Del TDAH y otras mentiras
- Florencia Franco
- Dec 28, 2018
- 23 min read
Updated: Jan 25, 2019
“Buena parte de la educación secundaria y superior consiste en impedir que la gente sepa leer, es necesario todo un proceso educativo que permita aprender a leer de nuevo un texto”
Jacques Lacan
A los que me dieron mis alas: Sandra Elena y Pablo Marcelo

The sick child, 1885 - 86. Edvard Munch
Parto de mí, de mi experiencia personal, porque desde otro lugar no sé partir. Parto por ende desde lo inevitable. En el año 1995, cuando apenas tenía cinco años, los directores de la escuela a la que en aquél entonces me enviaban citaron a mis padres para conversar. Como todos sabemos, cuando los padres son citados por el director no necesariamente es debido a una buena noticia, las escuelas hace muchos años que ya no dan buenas noticias a la humanidad, sino que era más bien para comentarles con poco disimulada preocupación que su niña, quien en este momento escribe, no prestaba la atención que ellos consideraban necesaria o “normal” para la edad y el contexto en cual se encontraba. “Es muy capaz, pero … es muy distraída” fue la sentencia que se encargaron de impartir casi trimestralmente.
Los docentes y la directora coincidían en que podría ser TDAH, una terrible enfermedad que acechaba a los niños de todas las edades, procedencias y culturas, sin importar el color, ni la raza, ni la casa. Ninguno estaba verdaderamente a salvo sino que más bien está enfermedad crecía sin detenerse como una avalancha de nieve que comienza siendo una partícula indivisible hasta acabar transmutando en una monstruosa bola capaz que aplastar todo lo que se cruza en su camino. Les recomendaron que me enviaran a un médico para descartar toda incidencia orgánica en la razón de mi “extraño” comportamiento en clase.
El primer médico que me vio dijo que por los síntomas que presentaba no podía sino tratarse de dicho trastorno y un psicólogo estuvo de acuerdo con el susodicho diagnóstico. De forma arrebatada y con una certeza demencial los profesionales de la salud no dudaron en recetarme Ritalina, como lo hicieron con una enorme cantidad de niños en aquél entonces. Para mi gran fortuna mis padres dudaron de que esa fuera una solución y en lugar de comprar el medicamento me “obligaron” a hacer deporte. Hoy más de veinte años después sabemos los efectos adversos que la Ritalina, como otros tantos medicamentos, produjo en los niños – dolores de cabeza constantes, problemas estomacales, disminución del apetito e incluso se han encontrado estudios que demuestran que el consumo sostenido en el tiempo del metilfenidato conlleva alteraciones en el sistema de neurotransmisores GABA (ácido gamma – aminobutírico) – por tanto vemos, y no por primera vez en la historia, que el remedio en este caso fue más pernicioso que la supuesta enfermedad.
Lamentablemente hoy en día la cosa no ha cambiado mucho, sino que el TDAH pareciera seguir siendo una suerte de “pandemia” que afecta a la población infantil de occidente sin que nada ni nadie pueda impedir su crecimiento.
Al respecto, antes de comenzar siquiera a reflexionar un poco sobre este tema, deberíamos preguntarnos una serie de cuestiones: ¿Qué es el TDAH exactamente? ¿Cuándo y de dónde surge? ¿Qué función cumple en nuestros tiempos? ¿Por qué no se había hablado de esto antes? ¿Qué bases epistémicas lo sustentan?
Otra cosa, si pensamos que los síntomas que se manifiestan de forma prevalente en una época determinada guardan una estrecha relación con las verdades, valores y costumbres – y con todo lo concerniente al discurso - que en dicha época se sostiene: ¿Qué nos dice de nosotros como sociedad este supuesto trastorno? ¿Qué mensaje nos confiere, a modo de acertijo sintomático, de los niños de nuestra época? Y si tiene que ver con los niños, evidentemente, está relacionado irremediablemente con los que ejercen la función de la autoridad, a saber, los padres, maestros, directores, instituciones educativas y todo el sistema de educación en general.
