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Dosis de miedo

  • Writer: Florencia Franco
    Florencia Franco
  • Jan 3, 2019
  • 4 min read

Updated: Jan 5, 2019


La noche, 1920 de Aksel Waldemar Johannessen




De repente se despertó. Lo había oído otra vez. El sudor que aún caía desparramándose sobre su rostro había empapado la almohada y gran parte de las sábanas. Todo estaba húmedo a su alrededor.


Miró la hora mientras se secaba la frente con una pequeña toalla que guardaba en el cajón de la ropa interior y permaneció inmóvil, sentado en la cama. Eran las 5:08 am. La pequeña y triste habitación en la que dormía estaba inundada por una oscuridad paralizante a la que sólo le hacía frente el tenue destello que despedían los números rojos de la alarma que reposaba en su mesa de luz.


Lo había oído otra vez y ésta estaba más que seguro. No se dejaría engañar por argumentos ajenos. Debía confiar en él, en sus sentidos, en lo que creía ser su bien conservada cordura. Nada de debe ser tu imaginación, nada de “te debe haber parecido”, nada de eso. Nuevamente había oído, y esta vez con más nitidez que nunca, esos pasos en la escalera.

Eran los momentos en los que más lamentaba el divorcio. No podía acostumbrarse a irse a dormir solo, a despertarse y no sentir a su lado más que las frías manos de una soledad que poco a poco lo iba devorando de forma despiadada.


Tenía que llenarse de valor e ir a ver que sucedía. Ya había perdido la cuenta de la cantidad de noches en las cuales aquellos firmes y constantes pasos lo habían obligado a interrumpir el sueño hasta caer de prepo en la estremecedora realidad de una noche que parecía no morir jamás.


Ya conocía el procedimiento de memoria: Primero los pasos, seguido un portazo, después los susurros y luego una risa infantil. Ya no podía continuar haciendo de cuenta que aquello no le importaba y permanecer en la cama hasta que el sueño le ganara la batalla al miedo. Ya no podía permitirse ir a trabajar con unas ojeras que del morado habían avanzado hasta la gama del negro. No quería más sufrir al día siguiente la pesadez de su cuerpo y su alma producto del cansancio que le ocasionaban esas drásticas interrupciones de sueño.

Se puso de pie apoyando la planta de sus pies sobre un suelo helado que logró erizarle hasta los pelos de la nuca. Las piernas le temblaron levemente, pero para contrarrestarlo apretó los puños con fuerza.


Los pasos se habían detenido. Sólo la oscuridad y un silencio apabullante dominaban la noche.


El pasillo al cual daba su habitación estaba al parecer desolado, no había allí ningún indicador de que alguien pudiera en verdad haber estado por allí. Se sintió un desequilibrado mental al encontrarse a sí mismo con el pijama a rayas en el medio del corredor a esas horas de la madrugada. Volvió a plantearse la tentadora idea de seguir durmiendo como si nada, pero la descartó de inmediato. Esta vez debía hacerle frente al miedo.


Se sintió más valiente que nunca, pero esa sensación duró poco tiempo. Todo su cuerpo se contrajo en el momento en el que vio pasar de una de las habitaciones del fondo a la otra una suerte de sombra espesa.


¡¿Quién está ahí?! Gritó rompiendo en mil pedazos el absorbente silencio.

Tal como esperaba, nadie respondió.


Se dirigió a paso lento hacia esa habitación. Una vez de pie en la puerta encendió violentamente la luz al mismo tiempo que entraba con toda su furia dispuesto a matar o morir. Allí solo lo esperaban decenas de juguetes de su hijo desplomados por el suelo y los “sonajeros” que colgaban de la cuna moviéndose rápidamente al compás del ausente viento de una ventana cerrada. Un escalofrío le caminó por todo el cuerpo y agradeció mientras se persignaba que esa noche el niño estuviera en casa de su madre. Estaba seguro de haber dejado los juguetes ordenados en baúles.


Tomó uno de los muñecos del piso y lo observó obnubilado como si aquello le ayudase a sacar conjeturas al respecto. Lo arrojó súbitamente al suelo preso de un pánico casi mortal cuando se presentó en sus oídos el metálico ruido que hacían un puñado de sillas al arrastrarse violentamente en el suelo de cerámica de la planta baja.


No lo pensó ni un momento y bajó corriendo las escaleras hasta la sala.


Allí todo estaba en orden, lo cual lo alteró aún más.


¡Sal de donde sea que estés! Clamó esclavizado por el terror.


Un dolor punzante le obligó a mirarse la palma de las manos y allí vio los pequeños cortes que sus propias uñas le habían dejado marcado.


Recorrió toda la casa hundido en la más honda de las penumbras. Estancia por estancia, rincón por rincón. No encontró nada. La búsqueda era inútil por lo que al poco tiempo se rindió y decidió que lo mejor sería volver a la cama. Lidiar con fantasmas eran tan difícil como lidiar con uno mismo, si es que no era en el fondo la misma cosa.


Se quedó durante un largo rato recostado mirando el techo a oscuras mientras su cabeza no dejaba de atormentarlo.


Una parte de sí mismo, aquella que pensaba sin él, le susurraba terroríficamente al oído que todo aquel circo no era más que su dosis diaria de miedo, que en verdad aquellos monstruos y aquellos abismos que tanto lograban amedrentarlo yacían en algún rincón inhóspito de su alma.


Aquella parte de sí mismo, a veces lejana, casi siempre autómata, se reía de él y de la inagotable fascinación que le producía aquella inyección nocturna de terror, inyección que le ayudaba justamente a hacer existir fuera aquellos fantasmas que no eran más que las sombras oscuras de su ser.

 
 
 

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