De la división subjetiva y "otros demonios"
- Florencia Franco
- Nov 19, 2018
- 25 min read
Updated: Dec 30, 2018
yo es otro
Arthur Rimbaud

San Francisco de Borja asiste a un moribundo impenitente
Francisco de Goya
Desde pequeña siempre me llamaron mucho la atención las posesiones demoníacas. El terror que me causaba ver una de las películas del exorcista o escuchar las “leyendas urbanas” de mi pueblo al respecto de tales posesiones era directamente proporcional a la fascinación que se creaba en mi interior. El temor que me generaban las películas de exorcismos era atroz pero lo curioso es que no podía evitar verlas. Luego con Lacan comprendería que el miedo es algo especialmente ambivalente, algo que nos empuja hacia adelante, que nos jala hacia atrás, evoca Lacan, es algo que hace de ustedes un ser doble y que cuando lo expresan ante un personaje con el que quieren jugar a tener miedo juntos, los pone a cada instante en la postura del reflejo.
Crecí en una ciudad en la cual las fronteras entre lo mágico y la realidad más de una vez se entrelazan. Mendoza no es un pueblo, es la cuarta ciudad más grande de la Argentina y está compuesta por más de un millón y medio de habitantes pero sigue conservando, en mi opinión, una cierta esencia de pueblo latinoamericano que la hace una ciudad inmensamente peculiar. Algunos “brujos” tienen en la actualidad allí mucho trabajo, hay brujos encargados de impartir “el bien” y otros “el mal” y la gente acude a ellos en función de lo que desee pedirles o preguntarles. Ellos predicen el futuro, leen las manos y la taza de café, practican el tarot, ejercen maleficios y te sugieren qué hacer o no hacer en determinadas situaciones. Cuesta creerlo pero me he enterado incluso que estos sujetos tienen tanto trabajo debido a la enorme cantidad de gente que acude que no dan abasto. Conozco gente que ha ido a las cinco de la mañana a hacer la fila al borde de un cerro muy conocido para estar allí horas y horas esperando a ser atendidos. En algunos pueblos de España aún se conserva este pensamiento mágico, pero para que nos entendamos, estos brujos a los que me refiero serían algo similar a lo que en las grandes urbes de Europa y América del Norte se suele llamar couch.
No es cosa poco común que mientras uno hace treeking o escalada en algún sendero algo inhóspito de Potrerillos se encuentre de pronto, entre medio de rocas y yuyos, una suerte de velas negras que rodean la fotografía con la cara de un sujeto que nada sabe evidentemente de que su retrato está siendo sometido a una especie de influjos maléficos que pretenden castigarlo por alguna falta que cometió o vengarlo por motivos que aquél que paga por hacerlo considera más que razonables.
En Mendoza aún hoy continúan practicándose exorcismos, tal vez denunciándole al resto del mundo que en verdad Dios aún no ha muerto, no para todos, no en todos lados.
No estoy, de ninguna manera, juzgando ni criticando estos hechos. Simplemente expongo una realidad que me llama mucho la atención y que la he visto repetirse en muchos pueblos de la misma España, sobre todo en algunos pequeños poblados de Andalucía o Extremadura en los cuales los habitantes siguen creyendo en la magia y continúan escribiendo en los discursos que hablan a diario las leyendas y mitos que les contaban sus ancestros. El tiempo pareciera haberse detenido en esos sitios, las agujas del reloj de la humanidad parecieran haberse congelado en lo más alto y profundo de las nieves eternas que bañan los picos de la cordillera.
Esto, como todo en esta vida, tiene consecuencias que podríamos considerar tentativamente como positivas y otras negativas. Al no saber yo nada de bien ni de mal no quisiera dar opiniones de esa clase, por un lado, Nietzsche me enseñó que lo que es considerado bien en un determinado momento histórico - cultural en otros puede ser considerado malo o viceversa, y por otro, porque caer en esa categorización binaria de los hechos no permite a uno pensar de modo racional. Para pensar, sea lo que sea que se piense, en mi opinión uno debe embarcarse en una de las tareas más difíciles que un hombre puede llevar a cabo y esa es la tarea de poder pensarse “como desde afuera”.
Esa “magia de los pueblos” es la que se ve tan vívidamente en los escritos de Gabriel García Márquez y de cierto modo la que lo puso en las vías que lo llevaron a crear el realismo mágico que hoy tan bien conocemos. Hay una cierta importancia alrededor de esa magia y es que ésta nos delata que no todo lo que consideramos cierto es verdad y que no toda la verdad es cierta. Digamos entonces que muchas veces estas leyendas de los pueblos ponen en entredicho la verdad, burlándola y muchas otras, por el contrario, encontramos que en el núcleo de sus ficciones hay mucho más de verdad que en la mismísima historia o que en diversos discursos políticos.