Sigo preguntándome: ¿Podríamos pensar el TDAH como un síntoma de la educación actual? En relación a esto: Si Lacan en la carta que escribe a Jenny Aubry reflexiona que el niño puede dar respuesta a lo que hay de sintomático en la estructura familiar, es decir que el niño encarna la verdad de lo que es la pareja en esa familia y en la relación con ese niño, entonces, sería legítimo formular la hipótesis de que los niños de hoy diagnosticados con este trastorno jugarían el papel de síntomas, es decir, de verdad en torno a una temática concreta. Sabemos que este “trastorno” donde más suele percibirse y padecerse es en La escuela, entonces: ¿Qué nos están diciendo nuestros niños de nuestras escuelas? ¿Hasta cuándo seguiremos cometiendo el mismo error de siempre de no escuchar a los niños simplemente porque son niños?
Por otra parte: ¿Podría ser que al diagnosticar esta suerte de trastornos a los niños estuviéramos en realidad equivocándonos de “paciente”? ¿No deberíamos siquiera osar pensar que “la enferma” puede ser la mismísima educación actual? Según Freud el síntoma es una respuesta en sí mismo, es decir, un intento de curación: ¿No será la educación, tal vez, la que necesita curarse de una enfermedad silenciosa que la viene devorando desde hace ya al menos dos siglos y que los niños no hacen más que advertirnos de que si no la tratamos a tiempo pronto se volverá metástasis?
Esa gran leyenda que es la historia nos da cuenta de que fue un señor llamado Sir Alexader Crichton, un médico escocés de fines del siglo XVIII, quién escribió por primera vez en un libro titulado “Una investigación sobre la naturaleza y el origen de la enajenación mental” lo que luego serían consideradas las bases del TDAH. Lo tituló “Mental restlessness” aludiendo a la agitación, inquietud mental y por tanto desatención que observaba en sus enfermos. Rest significa descanso y less menos, es decir que para Crichton estas personas padecían de tener que descansar menos que las que él consideraba normales.
¿Qué lo habrá llevado a asociar el descanso con la salud y la ausencia de este con la enfermedad? No lo sabemos, pero esto da cuenta de que a fines del siglo XVIII ya se comenzaba a pensar que los niños inquietos padecían algo de lo cual debían ser curados. Lo que tendríamos que pensar es en beneficio de quién porque de seguro que no era de los mismos niños, a ellos no les importa estar en constante movimiento, al contrario, les gusta. Necesitan del movimiento para canalizar el goce desproporcionado que muchas veces en la infancia aún no se logra encausar por medio de la palabra.
¿Qué ocurría a fines del siglo XVIII en Reino Unido como para que este hombre de ciencia comenzara a pensar a los niños inquietos como unos enfermos mentales? ¿En qué podía llegar a perjudicar a su día a día este signo como para procurar curarlo, es decir, erradicarlo? La respuesta no es difícil, todo lector la tendrá ahora mismo en la punta de su lengua: Se comenzaban a sentar las bases de lo que sería la futura sociedad industrial que hoy tanto conocemos.
Los puntos cardinales de esta nueva era, como sabemos, fueron la producción de mercancías, el trabajo obrero, el racionalismo y la innovación científica. Por ende cómo pensar que la educación no fue sino una más de las industrias que cayeron en el movimiento de Factory system, ese en el cual cada trabajador crea una parte separada de un mismo conjunto total que es un producto, aumentando así la eficacia del proceso. Evidentemente, al igual que sucede incluso hoy mismo en una corporación que si un empleado no se comporta debido a una serie de normas pre fabricadas que se le imponen en función de determinados intereses económicos y políticos que benefician dicha corporación éstos no valen para la misma, lo mismo parece ocurrir con las escuelas. Si un niño no se comporta como se espera, si se mueve más de lo que los docentes consideran como movimiento normal de un niño para esa edad en ese contexto, si no presta atención como ellos desean o esperan, si no cualifica según unos estándares precisos… entonces el niño padece un trastorno.
Pero jamás la educación se cuestiona a sí misma, por eso está fijada desde antaño a un punto que cada vez se aleja más de los estudiantes actuales, por eso no cambia sino que más bien pareciera una momia que hoy en día comienza a aflorar desde lo más hondo de la tierra en un cimiento arqueológico. En lo que deberíamos focalizarnos entonces sería en definir qué es la educación -cosa que intentaremos hacer más adelante - tal vez así podríamos acercarnos a concebir porqué y en qué se vio corrompida por una nueva era en la cual lo único que vale es aquello que se puede mercantilizar.
