lo que estaba convencido era que del presente no tenía en su mente novedades, el presente era el que se había ido junto con la luz de la tarde, tal vez para no volver.


El tiempo lo había olvidado y le había pasado por al lado, lentamente, sin siquiera ignorarlo hasta difuminarse con la densa oscuridad de una noche que se hacía cada vez más y más noche.


Estaba perdido en tiempo y espacio. Ese, en un principio, discreto charco de caos comenzaba a ensancharse progresivamente hasta taparlo y cubrirlo todo de la misma forma que el mar cubre gradualmente la playa una vez que ha comenzado a subir la marea.

Su cuerpo no le respondía. Ya no se le prestaba como un objeto del cual podía hacer uso, era más bien un objeto independiente del mundo. De un mundo que a él se le presentaba cada vez más ajeno.


Otra vez se había vuelto a perder en esas calles, a algunas de ellas muy de vez en cuando las reconocía aunque sin reconocerse en ellas. No tardó mucho más en deducir que aquellos pasajes constituían un laberinto en el cual no había afueras ni adentros. De pronto podía verlo ajeno, como si lo observara desde la lejanía y por otras se veía siendo él y el laberinto una sola y misma cosa.


En el laberinto descubrió que al tiempo le había sido vedado el acceso a él y por tanto tampoco podía entrar la luz. Era un laberinto oscuro y atemporal, un laberinto en el cual la lógica estaba de más. Tuvo miedo, mucho miedo. En ese laberinto, al cual se había reducido todo su mundo, no habría ya más un invierno ni un verano. Tampoco habría recuerdos, ni más historias, tampoco volvería a verle nunca más la cara a la luna. Lo que finalmente acabó ahogándolo del espanto fue la convicción de que cada paso que daba lo conducía poco a poco al centro del laberinto. Finalmente allí llegaría.


No hacía falta ser muy suspicaz para saber que siempre el centro de ese tipo de laberintos era un agujero.


“Pronto todo sucumbirá en un largo sueño Julio”. La vida y el sueño, una metáfora fundamental*, cara y cara de una sola y misma moneda.

Fue la entonación de la voz de su madre punzándole el oído lo que lo llevó de un tirón a los brazos de la vigilia.


III



- Jefe necesita tomarse unas vacaciones, tiene cara de cansado.


Las palabras de su colega lo trajeron de golpe a la oficina. ¿De donde lo traían? Eso no lo sabía, sólo podía saber que durante una determinada fracción de tiempo había estado lejos, como ausente. ¿Ausente de donde? De la oficina, tal vez. Pero si desaparecía de la oficina en algún otro lugar debería haber aparecido. ¿Dónde aparecía cuando desaparecía? ¿A dónde se marchaba su mente? ¿Con qué fines?


Pensaba en el bebé. Sin quererlo, claro. ¡Qué detestable podía llegar a ser esa autonomía del pensamiento! El pensamiento se piensa a sí mismo y yo acá con mi cuerpo sentado en esta silla sin poder hacer nada, se dijo.


- No habrán vacaciones. Hay demasiado trabajo por hacer y la gente me necesita. ISIS ha emitido un comunicado hace dos días confirmando un ataque al Andaluz. – Explicó con una certeza desenfrenada – No podemos siquiera pegar un ojo. Se acerca un nuevo atentado. Estoy convencido.


Esa misma mañana Julio Battaglia declaró alerta máxima nacional por la inminente posibilidad de un atentado de ISIS en cualquier ciudad de España. Las zonas más céntricas tanto de Madrid, Sevilla y Barcelona fueron reforzadas por el cuerpo de la Policía nacional. El ministerio de urbanismo mandó a poner enormes canteros en las Ramblas y calles principales para evitar que el modus operandi del atentnado fue un arrollamiento con un camión o furgoneta como había sucedido semanas atrás en Niza.


