Eduardo vs Eduardo
- Florencia Franco
- Sep 8, 2019
- 9 min read
Updated: Mar 4, 2021
Cuando sudamos, nos dicen: ¡Qué carga más pesada es la vida! Pero el hombre es la carga más pesada para él. Y todo porque lleva sobre sus hombros demasiadas cargas ajenas. Como el camello, se arrodilla y se deja que le carguen bien. ¡Cuántas pesadas palabras ajenas, cuántos pesados valores ajenos carga sobre sí!
Friedrich Nietzche

Misterios del horizonte - Rene Magritte 1955
Aún no estaba siquiera despierto sino en un inusitado limbo mental, pero la inminente sensación de que algo malo estaba pasando se le presentó cada vez más como una certeza.
La luz blanca proveniente de la ventana de la habitación logró agujerearle la refinada piel de sus parpados y recién fue allí cuando finalmente lo supo: Se había quedado dormido.
No recordó haberse parado de la cama tan rápido jamás en su vida. El salto fue tal que pareció exceder, de forma inexplicable, su propio cuerpo hasta lograr caer al piso de boca como tropensándose consigo mismo.
Eran las 8:05 y las arras con el notario y los vendedores y compradores del lujoso inmueble que tanto trabajo le había costado vender se llevarían a cabo a las 8:30. El notario le había ya advertido “en caso del más mínimo retraso tendremos que re-programar las arras. Es un día complicado”.
Eduardo, todo transpirado y preso de una ansiedad que lo masticaba por dentro, se puso el traje negro y los zapatos y sin siquiera peinarse ni cepillarse los dientes salió despedido de su casa hacia el coche. ¡Porqué la vida se ponía a veces tan complicada! ¡Por qué no había nacido rico! ¡Él, un pobre hombre de clase media, trabajador y bondadoso!
8:20…8:22… Porqué el tiempo era tan horriblemente despiadado con un pobre pez pequeño como él. 8:24… 8:25... Porqué las movedizas agujas del reloj lo habían olvidado, si es que alguna vez supieron de su inefable existencia.
Mantuvo por un momento la ilusión de poder llegar a tiempo hasta que la imagen que vieron sus ojos, exactamente a las 8:25, le derrumbó hasta el último y más efímero atisbo de esperanza. Un accidente entre una camioneta Partner y un Seat Ibiza 2017 había obstaculizado la Avenida Diagonal a tal punto que el tráfico se había detenido por completo en una suerte de infinito embotellamiento.
Barcelona parecía de repente haberse petrificado. Una larga sucesión de coches se extendía hacia el horizonte casi sin fin.
Pensó que el mismísimo tiempo se había percatado de su situación de desespero y había decidido aprovechar la ocasión para correr aún más deprisa. Sintió ver las agujas de un reloj volando por los aires, envueltas en un montón de hojas secas, restos inexorables del otoño, agujas que simulaban bailar como si se burlaran de él en medio de aquél batallón de autos que más parecían palomas muertas pegadas con su sangre al pavimento de la calle.
No pudo mas que llevarse las manos a la cara y luego secarse la transpiración que le caía sin piedad sobre las cejas. Exhausto dejó caer su cabeza contra el volante.
Llegó a la oficina a las 8:40 y allí se encontró con el peor de los escenarios. Los compradores del lujoso inmueble ubicado sobre el Paseo de Gracia se habían enfurecido de tal manera que expresaron no estar seguros de querer comprar. Los vendedores no procuraron ni por asomo disimular su enfado y sobre todo el semblante de desprecio por el que fueron asaltados al ver al director de la agencia inmobiliaria sin bañarse, con el cabello revuelto y un vomitivo aliento a perro muerto. El notario, tal y como había pronunciado, se había marchado ni bien el reloj dio las 8:30 y notó que Eduardo no llegaba.
Luego de rogarle impúdicamente tanto a los compradores como a los vendedores que por favor lo entendieran, que lo que lo había demorado había sido un inesperado accidente, que para el notario era justo un día sumamente atareado porque la agencia había vendido más de quince propiedades en lo que llevaba del año, etc, etc. Los compradores, a regañadientes, aceptan re programar las arras para las 19.
Ni bien los clientes cruzaron las amplias puertas vidriadas de la oficina, Eduardo pudo volver a respirar con normalidad. Ana, su secretaria, lo observaba desde el mostrador de la entrada con una mezcla de asco y lástima. No le dio mucha importancia y pensó que volver a casa a bañarse era una grandiosa idea. Debía ponerse presentable para la paga y señal del inmueble. No quería, por nada en el mundo, volver a pasar por aquel momento incómodo y sentir la vergüenza que había experimentado esa mañana, de hecho, todo su cuerpo se contrajo tan sólo imaginarlo.