La cuestión es que crecí escuchando estos cuentos y estas fábulas que hicieron que mi imaginación volara hacia pasajes inusitados y lejanos tanto en el tiempo como en el espacio. Crecí escuchando que mi abuela había presenciado un exorcismo de emergencia en una iglesia de la ciudad y que tras rezar y rezar todos los que estaban con ella en ese proceso de extraer el demonio del cuerpo de alguien se quedaron aún más atónitos cuando escucharon a mi abuela hablar en una lengua extraña. El arzobispo les dijo que era hebreo. Mi abuela jamás estudió hebreo y a estas alturas sospecho que el cura tampoco, lo cual hace que la sucesión de los hechos sea aún más insólita.
El psicoanálisis nos ha enseñado que el miedo es una primera defensa ante la angustia, por ende, podemos pensar que esos miedos que comentaba anteriormente en relación a las posesiones me defendían de otros “demonios” aún peores. De todas formas, cada vez que el sol se escondía detrás de la cordillera y daba paso así a una oscuridad de la cual era imposible escapar, mis miedos emergían, salían hacia afuera tan repentinamente como la luna se dibujaba en el cielo estrellado. Tenía terror de que el demonio, en ese entonces estaba inmersa en esa fe que todos hemos mamado hasta en la leche, saliera desde donde fuese que estaba y se acercara a mi habitación para poder meterse en mi cuerpo y lograr de este modo hacerme decir cosas que yo no quería decir pero que fueran propias de él, o hacerme hacer cosas que sólo él haría, pero no yo. Recuerdo que muchas noches escuchaba pasos en el techo - evidentemente después comprendí que se trataba más bien de un demonio muy característico de América latina “la inseguridad” – y tenía la convicción de que era el demonio que venía por mí.
Recuerdo que cerraba los ojos con fuerza mientras utilizaba mi sábana como escudo y me preguntaba: ¿Ya me habrá poseído?
Esa pregunta disparaba en mí una angustia terrible porque era la que instauraba la incertidumbre de que uno podía estar poseído sin saberlo. ¿Cómo es que uno se daba cuenta de que estaba poseído si cuando el demonio entraba al cuerpo y hacía uso de este a su antojo uno no estaba “en sí mismo”? ¿Dónde estaba uno en ese momento? ¿A dónde iría yo mientras el demonio hiciera uso de mi cuerpo? Siempre temía que mis padres llegaran un día cualquiera y me dijeran: Hija tenemos que hablar con vos. Estás poseída por el demonio.
Se desató entonces dentro de mí una batalla campal. Tenía alrededor de 8 años y esa pregunta de cómo reconocer cuando uno era poseído por un otro demoníaco no me permitía hacer las paces con el sueño. Por las noches, siempre me ocurría por las noches, comenzaba a escuchar en mi cabeza voces que me decían cosas que yo no pensaba, y no me dejaban dormir. Entonces me levantaba rápido de la cama y corría por el pasillo lo más rápido que podía hasta la habitación de mis padres. Papá no puedo dormir. Hija volvé a la cama. Y así durante bastantes años.
Me enviaron a una psicóloga, recuerdo que se llamaba Marcela y le conté a grandes rasgos mis temores, sobre todo el tema de esas voces que me decían cosas malas. Ella me pidió que las escribiera en un cuaderno de notas. Siempre le estaré agradecida por eso ya que desde ese entonces mis fantasmas comenzaron a aparecer en cuadernos, diarios y papeles sueltos y no tanto en mi habitación. Me di cuenta de que esas voces sí que eran mías, aunque me dijeran “cosas malas”. Entendí entonces que uno también podía pensar “cosas malas” y que de hecho eso mismo era lo que lo hacía a uno verdaderamente humano.
Comenzaba a gestarse allí este texto que escribo tan sólo veinte años después de aquel trajín de demonios, cuerpos, voces, culpas, deseos y fantasmas.
La pregunta era clave y me acompañó toda la vida: ¿Cómo es que uno se daba cuenta de que estaba poseído si cuando el demonio entraba al cuerpo y hacía uso de este a su antojo uno no estaba “en sí mismo”? Eso habría la posibilidad en mi mente de que uno pudiese estar dividido, eso me sirvió para entender que no todo en uno mismo pasa por el yo. Hay un más allá del yo, hay algo dentro de uno que piensa, y a veces actúa, sin uno. Faltarían muchos años en aquél entonces para que me encontrase con Lacan y su seminario XI en el cual éste dice: “Soy donde no pienso, pienso donde no soy” haciendo alusión a la clara división subjetiva de todo ser humano parlante, demostrando después cómo el lenguaje mismo instaura dicha división en nosotros humanos, demasiado humanos.