“Un atentado se avecina” Esa frase no cesaba de escucharla incansablemente a cada hora y en cada lugar hasta llegara producirle enormes dolores de cabeza. La voz de ese enunciado se seguía de un ferviente ardor en el pecho, la voz lograba que su sangre se calentara a fuego lento hasta llegar a hervirse y quemarle el cuerpo en cada paso que daba a través de sus venas.


“No podrás prevenirlo, esta vez serás tu el derrotado Battaglia” El escalofríos fue súbito y esa voz lo dejó atónito. Debía ser una broma pesada, algún imbécil de la oficina jugándole una partida pesada. Se volteó indiginado, dispuesto a responderle a quién sea que hubiese sido con la furia desproporcionada que sentía. Sus ojos encontraron una puerta entreabierta y detrás de ella un pasillo desolado.


¿Quién había sido? Algún colega envidioso seguramente. Ser el jefe, la autoridad máxima, podía tener ese costo. Ser algo asi como el blanco fácil de las frustraciones personales de los demás proyectadas a modo de envidia en uno.


Se asomó a la puerta del despacho preso de cólera y gritó lo mas fuerte que pudo: “La próxima vez al menos da la cara maldito”.


Procuró calmarse aunque sentía unas enormes ganas de partírsela cabeza contra el escritorio. Pero no, no era capaz, pese a la tentación de querer desaparecer o librarse de aquél tormento. Debía pensar en todos aquellos que dependían de él. La seguridad de todo el país pendía de un hilo, pensaba, y en sus manos se encontraba uno de los extremos de ese hilo. No podía ni quería defraudarlos. No podía permitírselo. Otra vez no, otro atentando como el de Atocha no podía volver a repetirse. Al pensar en ello, el vago y difuso rostro envejecido de su padre le visitó la memoria junto con sus acuosos ojos celestes, aún vivos. Lo imaginó – lo vio – saliendo algo encorvado de su propia casa a tomar el tren. Luego imaginó su delgado cuerpo luchando por disimular la dificultad con la que acarreaba los años que acumulaban sus músculos, sus huesos. Lo vio aterrado cuando de pronto comenzaba a encenderse el fuego, sintió en su piel la desesperación que su padre habría sentido mientras intentaba desesperado escapar de una estación que poco a poco se consumía en un infierno desaforado. ¿Se habría percatado en algún momento de que allí iba a morir? ¿Habría sentido la desesperanza en su alma y la impotencia en el estómago al notar que jamás volvería a salir de aquella estación? ¿Se habría asumido como muerto o la muerte le habría llegado antes de lo que su mente era capaz de procesar?


¿Era posible representarse la propia muerte? Pensó por un instante, absorto. La representación, toda representación posible, pertenecía a la vida. Uno no asiste a su propio velorio por lo que la muerte es, al fin y al cabo, pensó, el fin de todas las representaciones.

¡Cuantos hombres y mujeres como su padre estarían entrando en esa y otras estaciones creyendo esperar un tren que los llevaría a alguna parte sin siquiera imaginar que La muerte tenía otros planes para ellos, otro camino, otra ruta, otro destino? Se sorprendió al pensar lo relativo del tiempo, que en un segundo puedan borrarse todas las huellas de una historia y llevarse consigo cada letra de ese escrito, cada coma, cada sangría hasta dejar como resultado un insignificante punto final.


No señor, no se lo permitiría. Algo así como un imperioso mandato proveniente de un misterioso lugar echaba raíces en lo más profundo de su ser. Nadie moriría en ningún atentado mientras él estuviese al mando de la lucha contra el terrorismo.

“Defenderás a tu pueblo más que a ti mismo” Le aseveró algo dentro de sí.

Oyó una risa. Una serie de carcajadas que no supo de donde provenían pero que hicieron temblar las hojas de los árboles que rodeaban la comisaría hasta hacerlas caer al suelo despavoridas en un otoño que transcurría en pleno Julio.


Un repentino otoño de tormentas agitadas comenzaba a aflorar en su mente.



Continúa

 
 
 

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