No olvidemos que la Revolución industrial también conllevó, lógicamente, a que la farmacia dejara de ser una profesión artesanal para convertirse en una ciencia y una industria en sí misma. Esto, como no puede ser de otra manera, dio lugar a que la enfermedad fuera pensada como uno de los tantos posibles negocios de los cuales extraer una ganancia y de hecho, como hoy tan claro está, uno de los más lucrativos. Así la cosa se tornó aún más extrema que en los años de Crichton ya que hasta los años 50 el TDAH fue concebido, dado una epidemia de encefalitis letárgica, como el resultado de un daño cerebral que provocaba según este hombre “problemas de memoria, atencionales, impulsividad y dificultad para regular el comportamiento” . Luego corroboraron que dichos síntomas también se manifestaban en niños y niñas que no habían padecido ningún daño cerebral como aquél y entonces se pensó que el trastorno en sí estaba causado por un daño cerebral muy leve, apenas perceptible, o una disfunción cerebral, por lo que el TDAH es llamado primero Daño cerebral mínimo y después Disfunción Cerebral Mínima (DCM).
El intervalo entre los años 50 y 70 está considerado como la edad de oro de la hiperactividad en la cual ésta misma se convierte en un síntoma primario, en relación al déficit de atención o la impulsividad, y vuelve a cambiar su nombre el trastorno por el de Síndrome Hipercinético. No deberíamos olvidar que la misma palabra síndrome significa conjunto formado por diversos elementos o en su etimología syn, que significa con y dromos que es lo mismo que decir camino o calles. Esto nos muestra, a mi parecer, que en aquellos años estaban tan perdidos al respecto de lo que ocurría en el “comportamiento” de los niños y tan deseosos de nombrar - como Adán nombra a las cosas en la divina creación - una serie de trastornos que pudieran ser medicados. De ahí que en aquellos tiempos, año 1952 para ser más precisos, surgiera la primera edición del DSM –I como una variante del CIE cuya primera edición la realizó el Instituto Internacional de Estadística en 1893. La industria farmacológica, así como auspició la segunda guerra mundial –la historia de Bayer - , también sería aquí la que no pegaría un ojo hasta lograr que aún lo imposible de diagnosticar fuese diagnosticado con tal de vender medicamentos como se venden golosinas en los Kioscos. Esto mismo no solo ha ocurrido con el TDAH sino con innumerables “trastornos” para los cuales se imparte medicación como única salida posible.
Es en la década de los 70 cuando la dificultad para mantener la atención y poder controlar los impulsos comienza a adquirir relevancia. Las investigaciones de Virginia Douglas en 1972 influyeron de manera decisiva en el cambio de denominación del TDAH en el DSM III, (Tercera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los desórdenes mentales, 1980) y el trastorno pasó a denominarse Trastorno de Déficit de Atención con o sin hiperactividad (TDA+H y TDA-H), haciendo hincapié en el aspecto atencional y en la insuficiente autorregulación o impulsividad y que, en algunos casos, podía acompañarse de hiperactividad. Es a partir de aquí cuando este concepto comienza a popularizarse y difundirse en el ámbito social, desde las escuelas, hasta los medios de comunicación y junto a ello los padecientes de dicha “enfermedad” comienzan a incrementar de forma abismal como una ola que se eleva hasta acabar convirtiéndose en un tsunami. Algo parecido ocurre hoy en día con la fibromialgia, nadie sabe aún qué es, ni la psiquiatría ni la medicina en general han podido asociarla a ninguna afección concreta de un órgano particular, simplemente saben que hay un cuerpo ahí que sufre y siente dolor pero aun así, siendo conscientes de su ignorancia en la materia, continúan diagnosticando este trastorno.
Con el TDAH no han hecho más que incrementarse los porcentajes de personas que padecen el cuadro conforme pasan los años, incluso ha ido conjuntamente disminuyendo la edad en la que dicha afección aparece y puede ser diagnosticada.
Las cifras del Ministerio de Salud de España, sólo por poner un ejemplo, indican que hace más de 10 años se estimaba una prevalencia del TDAH entre un 4 y un 6 por ciento mientras que estudios epidemiológicos actuales arrojan cifras que rondan ya el 20 por ciento. Esto es debido a varios factores pero uno de ellos es indudablemente el inexorable hecho de que los profesionales que tan ciegamente diagnostican este trastorno en verdad ni siquiera lo comprenden, prueba de ello es que el mayor problema que les presenta este trastorno es la inespecificidad de los síntomas. En Europa se diagnóstica mucho menos que en Estados Unidos, siendo Nueva York la ciudad que más imparte este diagnóstico, es innegable que en ello influya la existencia de la seguridad social en lugar de un sistema de salud en el cual hay un enorme predominio del sector privado sobre el público. Casualmente este país es el mayor consumidor de productos farmacológicos a nivel mundial, sólo en cuanto al diagnóstico que nos ocupa en USA se prescribieron 20 millones de recetas de MFD y Anfetaminas en el año 2000 y en el 2010 se prescribieron 45 millones de recetas de estos productos. Por otra parte, Nueva York es una ciudad conocida internacionalmente por su ritmo agitado de vida y por los innumerables estímulos que ofrece ¿Cómo no se colaría algo de esto en la población infantil?