Por fortuna, antes de encontrarme con Lacan, me topé con el hombre que logró que el mismo hombre dejara de buscarse tanto en las estrellas, en los astros, en los dioses o en el mono para decidir buscarse primero dentro de sí mismo. Una tarde de verano, de esas que amenazan con no acabar jamás, encontré en la biblioteca de mi madre el gordo lomo azul de un libro que con letras plateadas rezaba “La interpretación de los sueños”. Fue allí cuando Sigmund Freud entró a mi vida como entran esos vientos implacables que abren con ímpetu cada puerta y cada ventana y te dan vuelta la casa y la vida y la cabeza.
Freud confirmó esa intuición que aparecía a modo de temor en mis noches: uno podía llevar dentro consigo a todas partes un mundo que uno mismo desconocía pero que era tan propio o incluso más propio que aquello que se le hacía conocido. “Esos otros mundos están en el nuestro” decía Dalí, gran referente del surrealismo, corriente artística que nació gracias al mismo hombre del cual estamos hablando. El inconsciente era la prueba de que lo más ajeno podía ser lo más cercano, lo más evidente, lo más visible pero aun así podía permanecer como no reconocido. Esto los surrealistas lo entendieron muy bien y por eso Dalí decía que muchas veces la profundidad se encuentra en la superficie. Los sueños eran la prueba fehaciente de ello, de que uno puede desear algo que al yo le es displacentero y que también uno puede pensar sin reconocerse en el pensamiento y que, de hecho, muchas veces los pensamientos que nos sorprenden vienen ya pensados, ya fabricados, dándonos la sensación de que fue otro el que los pensó, que los engendró y que nosotros sólo los parimos, o ni siquiera, sino que solamente los vimos darse a luz.
Por tanto, podríamos formular que las posesiones demoníacas que se propagaron tan asiduamente como una fiebre casi contagiosa por la Europa medieval son en sí mismas una gran demostración de que el ser humano por el hecho de estar sujetado al lenguaje es un sujeto siempre dividido. Nietzsche le da un vuelco al cogito cartesiano cuando anuncia que un pensamiento adviene cuando él quiere no cuando yo quiero por tanto “eso piensa”, Lacan luego hará lo mismo cuando explique las dos operaciones que condicionan la relación del sujeto con el Otro “la alienación” y la “separación”, por el hecho de ser seres hablantes, nuestro ser tiene que inscribirse en el lugar del Otro. Es el Otro quien en un comienzo impulsa a que esas necesidades que se viven en el cuerpo pasen por el orden de la palabra; así se constituye la demanda y el resultado de tal inscripción es en el propio sujeto una división.
Lacan decía que el inconsciente se nos presenta de un modo particular, como una pulsación, una discontinuidad, una suerte de sorpresa. De ahí que se diga que el inconsciente se manifiesta como un relámpago, como algo que intercepta o que irrumpe en la más inesperada de las situaciones de forma evanescente y hace al sujeto vacilar. El inconsciente se nos presenta haciéndose acto es por ello que éste mismo se define como el corte en acto entre el sujeto y el otro de su división.
¿Qué sucede entonces con aquellos que decían o dicen estar poseídos por un supuesto demonio? ¿Qué es aquello que los posee y que los hace hacer y decir cosas que ellos no quisieran ni hacer ni decir? ¿Qué es lo que allí habla?
En mi opinión, eso que allí habla no es más que esa voz de ellos mismos no reconocida. Esa voz que a mí de pequeña me asustaba diciéndome “cosas malas” o simplemente esa “voz” que muchas veces se interpone en nuestro discurso y hace a nuestra lengua tropezar y decir cosas que, aparentemente, uno no esperaba decir. Es más fácil, a mi entender, atribuirle esas voces, voces que traen consigo deseos, ideales, demandas que no queremos reconocer en nosotros, a un supuesto demonio que se encuentra fuera. Así al menos uno se lava las manos y no tiene nada que ver con aquello que lo aqueja.
No es de extrañar que esta fiebre de demonios haya sido tan comúnmente padecida durante los años en los cuales la moral judeocristiana era la que gobernaba el discurso de la época. La historia nos enseña que los síntomas van de la mano de la época, lo que es lo mismo que decir del discurso, y esto no es más que por el hecho de que los síntomas son aquella voz del sujeto que puja por hacerse escuchar, que trae consigo una cierta verdad que insiste y por esto mismo también un goce. Vamos a dilucidar este punto.
En “Función y campo de la palabra…” de 1953 Lacan desarrolla el concepto de síntoma ligado a una cierta equivalencia con la verdad o al menos con una verdad a ser develada. El inconsciente no miente, simplemente se presenta a través de los síntomas, lapsus, actos fallidos o sueños de una forma a veces un tanto enigmática pero que puede ser descifrada y por tanto ofrece la posibilidad de descubrir allí algo de nosotros mismos, posiblemente del orden del goce, que a simple vista – es decir, por medio de nuestra conciencia - no podemos cernir. Siguiendo esta línea podríamos decir que en este primer tiempo Lacan concibe al síntoma como un mensaje a descifrar.