No tenía por qué suceder. Había tiempo de sobra. Un poco más tranquilo, luego de tomar un café en el bar de al lado de la oficina, condujo hasta su casa. Al llegar a la puerta buscó las llaves en el bolsillo del pantalón y no las encontró. Las buscó en el maletín, donde a veces las guardaba, pero tampoco estaban. Procurando no caer en lo más oscuro de un ataque de pánico se dijo a sí mismo en voz alta que debían estar en el coche.
Quitó las alfombras, revisó las gavetas y hasta el baúl pero las llaves no aparecieron. Tampoco recordaba haberlas llevado consigo esa mañana cuando había salido tan rápido de casa.
Gritó e insultó elevando su voz a la mismísima vida que tan cruel era con él. Tal espectáculo no hizo menos que atraer la atención de todos los vecinos que lo miraban atónitos desde la acera y asomados a los balcones.
Le pegó una patada a la puerta y el dolor que semejante estupidez le ocasionó en la pierna fue de tal magnitud que no pudo evitar tirarse al mugriento suelo de la calle en posición fetal mientras exudaba palabras que ninguno de los patidifusos espectadores de aquel show fue capaz de deducir, sino que sonaban como un balbuceo, como un sonido gutural que rápidamente se camuflaba con la brisa fresca de aquel día gris.
Al poco rato se recompuso y probó inútilmente entrar a la casa desde el balcón del vecino, que por cierto lo observaba como si se hubiese vuelto loco. ¿Y por qué no? Seguramente lo estaba, pensó en un instante de desespero. El fondo del espíritu es delirio, lo había aceptado ya, tenía derecho a enloquecer.
Todo intento por entrar fue en vano. Llamó a su novia, quién tenía otra llave, pero tal y como había imaginado debía estar operando en plena cirugía y no le atendió el teléfono. En el instante en el cual se vio a sí mismo agarrado como un simio a los barrotes de hierro del balcón de su vecino en un quinto piso supo que había llegado demasiado lejos. Por más ganas que tuviera de no existir en ese momento, de desaparecer de la faz de la tierra hasta que por fin los planetas volvieran a alinearse, lo cierto es que aún no quería morir. No ese día. No en esas nefastas condiciones. No con el aliento a perro muerto en la boca. No con esa sensación de mugre encarnada en su ser.
Decidió que no se bañaría, iría al baño de un bar a asearse. Podía conseguir un cepillo y una pasta de dientes en cualquier supermercado.
A las 4 de la tarde se sentó a comer en un restaurante al que siempre había querido ir pero no se lo permitía por sus altos precios, aprovechó la ocasión y se dijo a sí mismo que aquello le ayudaría a sentirse menos miserable. No se equivocó. La paella de mariscos fue incluso mejor de lo que había imaginado y el vino tinto una maravilla. Luego de comer fue al baño y se aseó, lo cual le devolvió casi de forma automática algo de la dignidad perdida en las insospechadas peripecias del día.
Lamentablemente, aquella sensación de que por fin todo había vuelto a la normalidad duró poco tiempo. Cuando pidió la cuenta y se dispuso a pagar no encontró por ningún lado la billetera.
El camarero, que al comienzo lo miraba con tintes de pena en sus ojos (eso es lo que él había interpretado de la mirada del camarero) ahora parecía más bien incómodo y tal vez molesto. Antes de que dijera nada, le juró por todos los cielos que no era un estafador y le rogó que, a cambio de dejar su DNI allí, lo esperaran hasta las diez de la noche que volvería a pagar.
La gente de las mesas cercanas lo contemplaba extrañada y eso lo hizo sentir aún más avergonzado, a tal punto que salió del restaurante tan rojo como el horizonte cuando en él se concentra toda la furia de un día que se acaba.
La ira ya no le cabía dentro de sí. Sentía que se estaba prendiendo fuego por dentro, poco a poco, célula a célula. Percibió a su estómago retorcerse como se retorcían en las películas los poseídos por el demonio en pleno acto de exorcismo. Notó como litros y litros de sangre se acumulaban en su cabeza atrofiándole varias funciones y ejerciendo en ella fuertes punzadas.