¿Cómo no pensar en que es lógico que este tipo de diagnósticos se presente tan comúnmente en occidente, cuando siempre el negocio se encuentra del lado de la enfermedad y no del de la salud? ¿Por qué no se nos ha ocurrido la posibilidad de escuchar más a los niños, y a la gente en general, en lugar de impartir diagnósticos a mansalva? ¿Por qué hemos llegado a una santificación de la ciencia a tal punto de que toda “verdad” que de su boca emana la tomamos como misa en lugar de cuestionar cuales podrían ser sus bases, sus intereses y sus posibles finalidades? ¿Por qué nos cuesta tanto caer en la cuenta de lo que Nietzsche advertía cuando decía que ese mundo verdadero no es más que un añadido mentiroso?
Por eso el gran filósofo afirma en el Crepúsculo de los ídolos que en la actualidad poseemos la ciencia en la medida en la que hemos decidido aceptar el testimonio de los sentidos, siendo que el error tiene como abogado permanente a nuestro ojo pero a su vez éste, sin saberlo, está profundamente influenciado por la fuerza del lenguaje. Lacan lo explica de forma maravillosa en su clase “¿Qué es un cuadro?” del Seminario XI en el cual desarrolla el objeto mirada como el objeto a en el campo de lo visible, es decir, eso que allí se pierde. En el campo escópico la mirada está afuera, soy mirado, es decir, soy cuadro. A diferencia del animal la especie humana -la cual tiene como esencia misma el deseo como producto de la alienación al registro simbólico – no queda enteramente atrapada en una suerte de captura imaginaria. El hombre sabe orientarse en ella aislando la función de la pantalla y jugando con ella.
Como Lacan lo expone: El hombre, en efecto, sabe jugar con la máscara como siendo ese más allá del cual está la mirada. En el mismo capítulo mencionado retoma las palabras remachadas del Evangelio que dicen: Tienen ojos para no ver. ¿Para no ver qué? Se pregunta, la respuesta es casi simple: Que las cosas nos miran, precisamente. Este tema, complejo como pocos, sólo quisiera retomarlo para que nos sirviera de ejemplo de cómo vemos aquello que queremos ver y perdemos de vista con desmesurada ligereza aquello que por el contrario no nos conviene ver. Evidentemente la ciencia nos ofrece un cuadro que es tentador mirar pero en el cual hay un alto riesgo de perderse en él, dado las comodidades y certezas que pretende mostrar.
Nietzsche, en 1872, expuso: Efectivamente, hoy la explotación de un hombre a favor de las ciencias es el presupuesto aceptado por doquier sin vacilaciones. ¿Quién se pregunta todavía qué valor puede tener una ciencia, que devora como un vampiro a sus criaturas?
Mucho es lo que podríamos pensar en función de esa sombría unión entre la ciencia moderna, la clasificación de trastornos mentales y la farmacología, pero en este caso trataremos de limitarnos al “trastorno” que hoy nos ocupa que es el TDAH.
Si nos centramos en el manual de clasificación de los trastornos mentales que establece la Asociación Americana de Psiquiatría, el cual se creó durante la segunda guerra mundial con fines de concretar un lenguaje común clasificatorio de las enfermedades que presentaban los soldados, deberíamos comenzar exponiendo que para éste hay tres signos fundamentales del síndrome del TDAH: Déficit de atención, impulsividad e hiperactividad.