Luego establecerá que el síntoma no es una formación del inconsciente que se presenta de forma esporádica o fugaz – como podría ser un lapsus - sino que más bien es algo sólido, algo similar a una roca que no se mueve con facilidad y que por el contrario está fijado, anclado, en lo más hondo del sujeto que lo porta. El síntoma resiste e insiste, el síntoma es aquello que hace al sujeto ser quien es, es decir, también lo define y lo caracteriza. El síntoma es algo propio de ese sujeto y de nadie más y dada su inmanencia se puede deducir claramente que el síntoma está motivado por el goce, el síntoma es la forma de gozar del inconsciente del sujeto en cuestión. Es por esto que Lacan, en el seminario XXII, compara al síntoma con los puntos suspensivos de un texto, anunciando una suerte de continuación, de sucesión, de repetición en ese texto que no es sino el sujeto.
El goce es justamente algo que queda por fuera de la palabra, es una satisfacción paradójica en la cual algo en el sujeto se satisface, aunque por otra parte puede causarle daño o sufrimiento. Conocemos varios tipos de goce, el fálico – que sería el que atañe al cuerpo, al órgano, y queda delimitado por la palabra -, el goce otro que no abarcaremos en este texto y el goce sentido que es el goce de la palabra misma, esa enorme satisfacción que le provoca al ser parlante el hecho de hablar. Esto es lo que entendemos por goce a grandes rasgos, pero lo cierto es que cada sujeto tiene su propia manera de gozar y sólo puede saberse algo de ésta persiguiendo las huellas que deja en la sintaxis en la cual el sujeto se escribe sin cesar. Es por ello que la repetición es la vía directa para llegar al goce. Aquello que se repite - un rasgo en el partenaire, una cierta manera de dirigirse a lo demás, una forma de satisfacción sexual específica, una forma de someterse o en términos generales una forma de repetirse en el mundo como sujeto único – es la evidencia de aquello de lo que el sujeto goza sin saberlo, sino ¿Por qué se repite? ¿Por qué molestarse? ¿Para qué insistir?
Ese modo de gozar propio de todo parletre es, evidentemente, no sólo difícil de atrapar por las vías de la palabra sino también irrepresentable para la conciencia del sujeto. Una experiencia analítica lo que hace es ir justamente, paso a paso, hacia lo real, es decir, hacia ese más allá de la palabra al cual nunca se llega, esa zona de la que nada podemos saber ni comprender porque siempre está fuera de sentido, pero que así todo se nos hace evidente por lo que adviene de allí como efectos. El goce digamos que se aloja allí, en ese más allá del sentido por eso es, como dijimos, una satisfacción paradójica, que puja constantemente, como un campo de fuerzas, para que el sujeto gravite en función de ello.
A esto es a lo que durante la edad media muchos se complacieron en llamar “demonio”, a ese goce de cada ser humano que atenta contra la doctrina que se pretende impulsar. Los demonios eran, y siguen siendo, aquello que habita dentro de uno mismo pero que no quiere ni conviene ser reconocido como propio ya que es inmoral entonces se exterioriza, se ve fuera. En el caso de la psicosis paranoica esto se hace sumamente claro. Al no reconocer el loco su propia división subjetiva, es decir, al estar “des – quiciado”, ese otro que no es más que él mismo se le viene como desde afuera a modo de un perseguidor, como es el caso más frecuente. Ese otro, al no reconocerse como parte de uno mismo, le retorna desde afuera, desde un supuesto mundo exterior, que viene a entregarle nada más ni nada menos que su propio mensaje, su propia voz.
Podríamos entonces preguntarnos ¿Eran, los endemoniados, psicóticos o más bien casos de histeria? Seguramente para responder a dicha pregunta habría que indagar, tal como el psicoanálisis enseña, el caso por caso, pero de lo que estamos hoy por hoy seguros es que “esos demonios” no eran más que fantasmas demasiado humanos que a partir de la tendencia que la historia del hombre denota, primero se buscaron fuera, en el exterior. ¿Y cómo esto no iba a ser así si el ser humano buscó conocer primero el cielo, las estrellas que en el destellan por las noches, los astros que lo visitan constantemente y los planetas que lo habitan, antes que a sí mismo? ¡Oh, el cielo! Ese perfecto primer campo proyectivo que busca la mirada de todo sujeto – el cielo nos mira- ni bien éste se dispone a abrir los ojos.