Pensó por un momento en acabar con todo aquello comprándose un pasaje en avión a Tailandia sin regreso, sueño frustrado de la adolescencia, algo que tal vez aún estaba por confirmar. Pero no, no podía. Más bien, no debía. Pronto la tormenta pasaría a través de sí y todo volvería a la normalidad, a la figurita repetida de la rutina, a la dulce mediocridad de un día sin sorpresas. En unas horas más la venta de ese maldito piso estaría por fin cerrada e irían a festejar a lo grande con su novia y algunos amigos. Le sobarían la cabeza, le darían palmaditas en la espalda, le acariciarían el alma con palabras de motivación y de aliento, lo admirarían y lo mirarían con brillo en los ojos, su novia tal vez lo querría un poco más, sus padres no lo considerarían más un desdichado hombre devorado inútilmente por las garras del capitalismo feroz.
“La billetera” recordó volviendo a sí mismo y a ese momento y a esa esquina de la Vía Laietana que tanto les gustaba a las palomas, a las cucarachas y a los turistas. Recordó que había pagado esa mañana en el bar y salió disparado hacia allá sintiendo nuevamente todo su cuerpo bañado en aceite.
Otra vez el tráfico. El gentío. Otra vez bocinas. Otra vez Tailandia asaltando su pensar. Una vez más esperar, fingir paciencia y quedarse inmovilizado detrás de una cadena de coches mientras la vida le bailaba un swing en su cara y volvía a huir de su persona hasta camuflarse con el gris del cielo.
Al llegar al bar el chino que atendía le devolvió la billetera. Al menos una buena. Dios aprieta pero no ahorca. El apocalipsis no era hoy o al menos no era inminente. La vida recobraba algo de sentido, el día un poco de esperanza y su ser, hundido en lo más oscuro de un pozo, lograba por fin ver algo de luz.
El chino le preguntó si se encontraba bien, le ofreció agua y pasar al baño. A las 18:20 estaba ya sentado en su escritorio, con la cara y los dientes limpios, el pelo un poco más prolijo y el traje acomodado. El espejo esta vez le devolvía una figura al menos no del todo desagradable. Sin lugar a dudas, dadas las desafortunadas circunstancias era la mejor versión de sí mismo para un momento como ese.
Sin embargo, algo dentro suyo lo amenazaba lenta y sigilosamente, tal y como un intruso que emerge silencioso en mitad de la noche desde la sombra más desusada. Alejó de sí aquellas siniestras voces que provenían desde un lugar que no debía de ser muy diferente al infierno. ¡Fuera! ¡Fuera de mí! Todo estará bien. Y así se tranquilizaba, pensando que todo era producto de los nervios acumulados a lo largo del día.
Tal y como habían quedado, a las 19 horas tanto los vendedores, unos refinados aristócratas con muy acotado sentido del humor y la cordialidad, y los compradores, una pareja de norteamericanos, relativamente joven, llegaron a la oficina a hacer las arras.
Ya no creía en Dios, pero de todas maneras le agradeció por haberle concedido la dicha de llegar vivo a ese momento. Al fin todo terminaría… Aquellas horas interminables golpeando puertas en la calle para encontrar un malparido que quisiera vender o alquilar su propiedad darían por fin resultado, las mañanas bajo una incisiva lluvia de febrero cobrarían sentido, las batallas con las compañias de suministros y las conversaciones con gente tan poco digna de tratar iban a dar finalmente sus frutos... Recién ahora podría confirmarse a si mismo que el haber dicho No a Tailandia y a esa vida que a veces se le presentaba en sus sueños tendría sentido, que el haber vendido su cuerpo y su alma al sistema había sido un buen negocio, que el haber sometido su espíritu y su cuerpo a los afilados colmillos de un trabajo que le consumía todas sus fuerzas no había sido tan mala idea, que el haberle subastado su tiempo a un negocio finalmente sería algo redituable.
Pero no. Subastar el tiempo nunca había sido una buena operación financiera, siempre lo había sospechado.
De pronto, a las 19:05 el mundo entero volvió a arremeter contra él.
El tiempo. Eso le hizo acordar a Eduardo que había olvidado llamar al notario. Es que el notario siempre estaba muy justo de tiempo...
Las arras no se podrían firmar. Todo se había ido al carajo.
Se sintió tan desbordado que tardó menos de dos segundos en ponerse de pie, acomodarse la corbata y pedir permiso a los presentes para retirarse para siempre de su propia oficina.
Pensó en Tailandia. Pensó en sus sueños y en algo que aún estaba por confirmar.
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