De entrada esto nos genera una gran tentación a debatirlo ya que, a simple vista, parecieran ser tres características típicas de casi todo niño “normal”. Sabemos, porque todos hemos sido niños y lo seguimos siendo a veces, que éstos no desean ser sometidos a pasar grandes dosis de tiempo quietos sino que por el contrario son aficionados al juego y en el juego siempre hay, al menos, tres cosas: Un espacio o margen espacial que podríamos llamar “libertad de acción”, reglas concisas o normas que determinan un tiempo y ayudan a simbolizar aquello que cercena dicha libertad y por ultimo una gran fuerza que todo niño sano tiene en su interior que lo impulsa a moverse, a descubrir constantemente nuevos destinos y a trazar con su cuerpo y su imaginación nuevos mundos en los cuales le sea posible escribir su historia. Pero no pequemos de lo mismo que se jactan algunos científicos al confundir la verdad rápidamente con lo apreciable a la vista y vayamos un poco más allá, no nos dejemos llevar por ese simplismo del “estímulo – respuesta” y tomémonos nuestro tiempo de comprender qué justamente es lo que nos aleja de la “animalidad” * (Véase Schopenhauer como educador).
La última edición de este Manual, que cada una cierta cantidad de años cambia las “verdades” que allí se escriben, es la quinta y se publicó en el año 2013. Las principales variaciones que se hacen en esta edición respecto por ejemplo a la directamente anterior son principalmente:
En lo referente al lenguaje, ahora existe un apartado titulado “Trastornos de la comunicación” que incluye un nuevo trastorno recién salido del horno llamado “Trastorno de la comunicación social”, al parecer tuvieron que añadirlo dado que observan, lástima que sólo observan y ni siquiera lo hacen bien, las dificultades que muchas personas de la era de la prisa y de la urgencia tienen para comunicarse con otras personas de su misma especie. Es importante recalcar que también cambiaron el nombre de lo que tan comúnmente antes llamábamos “tartamudeo” ahora lo bautizaron como “trastorno de la fluidez”.
Cómo no iban a añadir o cambiar algo a nivel del aprendizaje, ahora podemos encontrar en el apartado de Trastorno del aprendizaje específico las dificultades de los niños de hoy para aprender la lectura, la escritura y la matemática. Obviamente allí están incluidas la Dislexia y la Discalculia.
Hay algunos sutiles cambios en cuanto a los criterios que deben cumplirse para que a un paciente le diagnostiquen esquizofrenia, ahora éste debe cumplir con la presencia de al menos dos síntomas del criterio A. En el trastorno bipolar debe haber sí o sí cambios en el estado de ánimo como en la actividad para poder diagnosticar.
En los trastornos depresivos se incluye el trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo en niños y adolescentes, el trastorno distímico premenstrual en mujeres y el duelo por la muerte de un ser querido.
Hay más cambios pero todos siguen la misma línea. La intención es siempre categorizar, lo cual supone confundir al sujeto en la masa y por tanto perder toda posibilidad de abordar qué significan todos esos síntomas para él, como los vive, de donde vienen, a qué responden. Es decir que este tipo de categorización universal sólo logra la aniquilación del sujeto particular.
Pero ¿Para qué preguntarnos todo eso si se soluciona más fácil y más rápido con una píldora o con la ayuda de un couch que nos diga lo que tenemos que hacer con nuestra vida? Nuevamente la intención es la practicidad, la simplicidad de poder hacer más cosas más rápido y en un periodo más corto de tiempo ya que de lo contrario no es rentable, no es moderno.
Si nos guiamos por los criterios diagnósticos del DSM un niño padece un Trastorno de atención cuando cumple con seis o más de síntomas como:
“No poder prestar atención a los detalles” - Me pregunto: ¿A qué le llaman detalles? ¿Quiénes instauran la diferencia entre la categoría “detalles” y la de lo “esencial”? ¿No se esconde muchas veces lo esencial en lo más simple? - “Dificultad para sostener la atención en las actividades”, No escucha cuando se le habla directamente, No sigue las instrucciones que se le dan, Presenta dificultades para seguir conversaciones, Evita las conversaciones que requieren esfuerzo mental sostenido, pierde cosas o las olvida, se distrae fácilmente por estímulos externos, es olvidadizo.
Nuevamente llamaría a pensar qué nos dicen estos síntomas de la enfermedad que padece la educación actual. Démosle la vuelta un instante: ¿Prestan los padres, directivos y docentes suficiente atención a los “detalles” como los afectos y emociones de los niños o simplemente se dedican a juzgarlos y etiquetarlos con burdas definiciones que hablan más bien de ellos mismos o de las falencias del sistema que sostienen? ¿Escuchan realmente a los niños con esa atención flotante tan importante para lograr que éstos se expresen libremente? ¿No estará más centrada la autoridad en “dar directivas” que en escuchar las demandas y necesidades de los jóvenes? ¿No será que la humanidad se ha deshumanizado tanto que ya no recuerda cómo ha de dirigirse a ella misma? ¿No será que esta supuesta demostración de dificultad para sostener la atención de los niños nos está mostrando justamente la atención que éstos nos demandan? Una atención que tenga más que ver con el amor, la compañía, el diálogo y sobre todo con el arte de escuchar y no tanto con las exigencias y las comparaciones absurdas.