La astronomía nació mucho antes que el psicoanálisis porque el hombre y la mujer tardaron en reconocer que todo aquello cuanto veían no constituía una realidad exterior como tal sino sólo la representación de ella. En el mundo “exterior “, no hay siquiera los colores sino que, como sabemos, éstos son el resultado de un juego de luces que se desenvuelven en el ojo y se interpretan en el psiquismo humano. No hay nada que se nos sea dado en el exterior sin antes pasar por nosotros mismos. Siguiendo esta lógica, tan evidente, no nos debe entonces asombrar que el hombre vea en el mundo exterior algo que también se corresponde a su “mundo interior”. El hombre no puede no percibir más que como hombre sujetado a un lenguaje por eso es que en el universo el humano encuentra agujeros negros, fuerzas enigmáticas que se contraponen, se atraen y se rechazan, porque de esa “materia” está compuesta también su alma. No ha de extrañarnos que el hombre y la mujer, durante el cristianismo, colocaran a Dios en el cielo, como amo y señor de él y que creyeran por consiguiente que esa era la casa y el premio mayor para la posteridad, es decir, su paraíso después de la muerte. Colocamos a Dios justo en el lugar del cual nada podemos comprender del todo de qué está hecho, ni explicar cómo funciona, ni motivado porqué extrañas fuerzas que escapan al discernimiento. Hicimos del cielo también un hogar.
Creíamos incluso haberlo conquistado, pero luego llegó Cervantes, por ejemplo, a mostrarle a los de su misma especie que la locura tenía mucho que ver con el estar dentro o fuera de un discurso socialmente establecido y a hacerle sospechar que la realidad y el delirio en verdad no eran cosas tan distintas, la realidad siempre es delirante, cosa que Arthur Schopenhauer formalizó, por decirlo de alguna manera, en palabras muy sencillas “el mundo no es más que nuestra representación”.
Si tuviésemos que pensar la historia de la especie humana como una sola historia, esto no es más que la abstracción de la abstracción, podríamos decir que el hombre de a poco fue dándose cuenta de que él mismo formaba parte de aquello que veía porque aquello que veía estaba profundamente motivado por su deseo, muchas veces inconsciente, que logra que dentro de un inagotable mundo de cosas que se le presentan para ser vistas sólo mire lo que acaba mirando. La mirada, al igual que el psiquismo todo, funciona también de forma negativa, es decir, eliminando constantemente cosas que se interponen entre lo que se puede ver y lo que realmente se mira.
Así también nos costó, como especie, darnos cuenta de que el lenguaje era algo que habíamos aprehendido en la infancia, más que aprendido, incorporado, a modo de inyección, y que junto a las palabras nos habíamos dejado meter también en el alma y en el cuerpo un montón de verdades mentirosas, de ideales que escapaban mucho al señalamiento del deseo propio, deseos que no nos venían más que de otros. Deseos ya deseados, sueños ya soñados, dichos ya dichos, frases ya fraseadas, etc. Tardamos muchos años en caer en la cuenta de que la lengua era la que nos hablaba. ¡Otra vez volvemos a encontrarnos con el baldazo de agua fría en la cara! Primero Copérnico jugándose la vida en el Tribunal de la Inquisición para hacerle entender al hombre que no todo gira en torno a él sino que él también gira en torno a otros objetos que componen su mundo, luego Darwin que vino a esta tierra a espabilarnos haciéndonos notar que no éramos familia de los dioses ni teníamos dotes divinas, después remata Freud haciéndonos resonar una gran verdad que hace temblar nuestro interior al decirnos que ni siquiera nuestro “yo” es el amo en su propia casa sino que es tan solo una ficción, un agujero que rellenamos según toque cada día.
Freud nos hace notar la división, nos comienza a insinuar, cosa que Nietzsche también formula expresamente, que hay algo dentro de uno que piensa independientemente de uno mismo. Lacan, en mi opinión, da el cuarto golpe al narcisismo de la humanidad, seguido de los tres mencionados, dado que es el que vino a demostrarnos que la lengua nos habla ya que ésta nos antecede y nos utiliza como meros portadores de ella, dándole forma y cuerpo a nuestro psiquismo. “El inconsciente está estructurado como un lenguaje” aunque también lo está el pensamiento todo, incluso la manera que utilizamos de escribirnos en nuestros actos, esa sintaxis que conformamos y encarnamos en cuerpo y alma y que nos comanda sin que seamos conscientes de ello. El lenguaje puede ser nuestra jaula más peligrosa porque nos encerramos y perdemos en ella hasta tal punto que acabamos creyendo que dentro de esa prisión se puede encontrar la libertad. La alienación, como ven, es demasiado radical.
Así como vemos hoy en el cielo esos agujeros negros a los cuales ni la misma astrofísica cuenta con las palabras clave para decir de qué están hechos, ni explicar cómo funcionan ya que a los mismos sólo se los conoce a través de los efectos que crean en el cosmos, también vimos allá afuera, en ese fuera siempre autorepresentado, a ese “otro malo” que era capaz de poseernos y hacernos hacer “cosas malas” que nosotros seríamos incapaces de hacer.
Fijémonos en la literatura, fiel reflejo y constancia de cómo el hombre se va hystorizando a sí mismo en cada época en función del discurso que baña su lengua, en el género del suspense pasamos de atemorizarnos con historias en las cuales el malo, el otro temible, era una especie de animal monstruoso, gigante, con garras y colmillos afilados que tenía poderes imposibles de imaginar para el ser humano y ante los cuales éste quedaba indefenso, pasamos de eso a generar ese mismo halo de misterio y tensión representando al malo dentro del mismo hombre. Con Edgar Allan Poe, por ejemplo, comienza a notarse ese acercamiento a nosotros mismos, ese reconocimiento llevado a lo tenebroso de reconocer que dentro de nosotros puede haber zonas oscuras, deseos sucios y macabros, pulsiones mortíferas y mortificantes. Los cuentos y relatos del gran Poe nos revelan cómo todos tendemos a rehusar acerca de la existencia de ese hombrecito que vive dentro de nosotros. Lo más temible puede ser a veces nuestro propio deseo y la inmanencia de esa fuerza constante que muchas veces nos lleva a conspirar contra nosotros.
Nos mentiríamos tal vez si pensásemos que hoy en día siempre tendemos a hurgar dentro de nosotros, a reconocer dentro esos abismos, y a no apuntar hacia afuera con el dedo mientras caemos en la cómoda salida de la autocompasión. La autocompasión es para los espíritus débiles, los fuertes son capaces de encontrarse con lo más oscuro de su propia alma y reconocerlo para luego buscar la manera de hacer con eso.
La creencia en los demonios era propiamente lógica de una época en la que el discurso imperante estaba basado en los mandamientos y valores que instauró la moral judeo – cristiana. Para afirmar la existencia de Dios también se debía, por oposición lógica, anteponer un demonio. Esto es así porque, como sabemos, la alteridad es una categoría fundamental del pensamiento humano ya que como dijimos anteriormente éste mismo está estructurado como un lenguaje y el lenguaje funciona siempre por oposiciones: Día, noche. Sol, luna. Luz, oscuridad. Hombre, mujer. Etc. Para definir una cosa necesitamos oponerla a otra, de hecho, justamente por no ser esa otra cosa, esa cosa es lo que es. Su opuesto también le da entidad.
Lèvi – Strauss expone:” El paso de estado de Naturaleza al de cultura se define por la aptitud del hombre para concebir las relaciones biológicas en forma de sistemas de oposiciones: La dualidad, la alternancia, la oposición, la simetría...” Lo que no es más que enunciar que es la sumersión del sujeto en el mundo del lenguaje la que le permite entrar en eso a lo que llamamos lazo social.
Este campo de oposiciones, tan propias de cada sujeto, se crea a partir de que el lenguaje nos obliga a rescindir a una parte del ser a cambio de entrar en el “sentido” que siempre nos llega desde otro. En el momento en el que nos alienamos al lenguaje socializante automáticamente perdemos parte de esa relación tan entrañable con nuestra propia lengua, la de los afectos, la del alma.
Es un error creer que luego de la muerte de Dios el ser humano ha perdido la fe, ha renunciado al acto de rezar, ha dejado de construir altares a lo largo y ancho del mundo o ha dejado de creer que hay verdaderamente un mundo mejor, un porvenir, un progreso… En este punto la física también nos ayuda a entender cómo funciona la misma mente humana ya que hemos encontrado que la materia es siempre la misma, que todos – y todo – estamos hechos de lo mismo y que esa materia no se destruye, sino que solo sufre continuas transformaciones en sus formas. Hoy creemos en que realmente hay un progreso, un avance de la humanidad hacia una humanidad mejorada, un verdadero cambio en su esencia. En verdad no hemos cambiado nada, solo hemos alterado un poco los semblantes y vuelto a caer en el engaño de que hay un sentido de la vida ya dado de antemano, hemos creado otros valores preestablecidos – como el dinero y el poder – y otros ideales absurdos – como la felicidad plena, la libertad absoluta y hasta inclusive la mismísima democracia ya que para creer que cada individuo que forma parte de un país tiene derecho a expresar su opinión hay que partir inevitablemente de la base de que el hombre y la mujer son libres de pensar realmente lo que sea que piensan.
Hoy son otras las verdades que rigen nuestro pensar. Hoy la verdad ya no huele a paraíso en el cielo ni a la existencia de un padre todopoderoso que siempre nos acompaña y nos guía, en la actualidad ese paraíso ha sido reemplazado por el progreso y la presencia de Dios por los hombres y mujeres de la ciencia que tanto se empecinan en demostrar que tienen a La verdad agarrada por los pelos, mientras los años solo demuestran que los pelos de La señora Verdad tienen agua y jabón porque se les vive resbalando de las manos.