Repito que fui uno de esos niños que padecieron las instituciones educativas durante largos años. Tengo recuerdos desagradables como por ejemplo haber sido obligada a arrodillarme en un montículo de arroz cuando apenas tenía 7 años en la escuela. Recuerdo también a una profesora, estamos hablando evidentemente de una mujer adulta, que me pegó con una cartuchera en la cabeza para que hiciera por fin silencio. Una maestra de matemática una vez me hizo una pregunta en clase que no fui capaz de responder y dijo en voz alta para que todos la escucharan: “Y bueno qué le vamos a hacer algunos nacen con estrellas y otros estrellados”.
¿Y luego no entendemos porqué los niños no tienen “noción de autoridad”? ¿Acaso no nos hemos olvidado los mismos adultos lo que la autoridad significa? ¿No nos hemos, por casualidad, olvidado de los ideales que dirigen el proceso educativo? ¿O es que nunca los tuvimos muy claros?
La etimología de la palabra autoridad proviene del latín auctoritas y a su vez ésta surge de auctor (autor), cuya raíz latina es augere. La raíz indoeuropea del verbo en latín “augere” es “aug” y equivale a decir “aumento”, “hacer crecer”. La finalidad de la autoridad para con la educación debería ser, no poner ataduras al niño, sino más bien acompañarlo a ampliar su mundo, estimularlo para que reconozca en el saber el goce que éste mismo es capaz de producirle, ayudarlo a incrementar su creatividad, desarrollar su propia personalidad y a encontrarse a sí mismo en sus propias producciones.
Educar tiene más que ver con liberar que con limitar. Educar es en sí mismo un acto de liberación. Un buen maestro es aquel que ha sido superado por sus alumnos, aquél que les dio las alas para volar alto, a su propio ritmo y por su propia ruta aérea. Un buen maestro, un verdadero educador, es alguien que ha entendido que nadie es dueño de la verdad, sino que cada quién está llamado a encontrar la suya. Un buen maestro no desea tener la razón siempre en su bolsillo, ésta le pesa como una gran roca de montaña, ya que ha entendido que nadie es dueño de ella, que cada quién con sus razones, que la verdad del lunes no es la verdad del martes. Un buen maestro incita a sus alumnos a que busquen y no tanto a que encuentren, llama a la creación constantemente, admira de a ratos también a sus alumnos, se nutre a su vez del proceso educativo y aprende también de ellos.
La educación no es un proceso lineal, unilateral y rígido sino todo lo contrario, el acto de educar es en sí mismo un acto de idas y vueltas, de errores y pasos en falso y consta al menos de dos partes que dialectizan, entendiéndose por este término utilizado por primera vez por Platón en La república que desarrollan una contraposición de ideas o enunciados bien fundamentados por la lógica, en una forma de lucha verbal, que permita llegar a conclusiones fiables.
Entonces ahora volvamos a las preguntas anteriores:
¿Qué nos dice de nosotros este supuesto trastorno? ¿Qué mensaje nos confiere, a modo de acertijo sintomático, de los niños de nuestra época?
Sigmund Bauman denominó a la modernidad como líquida dado a sus constantes fluctuaciones, a la tendencia de los humanos a hacer todo con una velocidad demencial en la cual la insistencia o la repetición se hace insostenible ya que más bien predomina el cambio constante – lo único que no cambia es el cambio – no se quiere fijar nada para siempre ya sea la pareja, el trabajo, el lugar de residencia, la ropa, el auto, etc. Así, dice Bauman, como un líquido en un vaso, los hombres y mujeres que conformamos hoy por hoy el mundo, nos vemos predispuestos a una suerte de inercia ciega que, ante el más ligero empujón, nos lleva a cambiar de forma.
Por otra parte, basta con salir a la calle - o lo que es más difícil poner la mirada sobre uno mismo y nuestra propia rutina y nuestros propios actos – para observar claramente como la interrupción, la incoherencia y la sorpresa son características patentes de nuestra vida. Paul Valery decía que hoy la mente se alimenta de constantes cambios súbitos y de estímulos permanentemente renovados ya que no toleramos que nada dure, no resistimos lo sólido, esto nos aburre. Somos fluctuantes, maleables, escurridizos.