Vemos cómo en la novela de García Márquez, Del amor y otros demonios, el autor pretende mostrar la realidad con la que se encuentra una joven a la cual ni bien está naciendo la condenan a la muerte, a la santidad y a la promiscuidad en un solo abrir y cerrar de ojos:
“Una mañana de lluvias tardías, bajo el signo de Sagitario, nació sietemesina y mal Sierva María de Todos los Ángeles. Parecía un renacuajo descolorido, y el cordón umbilical enrollado en el cuello estaba a punto de estrangularla.
<Es hembra>, dijo la comadrona. <Pero no vivirá>.
Fue entonces cuando Domingo de Adviento le prometió a sus santos que si le concedían la gracia de vivir, la niña no se cortaría el cabello hasta su noche de bodas. No bien lo había prometido cuando la niña rompió a llorar. Dominga de Adviento, jubilosa, cantó: <¡Será santa!>. El marqués, que la conoció ya lavada y vestida, fue menos clarividente.
<Será puta>, dijo. <Si Dios le da vida y salud>.
Partamos de un punto bastante primordial, el del nombre: Sierva María de Todos Los Ángeles. La palabra Sierva proviene del latín servus que significa esclavo ya que a su vez tiene raíces en verbo servire por ende la primera palabra que conforma el nombre de la recién nacida, esa primera etiqueta que la define y en la cual al pasar los años buscará algún indicio que responda al “Che vuoi”, la presupone como una persona que vivirá sometida, entregada al servicio de otra persona. Si algún deseo se esconde detrás del nombre de pila no habría dudas de que en este caso el mensaje está claro: Sierva María no sería más que una subordinada, una sirvienta para el deseo de alguien más.
Eso no es todo. Aún hay más: María. Claramente el mensaje nada encubierto aquí es el destino que se desea para esa muchacha que no es más que el de ser una virgen, una “mujer pura”, dedicada a servir a Dios y a la cual jamás se le concederá el derecho de gozar de su cuerpo, ni de sus fantasías ni de su obrar. Sierva María ya cargaba sobre sus espaldas a los siete meses de edad la pesada cruz de la castidad, el servicio a la comunidad, la entrega en cuerpo y alma a otro y tal vez un imperativo de ser para ser madre, tan común en aquellos tiempos en los cuales se basa la novela.
Hasta aquí, tan solo con las primeras dos palabras que forman su compuesto nombre, nos vamos dando una idea de por qué esta joven terminaría siendo una “poseída por el demonio” y manifestando claros signos de ser, más que una santa, la encarnación de una suerte de ente satánico.
¿Qué hay del “de Todos los Ángeles”? El imperativo no se reduce al ser la cierva ni la santa sino a demás a “ser la que sirve a Todos” por tanto se me asemeja aquí una curiosa paradoja. Por un lado, el más evidente, la niña está condenada a ser la esclava de todos. Que yo sepa la biblia no hace más que referencia a la figura de los ángeles como figuras siempre masculinas, jamás he visto yo a un ángel que sea mujer por lo que, por deducción lógica, Sierva María de Todos los Ángeles sería la esclava de Todos los hombres, a saber, lo que muchos se representan como una puta. Aquí vemos la ambigüedad, clara y efectiva, del nombre que le colocan a la pequeña y se explica el dialogo citado textualmente de la novela. La madre biológica la quería muerta, Dominga de Adviento – aquella que cumple con la función de madre de la niña – la quería santa, mientras que el padre la contradice diciéndole que será una puta. Dos mensajes contrapuestos, dos fuerzas de compromiso, justamente los ingredientes necesarios para elaborar lo que en psicoanálisis se conoce como síntoma. He ahí a la mujer endemoniada.
De entrada a este mundo a la protagonista de este libro se la pone entre la espada y la pared: Si vive deberá hacerlo siempre a expensas de su madre biológica y tendrá que “escoger” entre el deseo de la madre de ser una mujer al servicio de los demás y por ende privada de todo goce posible o al deseo del padre de ser la mujer que sirve a todos los hombres. En ambos casos a la joven se la condena a ser el objeto, la alteridad, el desecho, el resto de la operación familiar, social y personal.
No es menos curioso el hecho de que luego su madre la odiara a tal punto de negarse a amamantarla e incluso que ella misma sintiera temor de ser capaz de matarla. Tampoco lo es el que Dominga de Adviento la consagrará a Olokun, una deidad Yoruba de sexo incierto cuyo rostro se presume tan temible que sólo se deja ver en sueños, y siempre con una máscara. Me autorizo aquí a expresar que lo que está en juego en este punto es el horror que causaba, y sigue causando en más de un caso, el goce femenino, razón por la cual se procura a toda costa vedar a la mujer de él, prohibirle su acceso. Gabriel García Márquez, un hombre con una claridad mental avasallante, dudo que no se percatase de esto y por ende trata de representarlo en su novela de esta forma.