Lo que distingue lo liquido de lo sólido es que los sólidos en reposo no son capaces de sostener su fuerza tangencial y sufren un continuo cambio en su forma cuando se lo somete a tensión. Los fluidos – dice Bauman – no se fijan al espacio ni se atan al tiempo. Y por otra parte, a los fluidos se los relaciona con la idea de levedad, son menos pesados que cualquier sólido. Bauman asocia levedad o liviandad con movilidad e inconstancia.
¿Acaso no nos suenan y resuenan estás características una y otra vez dignas de ser asociadas al discurso actual y por ende a la forma de comportarnos que predomina? ¿No se nos hace entonces más coherente ahora la respuesta de por qué los niños están tan “desatentos” e inquietos?
No deberíamos dejar de pensar en la atención como un proceso cognitivo sumamente asociado a la percepción, la cual como sabemos después de Lacan, funciona fundamentalmente de forma negativa como dijimos, es decir, descartando lo no relevante para el que percibe. ¿Y cómo se funda dicha selección? Como no podría ser de otra manera, motivada por el deseo de cada sujeto. Es así como en un mundo infinito de estímulos que se prestan a la percepción de un sujeto para ser vistas sólo se acaba percibiendo uno de ellos o una ínfima porción. Si los niños deciden no “prestar” su atención en las clases tal vez sea porque allí no haya nada que los cause.
No quisiera cerrar este escrito sin vincularlo, como me gusta tanto hacer, con una obra literaria. En este caso no encontré otra más indicada para la ocasión que aquél grandioso cuento de Julio Cortázar titulado “Posibilidades de abstracción” en el cual relata la historia de un hombre que trabaja, a su pesar, para la Unesco y otros organismos internacionales por lo que ha desarrollado con el pasar de los años una gran capacidad de abstraerse de aquellas situaciones en las que no desea estar y elegir como sustituto otras más agradables. Como dice el personaje del cuento, narrado en primera persona, si no me gusta un tipo lo borro del mapa con sólo decidirlo, y mientras él habla y habla yo me paso a Melville y el pobre cree que lo estoy escuchando. Mientras tanto lo que hace es concentrar su percepción en un objeto sin importancia del mundo y ponerle play a su imaginación.
Esto mismo es lo que muchas veces sucede en los centros educativos con los niños y adolescentes del hoy, los cuales han sido producto de una generación de hombres y mujeres que vieron caerse “las más sólidas verdades” con las que habían nacido o en algunos casos, con las que habían nacido sus propios padres. Este proceso, brillantemente explicado por Bauman en Modernidad líquida, influye también en la falta de motivación de los niños para aprender ciertas verdades absolutas en las cuales les cuesta mucho creer, entre ellas, la mismísima historia.
Hoy los niños viven en un mundo que se mueve a una gran velocidad - de hecho, la velocidad es uno de los objetos de mayor consumo tanto en forma de coches, aviones, medios de comunicación, tecnología etc – ellos ven un mundo que pasa rápidamente del instante de ver al de concluir sin procurar siquiera darse a la tarea del “comprender” por que ésta implica preguntarse y por tanto detenerse un instante a reflexionar. En física se llama reflexión al proceso que ocurre cuando los rayos de luz que llegan a la superficie de una sustancia son devueltos nuevamente con un ángulo igual al de incidencia, llamado éste ángulo de reflexión, es decir que la reflexión conlleva en sí misma un ida y vuelta, un proceso de ir y venir, tal y como el prefijo de su misma materia significante lo enseña “re” indica hacia atrás o de nuevo, pero lo que hoy en día no se quiere es parar, ni volver, ni ir hacia un supuesto atrás que consideramos como pasado de moda o viejo y por tanto sin utilidad, pero olvidamos así muy rápidamente que el tiempo no es algo lineal que ocurre desde un punto inicial ubicado en un polo A hacia otro polo en el extremo opuesto al que llamaríamos B, sino que más bien se comporta de forma interactiva en sus tres dimensiones, a saber, anticipación, sucesión y retroacción. Es por esto que muchas veces vemos volver a las “viejas modas” como hoy ocurre con lo llamado Vintage, por dar un ejemplo.
Tal vez ocurra que a veces los adultos nos dejemos seducir por la engañosa idea de progreso y esto nos lleve a pensar que si no “vamos hacia adelante” no vamos a ningún lado. Y eso no es así, en principio porque no hay ningún lugar al que llegar, al único lugar al que llegaremos si seguimos viajando por la vida tan rápido será a las manos frías de la muerte, el único destino final asegurado para todos y cada uno de nosotros.
En relación a esto me gustaría citar a Nietzsche en Schopenhauer como educador:
“¿Qué es lo que nos hiere tan a menudo, qué mosca es la que nos impide dormir?
Los fantasmas se agitan alrededor de nosotros, cada instante de la vida quiere decirnos algo, pero no queremos oír esa voz fantasmal. Tememos que al estar solos y tranquilos nos sea musitado algo en el oído. Y por eso odiamos la tranquilidad y el silencio y gustamos adormecernos (…)”
¿A dónde vamos tan rápido? ¿Qué es lo que tanto tememos que nos recite esa “voz fantasmal”? ¿No tendrá algo de razón el Cronopio mayor al señalarnos que a veces lo más interesante y lo que en verdad causa nuestro deseo está en las pequeñas cosas, en lo nimio, en lo cotidiano? ¿No deberíamos, como maestros ante los niños, ser ese espacio inmenso en el cual ellos se escriban como la tinta de su deseo les dicte? ¿No deberíamos cambiar nosotros, parar nosotros, comprender nosotros, aprender nosotros, para que luego nuestro cambio se vea reflejado en ellos?
Como dicen los italianos con la gracia que los caracteriza “Chi va piano, va sano e va lontano”.
La desatención de los niños en las escuelas puede reflejar, como en el cuento que mencionamos, una vía de escape inevitable a un espacio no encontrado en el aula o a veces incluso en la misma casa. La abstracción como refugio podría ser un pedido de auxilio de nuestros niños ante una sociedad que no reflexiona sobre sus propios actos, ante una sociedad que no sabe a donde va pero va rápido, ante una sociedad que pretende soluciones fáciles como encasillar a los niños en trastornos universales para medicarlos y “normalizarlos”. Lo difícil es - como padres, como maestros – detener la rueda frenética en la que vamos dando vueltas como ratas de laboratorio para en cambio escuchar qué nos demandan aquellos que encarnan el síntoma que nosotros mismos padecemos sin querer saberlo, pues nosotros también encontramos pretextos para irnos a Melville como el personaje de Julio Cortázar.
Dijimos anteriormente que posiblemente hayamos olvidado los ideales que sostienen nuestra forma de hacer cultura, pues Nietzsche en el mismo libro citado antes nos lo recuerda:
“La idea fundamental de la cultura nos impone una única tarea: alentar el surgimiento del filósofo, del artista y del santo en nosotros y fuera de nosotros, trabajando así un tiempo en el perfeccionamiento y la consumación de la naturaleza. Porque al igual que precisa del filósofo, la naturaleza tiene necesidad del artista y ello con un fin metafísico, esto es, para clarificarse sobre sí misma, para poder ver por fin ante sí, bajo una forma pura y acabada, lo que en el desasosiego de su devenir nunca le es dado ver realmente. En una palabra para que la naturaleza adquiera autoconciencia”.
Lo que menos necesitan los niños es ser encasillados en categorías estáticas que sólo reditúan a las grandes empresas farmacológicas. Jamás la agresividad, la rivalidad, la inquietud, la desatención, la impulsividad, el mal humor, etc han sido ni serán compuestos de una receta patológica sino más bien sentimientos y situaciones con las que todo niño deberá enfrentarse para aprender a vivir en sociedad.
Hoy más que nunca, en un mundo en el que podemos ver a simple vista una enorme lluvia constante de imágenes y pantallas, en la era de "las series", del todo en serie y nada en serio, tiempo de excesos de estimulación que lleva a un inexorable deterioro de la imaginación e implicación emocional con lo vivido, es cuando debemos hacer incisión en que el deber de la educación es cultivar y apoyar las capacidades humanas como la imaginación, la capacidad de jugar, de inventar, de crear. La educación en la creatividad debe comenzar por enseñar a cuestionar los absolutos de este mundo y a expandir los límites del ser.*
Los adultos debemos estar allí para aprender a leer aquello que esos síntomas nos dicen, no sólo del niño en cuestión sino también de nosotros como educadores y de la sociedad que construimos, palabra a palabra, mano a mano, día tras día.
Seguiremos,
*Habitar, "El regalo de la imaginación". Juhani Pallasmaa
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