Como sabemos en algunas religiones como la musulmana aún hoy se esfuerzan, tanto hombres como las mismas mujeres, en vedar el cuerpo de la mujer detrás de amplios ropajes: el burka, niqab, hijab, chador y dupatta. Si bien el Corán en ninguna de sus páginas indica expresamente la obligación de que las mujeres deben cubrir su cuerpo, la interpretación que los hombres y mujeres hacen de él obliga a las de dicha religión a no mostrar su cuerpo para no ser miradas y evitar así ser deseadas. En Asia están las famosas Padaung o Kayan – como dicen que a ellas les gusta ser llamadas – más conocidas por nosotros como las mujeres jirafa, que se colocan argollas en el cuello año tras año a partir de que cumplen 5 años de edad hasta los 12 y mientras más largo quede el cuello, más bella es considerada la mujer. Nadie sabe exactamente el porqué de esta práctica de la cual se han intentado dar varias explicaciones, pero nuevamente vemos cómo es necesario hacer del cuerpo de la mujer una marca a modo de distintivo que le permita acentuarse como la alteridad del hombre. En América y Europa las mujeres, como sabemos, se someten más que los hombres a cirugías estéticas las cuales las obligan lógicamente a pasar por el quirófano y poner en riesgo sus vidas. Pero eso no importa, no importa con tal de lograr ser ese objeto que hace gozar al otro.
Por tanto, vemos que tanto en la novela del Gabo, situada en una profunda Edad media, como en la actualidad tanto en culturas orientales como occidentales nos encontramos con que el cuerpo de la mujer no debe ser un cuerpo gozante sino un cuerpo al servicio del goce del Otro. “No gozarás, harás gozar”, un imperativo imposible de cumplir que no ha dado más que síntomas como resultado, porque lo que se calla en la palabra, el cuerpo se encarga de decirlo a través del síntoma.
Sierva María es encerrada, luego de haber sido mordida por un perro que le transmite la rabia, en un convento y una vez allí es inevitablemente expuesta a los diversos actos perversos propios de la iglesia católica en los años de la inquisición. Rápidamente buscan asignarle un exorcista y es en ese momento cuando llega a su vida, por primera vez, el verdadero amor.
“En los remansos de la pasión empezaron a disfrutar también de los tedios del amor cotidiano. Ella mantenía la celda limpia y en orden para cuando él llegaba con la naturalidad del marido que volvía a casa. Cayetano la enseñaba a leer y escribir y la iniciaba en el culto de la poesía y la devoción del Espíritu Santo, a la espera del día feliz en que fueran libres y casados”.
Sierva María de Todos los Ángeles es reconocida por un solo hombre, el obispo Delaura, es escuchada y afirmada como sujeto por otro ser humano, cosa que ni su propia madre había podido o querido hacer con ella. Es así entonces como la joven de cabellos largos comienza a comportarse “normalmente” lo cual es señal suficiente para pensar que el “demonio” va huyendo de su cuerpo en busca de otros cuerpos o simplemente en pos de evaporarse en los aires.
Posiblemente García Marqués nos enseña a través de su novela cómo el amor es una forma posible de canalizar el goce, un demonio que saca todos los demás demonios. Cuando esta joven es amada y reconocida por ser quién realmente es, con sus desvaríos y flaquezas, los síntomas de “posesión demoniaca” comienzan a disminuir hasta llegar a agotarse. Tal vez por esto mismo, porque ya no le servía al santo oficio para confirmar la existencia de Dios, es que finalmente el obispo decide reasumir los exorcismos de Sierva María con una energía inconcebible y condenar a Cayetano a un juicio de plaza pública que arroja sobre él sospechas de herejía.
No quisiera dejar de citar una de las partes, a mi entender, más sublimes del libro y que resume perfectamente lo que aquí hemos procurado abordar. Se trata de la escena en la cual Cayetano Delaura se reúne con el Obispo luego de que se le adjudicara la misión de realizarle el exorcismo a Sierva María pero el, al verla, se percata de que ésta no está endemoniada ni mucho menos.
Es el mismo obispo, que poco antes señala que quisiera estar de acuerdo con Delaura en relación a la falsa posesión, pero que le es inevitable. Inmediatamente, se tiende en el mecedor y exhala suspirando:
- ¡Qué lejos estamos!
- ¿De qué? – Pregunta Delaura
- De nosotros mismos.
He aquí el meollo de la cuestión, el núcleo central del porqué procurar representarse demonios fuera para no reconocerlos dentro.
Por Último, en la misma conversación, Delaura dice:
- No podemos intervenir en la rotación de la Tierra.
A lo que el obispo responde:
- Pero podríamos ignorarla para que no nos duela.
A buen entendedor,
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